Stanislaw Lem - La máscara

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— Tal como lo digo — dijo él—, y significa que yo no me alzaré sobre ti ni me humillaré ante ti, pues por muy diferentes que seamos, tu ignorancia, que acabas de confesar y en la cual creo, nos vuelve iguales ante la Providencia. Siendo así, acompáñame y te mostraré algo.

Atravesamos el jardín del monasterio y llegamos a un viejo pesebre. El monje abrió la puerta crujiente y en la penumbra distinguí una forma oscura tendida en un bulto de paja, y un olor me penetró los pulmones por las fosas nasales, un olor que yo había perseguido infatigablemente, y que aquí era tan fuerte que sentí que mi aguijón se movía solo aflorando de la cavidad ventral, pero enseguida mi visión se acostumbró a la oscuridad y comprendí mi error. En la paja sólo había un montón de ropa. El monje notó mi agitación por mis temblores, y dijo: —Sí, Arrodes estuvo aquí. Se ocultó en nuestro monasterio hace un mes cuando había logrado desviarte de la pista. Lamentaba no poder trabajar como antes, y así lo notificó secretamente a sus partidarios, que a veces lo visitaban de noche, pero dos traidores se infiltraron entre ellos y se lo llevaron hace cinco días.

—¿Quieres decir agentes del rey? — pregunté, aún temblando y apretando los brazos contra el pecho en una plegaria.

— No, digo traidores, pues lo secuestraron mediante una artimaña y valiéndose de la fuerza. Sólo el niño sordomudo a quien hemos adoptado los vio irse al alba, Arrodes maniatado y con un puñal apoyado en la garganta.

—¿Lo secuestraron? — pregunté sin entender—. ¿Quiénes? ¿Para llevarlo adonde? ¿Por qué motivo?

— Creo que para utilizar su mente. No podemos pedir ayuda a la ley, pues la ley es el rey. Por lo tanto lo obligarán a servirles, y si él se niega lo matarán impunemente.

— Padre — dije—, bendita sea la hora en que tuve la osadía de acercarme para hablar contigo. Ahora seguiré a los secuestradores y liberaré a Arrodes. Sé cazar, sé seguir una pista, no hay nada que haga mejor. Sólo muéstrame la dirección correcta, que tú conoces por las indicaciones del mudo.

Él respondió: —Y sin embargo ignoras si podrás contenerte. Lo has admitido.

A lo cual repliqué: —Así es, pero creo que encontraré un modo. Aún no tengo una idea precisa, quizá busque a un artesano capaz que pueda encontrar el circuito correspondiente y lo cambie, para que mi deseo se transforme en mi destino.

El monje dijo: —Antes de partir puedes, si quieres, consultar a uno de nuestros hermanos, pues antes de unirse a nosotros era, en el mundo, precisamente un experto en esas artes. Ahora nos sirve como médico.

Estábamos nuevamente en el jardín soleado, y aunque él no lo insinuaba, comprendí que todavía no confiaba en mí. El olor se había disipado en cinco días, de modo que él tanto podía darme la dirección correcta como cualquier otra. Acepté.

El médico me examinó cautelosamente, alumbrando el interior de mi cuerpo con una linterna sorda a través de las ranuras de mis bordes interabdominales. Trabajó con todo cuidado y concentración, luego se puso de pie y se sacudió el polvo del hábito.

— A menudo ocurre que una máquina enviada con estas instrucciones — dijo— es desviada por los parientes o amigos del condenado, o por otras personas que por razones desconocidas para las autoridades tratan de frustrar sus planes. Para impedirlo, los prudentes armeros del rey encierran herméticamente dichas instrucciones y las conectan con el corazón de tal modo que cualquier manipulación puede resultar fatal. En cuanto han puesto el último sello, ni siquiera ellos pueden quitar el aguijón. Así ocurre contigo. También ocurre a menudo que la víctima se disfraza con ropas diferentes, altera su aspecto, su conducta y su olor, pero no puede alterar su mente y por lo tanto la máquina no se contenta con usar el olfato interior y el superior para cazar, sino que añade preguntas a la búsqueda, preguntas diseñadas por los más destacados expertos en las características individuales de la psique humana. Así ocurre contigo, también. Además, veo en tu interior un mecanismo que no poseía ninguno de tus predecesores, una memoria múltiple de cosas superfluas para una máquina cazadora, pues éstas son historias femeninas grabadas, llenas de nombres y giros que confunden la mente, y un conductor va desde ellas hasta el centro fatal. Por lo tanto eres una máquina dotada de una perfección que desconozco, y quizá hasta una máquina definitiva. Extraerte el aguijón sin producir al mismo tiempo el resultado habitual es imposible.

— Necesitaré el aguijón — dije, tendiéndome de espaldas—, pues debo acudir en ayuda del secuestrado.

— En cuanto a tu posibilidad de triunfar, realizando todos los esfuerzos, refrenando todos los resortes que están sobre el centro del cual hablamos, no puedo garantizarte nada — continuó el médico, como si no hubiera oído mis palabras—. Sólo puedo hacer una cosa, sí lo deseas. Puedo rociar los polos del lugar en cuestión con limaduras de hierro, utilizando un tubo. Esto ensancharía un poco los límites de tu libertad. Pero aun si lo hago, no sabrás hasta el último momento si, al acudir en ayuda de alguien, no eres aún una herramienta dócil destinada a destruirlo.

