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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

La buena muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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– Dizzy, por favor -dijo Carmen. Gaskell lo miraba con recelo.

– No, si no pasa nada -contestó él-. En serio. Te deseo lo mejor, Carm. En todo lo que hagas. Siento haberte dado un susto.

Ella desdeñó aquella idea con un encogimiento de hombros. -No hay nada que perdonar -dijo. Gaskell se irguió.

– ¡Claro, no hay nada que perdonar! -exclamó con una sonrisa.

– Contigo no estaba hablando -le espetó Dizzy-. Y, si sabes lo que te conviene, cállate la puta boca.

Gaskell retrocedió hacia la pared.

– Ya basta, Dizzy -dijo Carmen-. Por favor, vete. Ya has dicho lo que tenías que decir.

Siguió un momento espantoso, una especie de vacilante quietud que descendió sobre ellos durante una fracción de segundo. Para Madden, fue el momento en el que todo, cualquier cataclismo, parecía posible. Desde entonces, había vivido unos cuantos como aquel.

– Dizzy… -dijo Hector, apelando a su amigo-. ¿Diz?

Apoyó suavemente la mano sobre la chaqueta del otro. Dizzy comenzó a alejarse; luego se volvió y dijo:

– Lo siento, Carm. De veras, lo siento. Déjame que os invite a una copa.

Carmen negó con la cabeza.

– Por favor -dijo él-. Me gustaría ser amigo tuyo. Quiero ser tu amigo. Déjame que os invite a una copa. Por favor.

– Está bien -respondió Carmen, más tranquila-. De acuerdo. Una copa.

Dizzy suspiró.

– Estupendo -dijo-. Voy a por una ronda para todos.

Madden exhaló en silencio, aliviado, y se ofreció a ayudar a Dizzy con las bebidas. Dizzy asintió distraídamente y, al alejarse, Madden notó con cierto placer que Gaskell los miraba fijamente.

Se había gastado todo el dinero. Todo. Había luces bailoteando por los bordes de sus globos oculares. Luciérnagas. ¿Había hablado con Dizzy? Sí, Dizzy. El bueno de Dizzy, el bueno de Diz. Habían pegado bien la hebra mientras sonaba el saxofón. ¿O era la trompeta? Una buena charla sobre no sé qué cosa. Sí. Sobre trabajos que había que entregar, o un intercambio de apuntes. ¿Eran apuntes? Eso creía, sí. Trabajos de clase. Podían ayudarse mutuamente, decía Dizzy.

– Tú me rascas la espalda a mí y yo te la rasco a ti.

– Qué risa -dijo Madden. Ayudarse mutuamente. Era ridículo. Pagándole una copa, lo ayudaría, dijo. Estaba sin blanca. Borracho como una cuba y sin blanca. «Whisky», dijo. Dizzy frunció el ceño. Quizá no debería, le dijo. Tenía pinta de estar hecho polvo. No, dijo Madden. Una copa. Un whisky. Entonces haría lo que quisiera. Cualquier cosa que le pidiera. Le besaría el culo desnudo por una copa. No sería necesario, dijo Dizzy. «Claro que sí», contestó Madden. Completa y absolutamente. Absoluta y completamente necesario.

Estaban en un montón en el suelo del salón de baile. Desde las paredes, los miraban con condescendencia unas caras, unas caras y las orlas. Los primeros de promoción. Lumbreras expuestas en marcos sobredorados. Figuras culpables, estudiantes culpables. Se reía, se arrastraba sobre rodillas y manos hasta el borde de la pista. Intentaba levantarse, había manos que lo ayudaban. Sonaba la música. Veía a Carmen Alexander.

¿Qué pasaba con sus dientes? ¿Qué hacían sus encías? Alguien lo sentó en una silla, pero ya estaba ocupada. Lo empujaron y cayó otra vez al suelo. Se reía. Las luces eran brillantes y él se apoyaba en un codo. Intentaba levantarse del suelo. Vio a Gaskell subir un brazo. Luego hubo gritos. Una pelea, alguien que lanzaba un puñetazo, gente que pataleaba. Gaskell. Gaskell, por supuesto. Siempre Gaskell. Se oyeron voces y alguien lo pisoteó. Los primeros de promoción, las lumbreras. Todos lo pisoteaban. Se hizo un ovillo.

