Stanislaw Lem - La máscara

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La máscara: краткое содержание, описание и аннотация

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Luego de atravesar un tupido bosquecillo de avellanos, debajo de las primeras terrazas perdí la pista de golpe. La busqué en vano, aquí estaba y allá desaparecía, como si los perseguidos hubieran volado al cielo. Regresando al bosquecillo, como aconsejaba la prudencia, descubrí —no sin dificultad— un arbusto al que le habían cortado algunas de las ramas más gruesas. Olisqueé los tocones que manaban savia y, volviendo al lugar donde desaparecía la pista, descubrí su continuación en el olor del castaño, porque los fugitivos habían usado zancos, sabiendo que la pista del olfato superior no duraría tanto en el aire, barrido por el viento de la montaña. Esto redobló mi voluntad. El olor a avellana se disiparía pronto, pero aquí reparé en la estratagema empleada: habían envuelto las puntas de los zancos con jirones de arpillera.

Los zancos abandonados estaban junto a una roca. El claro estaba lleno de grandes piedras cubiertas de musgo en el lado norte y tan apiñadas que el único modo de cruzar por ese campo de escombros era saltar de roca en roca. Eso habían hecho los fugitivos, pero no en línea recta, sino doblando y zigzagueando, y por lo tanto tuve que bajar constantemente de las rocas, rodearlas en círculo y captar las partículas de olor que temblaban en el aire. Así llegué al risco que habían escalado. De modo que ya no debían cargar al cautivo, aunque no me sorprendía que ahora los acompañara voluntariamente, pues no podía regresar. Trepé, siguiendo el olor inconfundible, el triple olor en la superficie tibia de la piedra, aunque se hizo necesario ascender verticalmente, por bordes rocosos, cavidades, grietas, y no había ni siquiera una mata de musgo verde en la fisura de una roca ni una diminuta abertura que los fugitivos no hubieran usado como punto de apoyo, deteniéndose de vez en cuando en los lugares más difíciles para estudiar el camino. Eso lo notaba por la intensificación del olor en esos lugares, pero yo subía a gran velocidad tocando apenas la roca. Sentía que el pulso se me aceleraba, lo sentía tocar y cantar en la magnífica persecución, pues esa gente era un presa digna de mí y me despertaba admiración y también alegría porque lo que ellos habían logrado en ese peligroso ascenso, avanzando de a tres y asegurándose con una cuerda cuyo olor a yute permanecía en los bordes filosos, yo lo realizaba sola y fácilmente, y nada podía apartarme de esa senda aérea. En la cima fui sorprendida por un viento brutal que azotaba el risco como un cuchillo, y no miré hacia atrás para ver el paisaje verde extendido abajo, los horizontes desvaneciéndose en el aire azul, sino que, recorriendo el borde del risco en ambas direcciones, busqué nuevas pistas, y al fin las encontré en una pequeña muesca. De pronto un jirón blancuzco y unas astillas indicaron la caída de uno de los fugitivos. Me incliné sobre el borde de una roca para observar y lo vi, pequeño, en la ladera de la montaña, y la agudeza de mi visión me permitió discernir incluso los goterones oscuros en la piedra caliza, como si por un momento una lluvia de sangre hubiera caído sobre el hombre postrado. Los otros habían seguido a lo largo del risco, y ante la idea de que ahora sólo un oponente cuidaría de Arrodes sentí frustración, pues nunca antes había experimentado tal ímpetu en mis actos ni tanta avidez de combate, una avidez que me aplacaba y embriagaba a la vez. Así que bajé por una cuesta, pues ellos habían tomado esa dirección dejando al muerto en el precipicio. Sin duda tenían prisa y la muerte instantánea del caído debía de ser obvia. Me acerqué a un paso escabroso semejante a las ruinas de una catedral gigante, y las almenas del costado, y una ventana alta a través de la cual brillaba el cielo, contra el cual se recortaba un árbol raquítico, enfermizo; en su inconsciente heroísmo había crecido allí de una semilla plantada por el viento en un puñado de polvo. Después del paso había una garganta montañosa más alta, parcialmente envuelta en niebla, cubierta por una lenta nube de la cual caía una hermosa nieve chispeante. En la sombra arrojada por un torreón de roca oí un sonido débil, como de piedra, y luego un trueno, y un alud se precipitó por la ladera. Las piedras me castigaron arrancándome humo y chispas de los flancos, pero luego recogí todas las patas debajo de mí y rodé hasta una cavidad poco profunda bajo una roca, donde aguardé a buen recaudo a que cayeran las últimas piedras. Se me ocurrió que el hombre que custodiaba a Arrodes había elegido deliberadamente un lugar donde los aludes eran frecuentes, apostando a que yo, poco familiarizada con las montañas, desencadenaría un alud y sería aplastada. Aunque era sólo una remota posibilidad, me levantó el ánimo, pues si mi oponente no se limitaba a escapar y evadir y también atacaba la competencia valdría la pena.