Viendo que ambos se miraban, accedí a someterme a esa operación, que no tardó demasiado, no me causó dolor, pero tampoco produjo un cambio perceptible en mi estado mental. Para ganarme aún más la confianza de ellos, pregunté si me permitirían pernoctar en el monasterio, pues entre charlas, deliberaciones y auscultaciones se había pasado el día entero. Accedieron, pero yo dediqué ese tiempo a un examen completo del pesebre, para familiarizarme con el olor de los secuestradores. Era capaz de ello, pues a veces ocurre que un agente del rey encuentra su camino bloqueado no por la víctima sino por algún otro malhechor. Antes del alba me tendí en la paja donde durante muchas noches había dormido el presunto secuestrado, y me quedé inmóvil respirando ese olor, esperando a los monjes. Pues razoné que si me habían engañado con una patraña, temerían mi venganza al volver de la pista falsa, y por lo tanto esta hora oscura antes del amanecer sería la más adecuada a sus propósitos si planeaban destruirme. Fingiendo estar profundamente dormido, permanecí alerta a cada ruido del jardín, pues podían atrancar la puerta desde afuera e incendiar el pesebre para que el fruto de mi vientre me partiera en llamas. Ni siquiera tendrían que superar su típico rechazo del asesinato, en la medida en que me consideraban no tanto una persona como una mera máquina de matar; podrían enterrar mis restos en el jardín y nada les sucedería. En realidad no sabía qué haría si los oía acercarse, y nunca lo supe, pues nadie vino. Así que permanecí a solas con mis pensamientos, evocando una y otra vez las asombrosas palabras del monje más viejo cuando me miró a los ojos: Eres mi hermana. Aún no las entendía, pero cuando me inclinaba sobre ellas algo tibio se derramaba en mi ser y me transformaba. Era como si hubiera perdido un pesado feto, del cual había estado embarazada. En la mañana, sin embargo, atravesé el portón entreabierto y, alejándome del monasterio según las instrucciones del monje, enfilé a toda velocidad hacia las montañas visibles en el horizonte, pues hacia allá me había indicado que fuera.

Apuré el paso y a mediodía ya estaba a más de cien millas del monasterio. Corrí como una bala entre los abedules blancos, y cuando atravesé la hierba alta de los prados de las colinas la derribé a los costados como si fuera una guadaña.

Encontré el rastro de ambos secuestradores en un valle profundo, en un puentecito sobre las aguas de un torrente, pero no había rastros del olor de Arrodes; sin ahorrar esfuerzos, se habían turnado para llevarlo a cuestas, lo cual evidenciaba tanto su astucia como su conocimiento, pues advertían que nadie tiene derecho a reemplazar una máquina del rey en su misión, y que atraerían la furia del monarca por su acto. Sin duda querrás saber cuáles eran mis verdaderas intenciones en ese tramo final, así que te diré que engañé a los monjes, y al mismo tiempo no los engañé, pues realmente deseaba recobrar o mejor dicho ganar mi libertad, pues nunca la había poseído. Sin embargo, en cuanto a lo que me proponía hacer con esa libertad, no tengo ninguna confesión que hacer. Esta incertidumbre no era nueva. Cuando me hundía el acero en el cuerpo desnudo tampoco sabía si deseaba matarme o sólo descubrirme, aun si una cosa h0ubiera significado la otra. Ese paso también había sido previsto, según lo revelaron los siguientes sucesos, de modo que la esperanza de libertad era quizá una mera ilusión, ni siquiera mi propia ilusión, sino una ilusión introducida en mí para que yo me apresurara, azuzada precisamente por la aplicación de esa pérfida espuela. Pero ignoro si la libertad habría consistido en renunciar lisa y llanamente a Arrodes. Aun siendo totalmente libre, quizá lo habría matado, pues no era tan loca para creer en el imposible milagro del amor recíproco ahora que había dejado de ser mujer, y si acaso yo aún era una mujer en cierto modo, ¿cómo lo creería Arrodes, que había visto el vientre abierto de su amada desnuda? De modo que la sabiduría de mis creadores trascendía los límites más amplios de la artesanía mecánica, pues sin duda en sus cálculos ellos habían previsto también este estado en que yo acudía a ayudar a quien había perdido para siempre. Y si hubiera podido desistir y marcharme hacia donde me llevaran mis pasos, tampoco le habría hecho un gran servicio, yo que estaba llena de muerte, sin tener a quién infligirla. Creo pues que yo era noblemente vil y la libertad me obligaba a hacer no lo que se me ordenaba directamente, sino lo que en mi encarnación yo misma deseaba. Espinosas meditaciones, y ultrajantes en su futilidad, pero se resolverían al llegar. Al matar a los secuestradores y salvar a mi amado, obligándolo así a cambiar la repugnancia y miedo que le causaba yo por inevitable admiración, quizá pudiera, si no recobrarlo a él, al menos a mí misma.

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