Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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La orquesta hacía una pausa entre pieza y pieza, y Madden pudo recobrar el aliento. La chica le estaba dando las gracias. Él se disculpó por ser tan patoso. Ella asintió con la cabeza, pero no le soltó la mano, y él se dio cuenta de que tenía encima del ojo izquierdo un lunar de buen tamaño, de color marrón oscuro. Se concentró en aquel defecto y dejó que el latido constante del lunar enmudeciera su mareo. No sirvió de nada. Estaba a punto de excusarse cuando la música empezó otra vez y se vio arrastrado y volteado por la chica, irremediablemente desacompasado, sin hacer intento de oponerse a que fuera ella quien marcara el paso. Las parejas se apartaban, molestas, y a él no le importaba. No había modo de luchar contra ella. La música cesó por fin y él comenzó a aplaudir, como los demás. Algunos levantaban las manos por encima de la cabeza.

La chica le dio las gracias y esta vez le tocó inclinar la cabeza a él, cosa que hizo entre jadeos.

– ¿Nos sentamos? -preguntó, sin importarle que ella lo acompañara o no. Ella, sin embargo, lo siguió hasta los bancos, dócil ahora que la música había acabado-. Es una lástima que no podamos intentarlo otra vez -dijo Madden con la voz más sobria de que fue capaz-. Parece que lo han dejado por hoy.

– No, qué va -dijo ella, y sacudía la cabeza alegremente-. Solo han hecho un descanso. Volverán dentro de media hora. Podemos bailar luego.

Madden sintió que la sonrisa bobalicona, forzada, redundante, caía de su cara.

– Ya -dijo-. Qué bien. Lo estoy deseando.

Una expresión de dolor cruzó como un destello los ojos de la chica. Su lunar parecía latir para Madden.

– No tienes que bailar si no quieres. Si prefieres que te deje en paz, no tienes más que decirlo.

– No, no es eso, de verdad -dijo él. Pero era eso. Quería que se fuera y que lo dejara volver a su asiento, del que a ser posible no se movería en lo que quedaba de noche. En su cabeza se agolpaban feos pensamientos; el único modo de encararlos era ingerir más alcohol.

– ¿Cómo te llamas, por cierto? -le preguntó, pero no oyó su nombre porque entonces apareció Gaskell del brazo de su (¿qué era, pensándolo bien?) chica.

– ¿Lo estáis pasando bien? -le preguntó a la pareja de Madden. La riña con Dizzy había quedado convenientemente olvidada-. Eso me parecía. Esta -dijo, apartándola de Madden- es Carmen. Os vais a llevar de maravilla.

Carmen saludó con una inclinación de cabeza y, al sonreír, levantó la mano automáticamente para taparse las encías. Madden no pudo oír de nuevo el nombre de la chica. ¿Carol, Caroline? Algo así.

– Acabo de rescatar a la pobre Carmen de una relación desgraciada, ¿verdad, cariño? Carmen sonrió otra vez, pensativa, y miró un momento a Madden como si lo reconociera vagamente.

– ¿Quieres que te haga a ti también ese favor? -añadió Gaskell, que se mantenía premeditadamente de espaldas a él-. Claro que sí. No podemos permitir que cargues con el tarado, ¿no es cierto? -Se volvió y sonrió a Madden como si él tuviera que estar de acuerdo en que sí, en que la pobrecilla necesitaba que la salvaran de él, no cabía duda.

– Eso no es justo -comenzó a protestar Madden, pero Gaskell chasqueó la lengua, agarró de la cintura a Carmen y a Carol o Caroline o como se llamara y se las llevó a un corrillo de gente. Madden se fue detrás, avergonzado y compungido. Se quedó dando vueltas como un tonto alrededor del grupito como si esperara que Gaskell le arrojara una migaja de conversación, pero Gaskell susurraba cosas al oído de las chicas, primero al de Carmen y luego al de su pareja de baile. Mientras hablaba, fijó la mirada en Madden, como diciendo: «Esto es lo que pasa. Ve haciéndote a la idea».

– Ven aquí, Hugh, ¡únete a nosotros! -dijo alzando la voz, y Madden se acercó y se despreció a sí mismo por ello-. Bueno, chicas, ¿qué opináis de este pobre diablo? No es gran cosa, ¿eh, Carmen? No es muy atractivo, ¿verdad?

