Madden quedó perplejo.
– ¿Dónde esperas verlos? -preguntó. Vio que Dizzy Newlands hacía señas a la chica con la mano, pero ella ya se había encaminado hacia la pista. Notó que Hector miraba a Carmen, luego a Dizzy, y se llevaba la pinta de cerveza a los labios. Su semblante se mostraba opaco y confuso.
Gaskell se tocó el ala de un sombrero inexistente y se internó entre el gentío arrastrando los pies a ritmo de bossa nova.
– ¡En la mesa de disección, tarado! Pronto los abriremos en canal, si no se andan con cuidado… -Pasó bajo los brazos unidos de una pareja borracha que, ajena a la etiqueta del vals, intentaba bailar el twist con un entusiasmo poco acorde con su ejecución. Aquello era más un intento de asesinato que un concurso de baile por eliminación. Madden se puso de puntillas para intentar ver a Gaskell, pero éste ya se había buscado una pareja y brincaba por la pista con ahínco al ritmo de Step we gaily on we go. Aquella chica alta y esbelta, con el pelo rubio y un vestido blanco y plisado, extrañamente recatado. Una gran extensión de encías. Madden quedó inmóvil un momento, con la mirada fija en el brazo que Gaskell apoyaba sobre la espalda de Carmen. Sus manos estaban unidas. Notó que congeniaban, vio cómo se sostenían la mirada. Tuvo que apartar la vista. Supo que Carmen quedaría prendada de Gaskell, que hacían una pareja perfecta. Supo que se embarcarían en una relación larga que oscilaría precariamente entre la euforia de él y el abatimiento de ella, entre mutuas súplicas desesperadas, entre anuencias llenas de remordimientos y crueles rechazos. Sabía todo esto porque imaginaba qué clase de chica debía de ser Carmen y, ahora, también, porque conocía a Gaskell. Eran perfectos el uno para el otro. Incluso ensangrentado y medio borracho, Gaskell era perfecto para ella. Lo mismo que Carmen lo era para él: su entusiasmo dulce, la franqueza algo patosa de su energía, esas cosas serían irresistibles para alguien como Gaskell. Madden era capaz, al menos, de ver todo aquello.
Se volvió y estuvo un rato más junto a la barra, que era, en realidad, un tablón de formica atendido por una de las señoras que organizaban la cena del club, una mujer madura, no muy mayor, que trataba a la clientela con una hostilidad convincente y muy escocesa. Dejó su vaso e intentó atraer la mirada de la camarera con un gesto de la cabeza, pero ella miró tercamente más allá de él y preguntó: «¿Qué le pongo?» a una persona que se hallaba a su espalda. Madden se volvió y miró con enfado al ofensor, un hombre. Casi se sentía capaz de golpearlo por su grosería. Pero no: el tipo era por lo menos un palmo más alto que él, aunque Madden se consideraba de estatura superior a la media de los varones de Glasgow de su época. Bajó los ojos rápidamente y volteó en el vaso los posos de su bebida.
– Lo conozco, ¿verdad? -dijo el hombre.
Madden levantó la vista para mirar a los ojos al más alto de los dos, pero descubrió que no podía.
– Sí. Es usted Gaskell, ¿no? ¿De Anatomía?
Madden logró por fin alzar la cabeza. El peso de su cráneo parecía haberse aliado con la fuerza de la gravedad en su deseo de mantenerlo con la vista fija en el suelo. El doctor Kincaid miraba más allá de él, hacia la señora del club, con la mano levantada para darle el dinero. Hablaba con la pipa encajada en la mandíbula y de vez en cuando echaba un vistazo a Madden.
– No, soy Madden -dijo él, y en parte se arrepintió de no haber contestado que sí. Habría sido agradable ser otra persona, tener la vida de otro, aunque fuera solo un momento. Un segundo.
– Claro, claro -dijo Kincaid-. Pero lo conozco de Anatomía, ¿verdad? -Dio las gracias a la camarera con una inclinación de cabeza y sonrió. A Madden no le sorprendió ver que ella le devolvía la sonrisa, jugueteaba un instante con su cofia de camarera y daba luego dos vasos al doctor, que apuró uno inmediatamente y volvió a alzar el vaso hacia la mujer para que se lo llenara de nuevo con una botella de Laphroaig.
