Stanislaw Lem - La máscara
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- Название:La máscara
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- Издательство:Ediciones Gigamesh
- Жанр:
- Год:1991
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Pero ¿qué querría de mí? No pude pensar en ello, pues otra cosa me llamó la atención. Conocía a todo el mundo aquí, pero a mí no me conocía nadie. Excepto él, quizá, sólo él: el rey. En las yemas de los dedos yo ahora tenía también conocimiento de mí misma, mis sentimientos se volvían extraños mientras aminoraba el paso después de cruzar las tres cuartas partes del salón, y en medio de la muchedumbre multicolor, las caras inexpresivas, las patillas escarchadas, y también caras hinchadas y transpiradas bajo el maquillaje pegajoso, en medio de cintas y medallas y galones con herretes se abrió un corredor para que yo pudiera atravesar como una reina esa senda abierta en la multitud, escoltada por ojos vigilantes. Pero ¿hacia dónde me dirigía?
Hacia quién.
Y ¿quién era yo? Un pensamiento siguió al otro con fluidez. Capté en un instante la disonancia entre mi situación y la de esa turba distinguida, pues cada uno de ellos tenía una historia, una familia, condecoraciones, la misma nobleza conquistada a través de intrigas y traiciones, y cada cual exhibía su inflada vejiga de orgullo sórdido, arrastraba su pasado personal como la estela de polvo que una carreta levanta en el desierto, mientras que yo venía de muy lejos. Era como si no tuviera un pasado, sino una multitud de pasados, pues mi destino sólo podía ser comprensible para los presentes mediante una fragmentaria traducción a sus costumbres locales, a su lengua familiar pero extranjera, mientras que yo sólo podía aproximarme a la comprensión de ellos, y con cada designación elegida sería para ellos una persona diferente. ¿Y también para mí? No, pero en cierta forma sí, pues no tenía ningún conocimiento excepto el que me había inundado al entrar en el salón, como el agua que brota para inundar una zona árida, derribando diques hasta el momento sólidos. Más allá de ese conocimiento, razoné lógicamente: ¿Era posible ser muchas cosas al mismo tiempo? ¿Derivar de una pluralidad de pasados abandonados? Mi lógica, extraída de las malezas de la memoria, me decía que no era posible, que yo debía tener un solo pasado. Pero si yo era la hija del conde Tlenix, la dama Zoroennay, la joven Virginia, una huérfana del reino de ultramar de los Langodot junto al clan Valandian, si no podía separar lo ficticio de lo verdadero, ¿no estaba soñando después de todo? Pero ahora la orquesta empezó a tocar en alguna parte y el baile me arrastró como un alud de piedras. ¿Cómo podía persuadirme de creer en una realidad más real, en un despertar de ese despertar?
Caminaba en medio de una desagradable confusión, vigilando cada uno de mis pasos, pues había vuelto ese mareo, ese vértigo. Pero no abandoné en ningún momento mi andar principesco, aunque el esfuerzo era tremendo, si bien invisible, y recibía fuerzas precisamente por ser invisible, hasta que sentí que llegaba una ayuda desde lejos. Eran los ojos de un hombre. Estaba sentado en el alféizar bajo una ventana entreabierta. La cortina del brocado le acariciaba caprichosamente el hombro como una bufanda con sus leones de melena roja, leones con coronas, espantosamente viejos, que empuñaban esferas y cetros en las garras, las esferas como manzanas envenenadas, las manzanas del Jardín del Edén. Ese hombre, adornado con leones, vestido de negro, suntuosamente, y sin embargo con una indolencia natural que no tenía nada en común con el desaliño artificial de un noble, ese desconocido que no era un petimetre ni un afeminado, un cortesano ni un sicofante, pero tampoco viejo, me miraba desde su reclusión en el tumulto general, tan solitario como yo. Y alrededor estaban los que encendían cigarrillos con billetes enrollados ante los ojos de sus compañeros de tarot, y arrojaban ducados de oro en el tapete verde, como si arrojaran nueces moscadas a los cisnes de un estanque, los que no podían incurrir en la estupidez ni el deshonor, pues su condición ilustre ennoblecía todo lo que hacían. Ese hombre estaba fuera de lugar en ese salón, y esa deferencia aparentemente involuntaria que prestaba al rígido brocado con leones reales, permitiéndole que le cubriera el hombro y le bañara la cara con el reflejo de su púrpura imperial, esa deferencia tenía la apariencia de una burla sutilísima. Aunque ya no era joven, conservaba la juventud en los ojos oscuros, entornados, y escuchaba (o tal vez no) a su interlocutor, un hombrecillo calvo y rechoncho con el aire de un perro dócil y sobrealimentado. Cuando el hombre se puso de pie, la cortina se le deslizó del brazo como un oropel falso, y nuestros ojos se cruzaron inexorablemente, aunque yo aparté los míos de su rostro. Lo juro. Ese rostro aún estaba grabado en mi visión, como si de pronto hubiera enceguecido, y mis oídos sólo captaron por un instante no la orquesta sino mis propias palpitaciones. Pero podría equivocarme.
Puedo asegurar que la cara era común. Los rasgos tenían esa tenaz asimetría de la fealdad elegante tan propia de la inteligencia, pero él debía de haberse hartado de su propia brillantez. Quizá era demasiado penetrante y un poco autodestructiva. Sin duda se atormentaba en las noches. Era evidente que para él era una carga, y que había momentos en los que habría querido librarse de esa inteligencia como si fuera un defecto, no un privilegio ni un don, pues pensar continuamente debía de atormentarlo, sobre todo cuando estaba solo, y eso le ocurría a menudo en todas partes, aun aquí. Y su cuerpo, bajo la fina indumentaria, cortada a la moda pero no ceñida, como si él hubiera aconsejado y prevenido al sastre, me obligó a pensar en su desnudez.
Esa desnudez debía de ser patética, no magníficamente viril, atlética, musculosa, envuelta en un viboreo de bultos, nudos, gruesos tendones para despertar el deseo de viejas aún no resignadas, aún espoleadas por la esperanza de la lujuria. Pero sólo su cabeza tenía esa belleza masculina, con la curva del genio en la boca, con la feroz impaciencia de las cejas, y entre las cejas una grieta que las dividía como un tajo, y la sensación del ridículo en esa nariz enérgica y lustrosa. Oh, no era buen mozo, ni siquiera seductor en su fealdad, sólo era distinto, y si el aturdimiento no me hubiera embargado cuando chocaron nuestras miradas, sin duda yo me habría alejado.
Claro que si lo hubiera hecho, si hubiera podido escapar de esa zona de atracción, el misericordioso rey, con un movimiento de la sortija, con las comisuras de los ojos desvaídos, las pupilas como agujas, pronto me habría asediado, y yo habría vuelto. Pero en ese momento y lugar yo no podía saberlo. No advertía que lo que aparentaba ser un casual cruce de miradas, es decir el breve encuentro de los agujeros negros del iris de dos seres (pues después de todo son agujeros, pequeños agujeros en órganos redondos que se deslizan ágilmente en aberturas del cráneo), no advertía que esto, precisamente esto, estaba predestinado. ¿Cómo podía haberlo sabido?
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