Madden decidió marcharse y se volvió hacia la puerta.

– ¡No, espera! -dijo alguien-. ¡Espera un momento!

Sintió que lo agarraban de la manga de la chaqueta y tiraban de él hacia atrás. Se negó a volverse y permaneció con los ojos cerrados, tambaleándose un poco.

– No le hagas caso -le decía Carmen. Su voz tenía un ligero tinte del condado de Ayr: arenilla en el helado de un dulce por lo demás delicioso. Lo mismo que sus encías-. No lo decía en serio. Solo intentaba provocarte. -Le hizo darse la vuelta, lo cogió por la mandíbula y le obligó a mirarla a los ojos-. A veces debería tener cuidado con quien se mete, ¿verdad? Un día se equivocará de persona. Puede que ya lo haya hecho.

Madden masculló algo para darle la razón, pero notó que ella no lo oía, que su mirada se había perdido en algún punto más allá de su hombro, fija en Gaskell, supuso. Aprovechó la ocasión para limpiarse los ojos con la manga de la chaqueta y se ajustó las gafas, azorado, cuando ella volvió a mirarlo. Sabía que debía encontrarla guapa, que sus facciones ligeramente asimétricas debían, en conjunto, trascenderse a sí mismas y deseó que así fuera, que, con un esfuerzo de voluntad, pudiera obligarlas a elevarse, a convertirse en algo más, distinto de simples rasgos y miembros del cuerpo. Pero no podía.

– ¿Estás bien? -preguntó ella-. ¿Vienes a hablar con nosotros? No hagas caso a Owen. Solo quiere ser el centro de atención, nada más. Ven.

Le dio la mano; la tenía fría. La de Madden estaba sudada y pegajosa por el alcohol que había vertido, y se avergonzó de ello. Le habría resultado insoportable que Carmen la tocara si no se hubiera convencido a sí mismo de que aquella mano no le pertenecía a él, sino a otra persona. Ella lo llevó con los otros dos. Gaskell estaba entreteniendo a la chica con la que él había bailado… si a eso podía llamárselo bailar. Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió, y Madden sintió que Carmen le apretaba un momento la mano con fuerza.

– Pero quizá no deberíamos provocarle. Puede que seamos nosotros los que tengamos que tener cuidado -dijo, y miró a Madden con los labios tensos. Volvió a apretarle la mano-. A algunas personas es mejor no acercarse demasiado -añadió-. Es como mirar el sol: te puedes quedar ciego.

Sí, se dijo Madden. Entendía cómo podía pasar aquello. Algún día, alguien se quemaría.

Gaskell los miraba acercarse, escuchaba y se reía de lo que decía la chica. Pero no estaba allí en realidad. No estaba allí en absoluto.

– Perdona, Hugh, no lo decía en serio. Palabra de honor. Solo te estaba tomando el pelo. ¿Necesitas que te saje otra vez? Es que estaba un poco cabreado, ¿sabes? He tenido un problemilla con el ex novio mientras tú bailabas. No debería haberla pagado contigo. Ha sido cruel.

– Sí -dijo Carmen en tono cortante-. Es cierto.

La otra chica miraba inexpresivamente a Madden y a Carmen, y Madden recordó que él tampoco había sido muy amable. Le sonrió dócilmente y ella pareció aceptar su disculpa y respondió a su sonrisa con otra.

– ¿Todos amigos otra vez? Bien -dijo Gaskell, y atrajo a Carmen hacia sí. Ella dejó que le pasara un brazo alrededor de la cintura, y él se inclinó y le susurró algo al oído que hizo que ella se sonrojara. Carmen le dio en broma un manotazo en el pecho. Pero luego su expresión cambió, se puso muy tiesa y se apartó de Gaskell. Él siguió su mirada y luego agachó la cabeza, la sacudió y masculló algo para sí mismo.

Dizzy Newlands se encaró con él y con Carmen. Tenía la cara crispada. Hector revoloteaba tras él, incapaz de hacer nada.

– Solo quería desearte lo mejor -dijo Dizzy-. Solo quería desearte suerte con todo.

Parecía haberse armado de valor para aquel momento, pero mientras hablaba su voz comenzó a quebrarse. Levantó el vaso hacia ellos y lo apuró de un trago. Hector se tapó los ojos con la mano y miró al suelo.

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