Madden dijo que sí, que lo conocía de Anatomía. Estaba en el Seminario de Anatomía del doctor. Las palabras caían de su boca y un mareo beodo las trababa, de modo que le sonaban como leídas en una página, en lugar de pronunciadas por una persona viva.
– Sí, ya me acuerdo -dijo el doctor mientras paladeaba su whisky-. Podría usted esforzarse más, señor Madden -añadió-. Un poquitín más de empeño, sí. Dígame, ¿por qué decidió estudiar Medicina? -Kincaid ladeó la cabeza hacia él y lo miró por el rabillo del ojo, como si no fuera digno de toda su atención.
Madden se sintió de pronto completamente borracho.
– Yo… quiero ser doctor -dijo.
Kincaid acercó su cara a él. En su aliento se mezclaban el olor acre del yodo y el tabaco, el vago aroma del formol, la fragancia de los pasillos universitarios. Madden retrocedió ligeramente, pero no tanto como para que Kincaid se ofendiera.
– ¡Ah! Doctor, dice. Un médico. Un curandero. Un sanador. Un chamán. Un farsante, quizá. -Kincaid guiñó un ojo-. Y bien, ¿cuál de esas cosas, muchacho? ¡Dígalo de una vez!
El doctor se tambaleaba levemente. Su cara se acercó a la de Madden y una mano se posó sobre su hombro. Madden sentía su propia cara, la pesada flacidez que el alcohol le había prestado, y la mano de Kincaid agarrándolo por la clavícula.
– Un médico -logró decir-. Quiero ser un… un buen médico.
Kincaid le sonrió con los labios ensalivados, deslizó la mano hasta su nuca y lo atrajo hacia sí de modo que sus frentes se tocaron.
– Un buen médico. Un propósito muy noble por su parte, señor Gaskell, una hermosa aspiración. Muy hermosa. Muy noble -dijo. Su actitud había cambiado visiblemente. Esta vez, Madden no lo sacó de su error. Estaba demasiado borracho-. Y sería usted un buen matasanos. Un buen chamán. Pero para eso hace falta esfuerzo, señor Gaskell. Hace falta trabajar muy duro y quedarse hasta muy tarde. Exige muchos sacrificios. Sangre, señor, requiere sangre. ¡Sudor rojo! Y hay que asumir el susodicho esfuerzo y los sacrificios mencionados por las razones correctas. Por las razones correctas, señor Gaskell. Si no…
Madden aguardó a que el resto de la frase hiciera acto de aparición. Entretanto, se llevó el vaso vacío a la boca y lo dejó caer de nuevo junto a su costado.
Kincaid palmeó otra vez su mejilla y se irguió. Se sonrió como si le hiciera gracia una broma privada y se tocó la nariz con un dedo.
– ¿Las razones correctas? -dijo Madden.
– Discúlpeme -dijo Kincaid-. Me estoy poniendo grosero. No hablemos de trabajo. ¡Una copa! Ésta es una noche para celebrar esa cosa tan breve.
Madden vio que el doctor se volvía de nuevo hacia la barra y que, aprovechándose de su estatura, hacía señas a la camarera con un billete de una libra. Se le ocurrió que quizá eso tan breve a lo que se había referido Kincaid fueran las horas durante las que estaba permitido servir alcohol. Echó una ojeada a su reloj: eran las nueve pasadas. Las tabernas de Byres Road estarían ya cerradas y su padre habría emprendido el camino a casa trabajosamente.
Kincaid sostenía aún en la mano la otra copa, de la que no había probado ni una gota. Cogió dos whiskys con la otra mano y desdeñó las vueltas con un gesto. La camarera parecía encantada, aunque intentaba ponerle el cambio en la mano. Madden se tambaleaba, clavado en el sitio. Sus nervios vibraban con un tintineo agradable. Era como si pudiera observarse desapasionadamente desde detrás de una ventana opaca, inmune a todo y despreocupado. Porque, de momento, era Gaskell, no Hugh Madden. Y eso era un respiro. Era un alivio.
– Tenga -dijo Kincaid, dándole el vaso-. Por nosotros.
El doctor bebió un sorbito del suyo y Madden hizo lo mismo y paladeó el rico whisky de malta. Estaba acostumbrado al de garrafón.
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