Stanislaw Lem - La máscara

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En el espejo parecía que yo me proponía acuchillarme, una escena dramáticamente perfecta, estilísticamente sostenida hasta el último detalle por la enorme cama con dosel, las dos hileras de velas altas, el destello en mi mano y mi palidez, pues mi cuerpo estaba mortalmente asustado y me temblaban las rodillas. Sólo la mano con el acero tenía la firmeza necesaria. Allí donde la resistencia oval era más evidente y no se movía bajo presión, justo bajo el esternón, hundí la lanceta. El dolor fue mínimo y superficial, de la herida brotó una sola gota de sangre. Incapaz de actuar con la lenta pulcritud de un descuartizador, con deliberación anatómica, corté el cuerpo en dos prácticamente hasta la entrepierna, con violencia, apretando los dientes y cerrando los ojos con fuerza. No me atrevía a mirar. Pero ya no temblaba. Estaba fría como el hielo, la habitación estaba llena del sonido extraño y ajeno de mi respiración entrecortada, casi espástica. Las capas cortadas se separaron como cuero blanco, y en el espejo vi una forma plateada y acurrucada, como un feto enorme, una crisálida centelleante oculta dentro de mí, sostenida por los pliegues separados de carne, carne que no sangraba, carne rosada. ¡Qué horror verse así! No me atrevía a tocar la superficie plateada, inmaculada, virgen, el abdomen oblongo como un pequeño ataúd y brillante con el reflejo de las imágenes reducidas de las llamas de las velas. Me moví y vi entonces sus miembros encorvados como los de un feto y delgados como pinzas. Entraban en mi cuerpo y de pronto comprendí que eso no era eso, una cosa ajena y diferente, de nuevo era yo. De modo que ésa era la razón por la cual había dejado al caminar en la arena mojada de los senderos del jardín huellas tan profundas, ésa era la razón de mi fuerza. Era yo, aún, me repetía a mi misma cuando entró él.

La puerta había quedado sin llave, un descuido. Él entró furtivamente, asombrado de su propia audacia, sosteniendo delante de sí —como justificación y defensa— un enorme escudo de rosas rojas. Cuando me encontró, y yo me volví con un grito de miedo, él vio, pero no advirtió, no comprendió, no podía. Ahora no fue por miedo, sino sólo por una vergüenza horrible, sofocante, que intenté cubrir con ambas manos el óvalo de plata, pero era demasiado grande, y yo estaba demasiado abierta por el cuchillo.

Su cara, su grito silencioso y su huida. Preferiría no recordarlo. El no había podido esperar un permiso, una invitación, de modo que vino con las flores, y la casa estaba vacía. Yo misma había ordenado a todos los sirvientes que salieran, para que nadie estorbara mis planes, pues ya no me quedaba otro camino, otro recurso. Pero quizá ya había nacido en él la primera sospecha. Recuerdo que el día anterior cruzábamos el lecho de un arroyo seco y él quiso tomarme en sus brazos y yo me negué, no por pudor real o fingido, sino porque tenía que negarme. Él vio entonces mis huellas en el cieno blando y mullido; tan pequeñas y tan profundas, e iba a decir algo, sin duda una broma inofensiva, pero se contuvo de pronto y con esa grieta entre las cejas fruncidas, ahora familiar, subió la cuesta de enfrente, sin siquiera tenderme la mano cuando yo lo seguí. Tal vez lo había notado entonces. Y más aún, luego, cuando en la cima de la cuesta tropecé y aferré, para recobrar el equilibrio, una gruesa rama de avellano, sentí que estaba arrancando el arbusto de raíz,de modo que caí de rodillas, en un acto reflejo, soltando la rama rota, para no exhibir la fuerza abrumadora, increíble, que poseía. Él estaba a un costado, sin mirar, o eso creí, pero debía de haber visto todo con el rabillo del ojo. ¿Era pues la sospecha lo que lo había incitado a entrar; o una pasión incontrolable?

No importaba.

Usando los segmentos más gruesos de mis sensores presioné los bordes del cuerpo abierto en dos para salir de la crisálida, y me liberé cuidadosamente. Después Tlenix, la dama Mignonne cayó de rodillas, y luego se desplomó de bruces a un costado y yo salí a rastras, estirando todas mis patas, retrocediendo despacio como un cangrejo. Las velas, cuyas llamas aún ondeaban en la ráfaga que él había provocado al huir, brillaban en el espejo; esa cosa desnuda, las piernas impúdicamente abiertas, yacía inmóvil; no deseando tocar mi capullo, mi falsa piel, la ella que yo era ahora caminó alrededor de ella e, irguiéndose como una mantis con el tronco doblado en el medio, se miró en el espejo. Esto era yo, me dije sin palabras, yo. Aún yo. Las tersas vainas de coleóptero o insecto, las articulaciones nudosas, el abdomen con su frío brillo de plata, los flancos oblongos diseñados para la velocidad, la cabeza oscura y abultada, esto era yo. Lo repetí una y otra vez, como para entregar esas palabras a la memoria, y al mismo tiempo el pasado múltiple de dama, Tlenix, Angelita se diluyó y murió dentro de mí, como libros leídos tiempo atrás, libros de un cuarto infantil cuyo contenido ya no importaba ni tenía poder, y podía recordarlos. Volví la cabeza despacio hacia ambos lados, buscando mis propios ojos en el reflejo, y también comenzando a comprender, aunque aún no acostumbrada a esta forma que era la mía, que el acto de autoevisceración no había sido mi rebelión, que representaba una parte prevista del plan, preparada precisamente para una eventualidad así, para que mi rebelión resultara ser, al cabo, mi sumisión total. Aunque aún podía pensar con mi destreza y fluidez habitual, me rendí al mismo tiempo a ese cuerpo nuevo. Su metal brillante tenía escritos los movimientos que empecé a realizar.

