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Stanislaw Lem: La máscara

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Stanislaw Lem

La máscara

Título original: «Maska»

1976 Stanislaw Lem

1984 Carlos Gardini, por la traducción (de la versión inglesa de M. Kandel)

1991 Ediciones Gigamesh

Al principio había oscuridad y llama fría y trueno reverberante y, en largas cuerdas de chispas, ganchos negros, ganchos segmentados, que me desplazaban, y reptantes serpientes de metal que tocaban la cosa que era yo con cabezas achatadas como hocicos, y cada contacto provocaba un espasmo relampagueante, agudo, casi placentero.

Desde atrás de ventanas redondas me observaban ojos, ojos inconmensurablemente profundos, inmóviles, ojos que retrocedían, aunque quizá era yo quien se adelantaba, entrando en el siguiente círculo de observación, que inspiraba sopor, respeto y miedo. Este viaje boca arriba duró por tiempo indeterminado, y en su transcurso la cosa que era yo creció y llegó a conocerse, descubriendo sus propios límites, y no sé bien en qué momento pude captar plenamente su propia forma, tomar conocimiento de cada lugar que abandona.

Allí empezó el mundo, estruendoso, llameante, oscuro, y luego el movimiento cesó y el delicado aleteo de miembros articulados, que me entregaban el mí a mí, se elevó ligeramente, dio ese mí a manos con forma de pinzas, manos que lo ofrecieron a bocas chatas en una guirnalda de chispas y desaparecieron, y la cosa que era yo quedó inerte, aunque ahora capaz de moverse por su cuenta pero aún consciente de que mi momento todavía no había llegado, y en esta letárgica inclinación — pues yo, la cosa, estaba ahora en un plano inclinado— el último flujo de corriente, los últimos ritos jadeantes, un beso trémulo tensó al mí y ésa fue la señal para levantarse de un brinco y entrar en la abertura redonda sin luz, y como ahora no necesitaba ningún impulso toqué las placas frías, tersas y cóncavas para descansar sobre ellas con un alivio pétreo. Pero quizá todo eso fue un sueño.

No sé nada del despertar. Recuerdo susurros incomprensibles y una opacidad fría y yo adentro, el mundo abierto en un paisaje de destellos fragmentado en colores, y también recuerdo cuánto asombro había en mis movimientos cuando la cosa cruzó el umbral. Una luz fuerte palpitaba arriba sobre la colorida confusión de troncos verticales, y vi esferas que volvían hacia la cosa botones diminutos de brillo acuoso. El murmullo general murió y en el silencio que siguió la cosa que era yo dio un paso más.

Y luego, con un sonido que sentí pero no oí, una cuerda suave se partió dentro de mí y yo, ahora ella, sentí tan violentamente el torrente del género que la cabeza de ella giró y yo cerré los ojos. Mientras estaba así, con los ojos cerrados, me llegaron palabras desde todas partes, pues junto con el género ella había recibido el lenguaje. Abrí los ojos y sonreí, y avancé, y los vestidos de ella se movieron conmigo. Caminé con dignidad, rodeada por el miriñaque, sin saber adonde iba, pero sin detenerme, pues éste era el baile de la corte, y el recuerdo del error de ella un instante antes, cuando yo había tomado las cabezas por esferas y los ojos por botones húmedos, me divertían como el traspié de una niña, y por lo tanto sonreí, pero la sonrisa sólo iba dirigida a mí misma. Mis oídos llegaban lejos, se agudizaron, así que distinguí el murmullo del respeto cortesano, los disimulados suspiros de los caballeros, la envidiosa respiración de las damas, y ¿quién es esa joven, conde? Y atravesé una sala enorme, bajo arañas de cristal. De las arañas del cielorraso colgaban pétalos de rosas, y me vi reflejada en el rencor que brotaba de las caras pintarrajeadas de las viudas, y en los ojos lascivos de señores morenos.