Estaba bebiendo agua, mucha agua. Mogollón de agua, le decía a la chica que había a su lado. ¿Qué?, decía ella. ¿Qué había dicho? ¿Había leído ella el Beano?, preguntó él. ¿Y el Dandy [5] ? Él era Dan el Desesperado, decía, podía comerse una fuente de pastel de vaca. Podía comerle a ella su pastel de vaca, dijo. En un cenicero. Luego ella se levantó y se alejó y él se quedó solo. Las luces del borde de sus globos oculares iban apagándose y Gaskell lo había cogido del brazo. Le sangraba otra vez la nariz.

– Te sangra otra vez la nariz -le dijo.

¿Se había peleado con los chicos de la calle Bash? Sí, le dijo Gaskell, con los chicos de la calle Bash… Con Dizzy, Tímido y Dormilón, por culpa de Blancanieves, dijo. Carmen, dijo Gaskell. Sacudía un dedo delante de él. Por culpa de Carmen, le estaba diciendo. ¿La había despertado con un beso mágico?, preguntó Madden, riendo. Exacto, contestó Gaskell. Primero le había dado un beso mágico y luego le había hecho morder su manzana envenenada. Había estado a punto de matarlo, dijo. Así es ¡a vida, dijo. Así es la vida. Se limpiaba la nariz con un trozo de papel del váter. Una chica sujetaba a Madden del otro brazo. La había visto en alguna parte. Ella le sonreía. Era toda sonrisa, dijo él. Toda dientes. Ella toda sonrisas y toda dientes y Gaskell todo nariz y sangre. Iban andando. ¿Adónde iban?, preguntó. Luego se rió tontamente. Donde los llevara su ánimo, le dijo Gaskell. Donde los condujera el viento… Qué bonito, dijo Madden. Sí, realmente muy bonito.

Eran cuatro, no tres. ¿Cómo había ocurrido? ¿De dónde había salido la otra? Madden no se acordaba. Gaskell estaba con ella, fumaban los dos cigarrillos blancos, sus dientes castañeteaban. Él mismo notaba el frío, sentado en los escalones de la casa. Le dolía la cabeza. ¿Cómo se llamaba?, le preguntó a la chica que había a su lado. A la bajita. ¿Tenía nombre? Ya se lo había dicho, contestó ella. Tres veces, se lo había dicho. Minnie la Pícara, dijo él. Ahora se acordaba. Beryl la Peligro, dijo ella, y se echaron a reír. Seguía haciendo frío, dijo, y ella lo rodeó con el brazo. No hagas eso, dijo. Por favor. Se sentía mareado.

– ¡Me siento mareado! [6] -gritó Gaskell, pero Carmen no se reía. «Me siento mareado», decía Gaskell, y luego la besaba en la boca.

Madden gruñó y se frotó las orejas. Tenía una sed espantosa y su dolor de cabeza no remitía. La chica y él (le daba vergüenza preguntarle otra vez cómo se llamaba, así que había optado sencillamente por no decir nada) habían ido caminando hasta la casa de ella, al final de Alexandria Parade. Llevaban ya dos horas andando. La culpa era suya, por haberse ofrecido. Un caballero de la cabeza a los pies, no había duda. Estaban los dos sin blanca, pero aun así se habían cogido de la mano y caminaban en silencio, Madden concentrado en el ruido que hacían sus zapatos de suela fina al rozar el pavimento. La chica ya se había disculpado por la caminata, pero Madden se había mordido el labio, porque él aún no había recorrido ni la mitad del camino: aún tendría que regresar a pie a la parte oeste de la ciudad. Y, además, no encontraba nada atractivo en ella: parecía prácticamente muda. Un par de veces le dieron ganas de partirle la cabeza, a ver si tenía algo dentro. Lo único que recordaba de lo que le había dicho era que vivía en el hospital, en la residencia de enfermeras, en una habitación que compartía con otra chica. De ello había deducido que era enfermera. Parecía la explicación más probable. Mientras tanto, había formulado diversas hipótesis sobre cómo podía conseguir que le dijera su nombre otra vez sin tener que preguntárselo directamente. Pero, de momento, no había dado con ninguna idea prometedora. Tendría que confiar en el azar.

La noche de los jóvenes, aquello tenía gracia. Por la presión que notaba detrás de los ojos, parecía más bien la noche de los muertos vivientes. Y el cementerio no estaba muy lejos de allí, justo detrás del hospital. Quizá pudieran echarse a pasar la noche en una parcelita o acurrucarse en alguna cripta vacante con los demás zombis del baile, las piltrafas abigarradas de los danzantes. Pero seguramente Gaskell ya habría cogido el mejor sitio y estaría acostado con Carmen bajo suelo consagrado.

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