El amor murió. También morirá en ti, pero el deterioro que tú sufrirás en años o meses yo lo sufrí en pocos instantes. Fue el tercero en mi serie de comienzos, y emitiendo un siseo tenue, susurrante, corrí tres veces por la habitación, tocando con los sensores tendidos y trémulos la cama donde ahora me estaba negado el reposo. Aspiré el olor de mi no-pretendiente, mi no-amante, para poder seguirle el rastro, yo que era conocida pero desconocida por él, en este nuevo juego, quizás el último. El rastro de su precipitada huida estaba marcado primero por una sucesión de puertas abiertas, y el olor de las rosas desperdigadas podía ayudarme, pues al menos por un tiempo se había vuelto parte del olor de él. Vistas desde abajo, desde el suelo, y por lo tanto desde una nueva perspectiva, las habitaciones que atravesaba me parecían excesivamente grandes, llenas de muebles molestos e inútiles que acechaban inusitadamente en la penumbra. Luego sentí el ligero ruido de escalones de piedra, escaleras, bajo mis garras, y salí a un jardín oscuro y húmedo. Cantaba un ruiseñor. Me causó gracia, pues esa utilería era ahora totalmente necesaria. Se requería otra para la próxima escena. Exploré un buen rato entre los arbustos, sintiendo el crujido de la grava, di un par de vueltas, luego corrí en línea recta, pues había captado el olor. Era inevitable que lo captara, pues estaba compuesto por una singular combinación de aromas fugaces, por los temblores del aire que causaba su andar. Encontré cada partícula aún no dispersa en el viento de la noche, así di con la trayectoria correcta, que ahora seguiría hasta el final.

No sé qué voluntad decidió que le diera tanta ventaja, pues en vez de perseguirlo enseguida vagabundeé hasta el alba por los jardines reales. En cierto modo esto sirvió a un propósito, pues me demoré en los lugares donde habíamos paseado, tomados de la mano, entre los setos, y así pude discernir su olor precisamente, asegurarme de que más tarde no lo confundiría con ningún otro. Claro que podría haberlo seguido directamente y sorprenderlo en medio de su confusión y desesperación, pero no lo hice. Comprendo que mis actos de esa noche también pueden explicarse de un modo totalmente distinto, por mi pesar y el placer del rey, pues yo había perdido un amante para adquirir sólo una presa, y el monarca quizá consideraba insuficiente la ejecución repentina y rápida del hombre que odiaba. Tal vez Arrodes no corrió a su casa sino que fue a visitar a un amigo, y allí, en un monólogo febril, respondiendo a sus propias preguntas (la presencia de otra persona sólo era necesaria para tranquilizarlo y calmarlo) llegó por sus propios medios a la verdad. De todos modos mi conducta en los jardines de ningún modo sugería el dolor de la separación. Sé que las almas sentimentales lo tomarán a mal, pero no teniendo manos que restregar, ni lágrimas que verter, ni rodillas en qué caer, ni labios para besar las flores recogidas el día anterior, no sucumbí a la postración. Lo que ahora me interesaba era la extraordinaria sutileza de discernimiento que poseía, pues mientras iba y venía por los senderos en ningún momento tomé una ráfaga del rastro más engañosamente similar por el que era mi destino y el objeto de mis incansables esfuerzos. En mi frío pulmón izquierdo cada molécula de aire se abría paso por las tortuosidades de innúmeras células sensoras y cada partícula sospechosa era pasada a mi pulmón derecho, caliente, donde mi facetado ojo interno la examinaba con cuidado, para verificar su significado exacto o desecharla como un olor prescindible, y este proceso era más veloz que la vibración de las alas del insecto más pequeño, más veloz de lo que tú puedes comprender. Al romper el alba salí de los jardines. La casa de Arrodes estaba vacía, abierta. Ni siquiera me molesté en fijarme si él se había llevado un arma. Encontré la nueva pista y la seguí, sin perder más tiempo, No creía que la búsqueda demorara mucho, pero los días se hicieron semanas, las semanas meses, y aún estaba siguiéndolo.

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