Detrás de las ventanas, desde el cielorraso abovedado hasta el piso, bostezaba la noche. Ardían teas en el parque, y en un cuarto entre dos ventanas, al pie de una estatua de mármol, había un hombre más bajo que los demás, rodeado por un círculo de cortesanos vestidos con rayas negras y amarillas, que parecían encerrarlo pero nunca pisaban el círculo vacío, y el más bajo ni siquiera miró hacia mí cuando me acerqué. Al pasar ante él me detuve, y aunque él no miraba hacia mí me recogí la falda con las yemas de los dedos, bajando los ojos como si deseara hacerle una profunda reverencia, pero sólo miré mis propias manos, largas y blancas, y no supe por qué esa blancura, cuando brillaba contra el cielo azul de la falda, tenía algo aterrador. Pero él, ese noble de baja estatura, rodeado de cortesanos, con un pálido caballero de armadura detrás, un caballero de cabeza rubia y descubierta y empuñando una daga como si fuera un juguete, no se dignó mirarme. Dijo algo en voz baja, ahogada por el tedio, pero para sí mismo. Y yo, sin hacer la reverencia, observándolo con ferocidad un breve instante para recordar la cara de boca ligeramente torcida, pues alzaba una comisura en una mueca cansada junto a una pequeña cicatriz blanca, y fijando los ojos en esa boca, di media vuelta y seguí de largo haciendo susurrar la falda. Sólo entonces él me miró y sentí perfectamente esa mirada fría y fugaz, una mirada penetrante, como si él tuviera un rifle invisible en la mejilla y me apuntara al cuello, justo entre los bucles de rizos rubios, dorados, y ése fuera el segundo comienzo. Yo no quería volverme, pero me volví y me incliné en una reverencia profunda, muy profunda, alzando la falda con ambas manos, como para hundirme a través de su rigidez hasta el lustre del piso, pues él era el rey. Luego me alejé despacio, preguntándome cómo sabía esto tan bien y con tanta certidumbre, y además muy tentada de hacer algo indecoroso, pues si yo no podía saber y sin embargo sabía de un modo inexorable y categórico, todo esto era un sueño. ¿Qué podía ofender en un sueño? ¿Pellizcarle a alguien la nariz? Me asusté un poco porque no podía hacerlo, como si dentro de mí hubiera una barrera invisible. Así vacilaba, caminando inadvertidamente, entre las convicciones de la realidad y el sueño, y entretanto el conocimiento entraba en mí, como olas rompiendo en la playa, y cada ola dejaba más información, rangos y títulos como orlados con encaje; cuando llegué a la mitad del salón, bajo un candelabro ardiente que centelleaba como un barco en llamas, ya conocía el nombre de todas las damas, cuyas arrugas estaban disimuladas con cuidadoso arte. Sabía mucho ahora, como quien despierta de una pesadilla pero aún la sigue recordando, y lo que permanecía inaccesible para mí se presentaba en mi mente como dos sombras, mi pasado y mi presente, pues aún lo ignoraba todo acerca de mí misma. Mientras experimentaba totalmente mi desnudez, los senos, el vientre, los muslos, el cuello, los hombros, los pies invisibles, ocultos por la costosa indumentaria, toqué el topacio engarzado en oro que palpitaba como una luciérnaga lustrosa entre mis senos. Sentí también la expresión de mi cara, que no delataba nada, una expresión que debía de asombrar, pues quien reparaba en mí creía ver una sonrisa, pero si me observaba atentamente la boca, los ojos, la frente, vería que no había allí la menor huella de diversión, ni siquiera la diversión cortés, de modo que me escudriñaba nuevamente los ojos pero los encontraba serenos. Se fijaba en las mejillas, buscaba la sonrisa en el mentón, pero yo no tenía hoyuelos de frivolidad, mis mejillas eran tersas y blancas, y el mentón severo, tranquilo, sobrio, no menos perfecto que el cuello, que no revelaba nada. Luego el observador se preocupaba, preguntándose por qué había imaginado que yo sonreía, y en el desconcierto causado por sus dudas y mi belleza se perdía en la multitud, o me hacía una profunda reverencia para ocultarse de mí detrás de ese gesto.

Pero había dos cosas que yo aún ignoraba, aunque advertía, si bien oscuramente, que eran las más importantes.

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