En el fondo de la siguiente garganta, que estaba blanqueada por la nieve, se erguía un edificio, no una casa, ni un castillo, construido con piedras tan enormes que ni siquiera un gigante habría podido mover una por sus propios medios. Advertí que tenía que ser el refugio del enemigo, pues no había otro posible en estas soledades. Así, sin molestarme en seguir el rastro, empecé a bajar, hundiendo las patas traseras en las evasivas piedras, casi resbalando con las patas delanteras en los fragmentos astillados, y usando el par del medio para que el descenso no se transformara en una zambullida de cabeza, hasta que llegué a la nieve y avancé sin ruido por ella, midiendo cada paso para no caer en una grieta sin fondo. Tenía que ser cauta, pues el fugitivo esperaba que yo apareciera justamente desde el paso. Por lo tanto no me acerqué demasiado, para que no me vieran desde las murallas de la fortaleza. Luego, acurrucándome bajo una piedra fungiforme, aguardé pacientemente al anochecer.

Oscureció pronto, pero la nieve aún caía y blanqueaba la oscuridad; por ello no me atreví a acercarme al edificio, sino que permanecí con la cabeza apoyada en las patas cruzadas para no dejar de observarlo. Después de medianoche dejó de nevar, pero no me sacudí la nieve, pues me permitía mimetizarme con el medio, y el claro de luna entre las nubes la hacía brillar como la capa nupcial que nunca había usado. Me arrastré despacio hacia el brumoso perfil de la fortaleza, sin apartar los ojos de la ventana del segundo piso, donde centelleaba una luz amarillenta, pero bajé los pesados párpados, pues la luz encandilaba y yo estaba acostumbrada a la oscuridad. Me pareció que algo se movía en esa ventana opacamente iluminada, como si una gran sombra hubiera cruzado una pared, así que me apresuré hasta llegar a la muralla. Empecé a escalar metro por metro, y no fue difícil, pues las piedras no tenían junturas de argamasa y estaban sostenidas sólo por su enorme peso. Así llegué a las ventanas más bajas, negras como almenas para bocas de fuego. Todas estaban oscuras y vacías. Y dentro también reinaba el silencio, como si la muerte hubiera sido la única ocupante durante siglos. Para ver mejor, activé mi visión nocturna, y asomando la cabeza en el aposento de piedra, abrí los ojos luminosos de mis antenas, que emitían un fulgor fosforescente. Me encontré frente a una mugrienta chimenea de enlosado tosco, donde unos leños partidos y unas ramas chamuscadas se habían enfriado tiempo atrás. También vi un banco y unas herramientas oxidadas junto a la pared, una cama deshecha y unos panecillos duros como piedras en el rincón. Me asombró que nada me obstaculizara la entrada. No confiaba en ese vacío hospitalario, y aunque en el otro extremo de la habitación la puerta estaba abierta, o quizá porque por eso mismo intuí una trampa, me retiré por donde había entrado, sin un sonido, para reanudar mi ascenso hacia el último piso. Ni siquiera pensé en acercarme a la ventana de donde venía la luz. Por último me encaramé al techo y, una vez en la superficie nevada, me recosté como un perro de guardia, esperando el día. Oí dos voces, pero no entendí lo que decían. Me quedé inmóvil, ansiando y también temiendo el momento en que brincaría sobre mi oponente para liberar a Arrodes, y me tensé como un resorte, imaginando la lucha que culminaría con un aguijonazo. Al mismo tiempo miré dentro de mí misma, ya no para buscar una fuente de voluntad, sino tratando de encontrar un pequeño indicio, aunque fuera ínfimo, que revelara si mataría a un solo hombre. No recuerdo cuándo perdí ese temor. Esperé, aún insegura, pues no me conocía. Pero esa misma ignorancia, el no saber si había venido como salvadora o como asesina, se transformó en algo hasta entonces desconocido, inexplicablemente nuevo, invistiendo cada uno de mis temblores con una misteriosa y aniñada conciencia, y me colmó de abrumadora alegría. Esta alegría me sorprendió y me pregunté si no sería otra manifestación de la sabiduría de mis inventores, que se habían cerciorado de que yo encontrara un poder ilimitado tanto para socorrer como para destruir, aunque tampoco estaba segura de ello. Un ruido repentino, corto, seguido por un farfulleo, me llegó desde abajo. Un sonido más, un estampido hueco, como la caída de un objeto pesado, luego el silencio. Empecé a bajar del techo, casi doblando mi abdomen en dos, de tal modo que con la parte superior del cuerpo me aferré a la pared, mientras que las patas traseras y el tubo del aguijón aún permanecían en el borde del techo. Así acerqué a la ventana abierta la cabeza trémula y tensa.

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