La vela, arrojada al suelo, se había apagado, pero la mecha aún relucía, y utilizando la visión nocturna vi debajo de la mesa un cuerpo tendido del que manaba sangre — negra en esa luz—, y aunque todo en mí me impulsaba a saltar, primero olí el aire impregnado de sangre y estearina: ese hombre era un extraño para mí, por lo tanto se había producido una riña y Arrodes lo había matado antes que yo. El cómo, el por qué y el cuándo no llegaron a intrigarme, pues el hecho de estar sola con él, y él vivo, en ese edificio desierto, el hecho de que sólo estuviéramos los dos, me golpeó como un rayo. Temblé —amada y asesina— mientras observaba sin pestañear los estertores rítmicos de ese corpachón que exhalaba su último aliento. Si tan sólo pudiera irme ahora, perderme calladamente en ese mundo de nieve y montañas, cualquier cosa antes que permanecer con él cara a cara, mejor dicho, cara a sensor, añadí, condenada a lo monstruoso y lo cómico hiciera lo que hiciese, y la sensación de ser burlada inclinó la balanza, me impulsó tanto que bajé, aún suspendida cabeza abajo como una araña cautelosa y, ya sin preocuparme por el rechinar de mis placas ventrales en el alféizar, en un frágil arco salté sobre el cadáver y alcancé la puerta.
No sé cómo ni cuándo se derrumbó. Más allá del umbral había una escalera de caracol y en ella, de espaldas, Arrodes, la cabeza hacia atrás y apoyada en la piedra gastada. Debían de haber luchado en esa escalera, por eso yo no había oído casi nada de modo que allí estaba, a mis pies. Se le movían las costillas, y vi — sí— su desnudez, la desnudez que yo no había conocido, sino sólo imaginado, esa primera noche en el baile.
Soltó un jadeo. Observé cómo trataba de alzar los párpados. Abrió los ojos, primero los blancos, y yo, retrocediendo, con el abdomen inclinado, le miré la cara vuelta hacia arriba, sin atreverme a tocarlo ni a retroceder, pues mientras él viviera yo no podría estar segura de mí misma, aunque perdía sangre con cada inhalación. Entonces vi claramente que mi deber se extendía hasta el último extremo, porque la sentencia del rey debía cumplirse aún en los estertores de la muerte, y por lo tanto yo no podía correr riesgos, mientras él viviera, y tampoco sabía si en realidad deseaba que él despertara. Si hubiera abierto los ojos y hubiera recobrado el conocimiento y — en una visión invertida— me hubiera visto entera, mientras yo estaba encima de él, llevando la muerte con impotencia, en un gesto de súplica, preñada pero no de él, ¿eso habría sido una boda, o la despiadada parodia de una boda?
Pero no recobró el conocimiento. Cuando llegó el alba, en remolinos de nieve chispeante que entraban por las ventanas, por las cuales toda la casa aullaba con el vendaval de la montaña, Arrodes gruñó una vez más y dejó de respirar, y sólo entonces, la mente en paz, me tendí junto a él, y lo estreché en mis brazos, y así permanecí en la luz y la oscuridad durante dos días de tormenta en que la nieve cubrió nuestro lecho con una capa que no se derretía. Y el tercer día salió el sol.