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Nick Brooks: La buena muerte

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Nick Brooks La buena muerte

La buena muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas… Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz. Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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– Eso es tener arrestos -dijo el doctor. Madden se dio cuenta de que la pipa del doctor, que sobresalía de sus patillas canosas como el colmillo de un narval, no había abandonado su boca ni una sola vez durante el tiempo que llevaban hablando. Kincaid iba vestido con falda verde y medias de lana hasta la rodilla, por cuyo dobladillo asomaba una daga escocesa (o quizá un escalpelo). Un aspecto muy viril. Al menos, para un varón que no llegara a la cuarentena. Pero Kincaid lucía bien el traje. Madden se preguntó si la falda estaba hecha con el tartán de su linaje y, luego, si él también tendría un tartán. Seguramente los Madden eran subsidiarios de algún clan más poderoso. Aunque lo más probable era que fueran irlandeses-. Dígame, muchacho, ¿por qué no está pasándoselo en grande con los demás y no aquí solo? ¿Eh? -Kincaid se mecía de puntillas al son de la música y con el puño marcaba el retumbo imaginario de una banda de gaitas, en vez del estertoroso braceo del músico que, sentado al fondo del salón, tocaba Speed bonny boat aporreando un acordeón desportillado.

– No, doctor, yo…

– Así me gusta -dijo Kincaid, enfrascado en la música-. Debería estar en la pista de baile y unirse al enemigo. Hablando de lo cual…

– ¿Sí, doctor?

Kincaid frunció el ceño mientras miraba algo que Madden, debido a su altura, no podía ver.

– Ya basta de «doctores» -masculló-. Esta noche me encuentro aquí en misión oficiosa. Es mi noche libre, por decirlo así. Llámeme señor Kincaid.

A Madden le costaba menos respirar. Cierta rigidez exterior, una collera de deferencia que lo constreñía, impedía que se disolviera en los tics que, por lo general, le causaba un malestar que en vano había tratado de convencerse de que, en compañía de otros, pasaría por afabilidad. Aquella collera era lo único que evitaba que se lanzara de cabeza bajo el seto más cercano cuando se veía obligado a «departir» con alguien como Kincaid. Miraba como un pez drogado los gemelos de la camisa del doctor, su pajarita negra desatada alrededor del cuello. El sudor moteaba su frente.

Se limpió las sienes, consciente de que el sudor de Kincaid se mezclaría con el suyo: sus pieles respectivas transpiraban, sus pulmones inhalaban y exhalaban, producían invisibles nubecillas de residuos. Compuestos químicos, monóxidos, microorganismos. Desechos de la vida. Todo asquerosamente íntimo. Se invadían mutuamente los cuerpos sin consentimiento, se sometían inconscientemente el uno al otro a una suerte de violación química y bacteriana. Así era, de hecho, en todo el salón. En todo el edificio. Todo el puñetero mundo, si quería verse así, era una masa inmensa y rebosante de sodomía microscópica. Madden se sintió algo mareado al pensarlo y bebió un sorbo de whisky. El alcohol indujo de inmediato el nivel necesario de estupefacción. Madden se calmó un poco y, al levantar la mirada, vio que una mujer elegante, de unos treinta y cinco años (más joven que Kincaid, en cualquier caso), se acercaba al doctor. La mujer puso una mano sobre la espalda de Kincaid con aire protector, como si, mediante una ligera presión, pudiera conducirlo en la dirección adecuada sin que el buen doctor se diera cuenta de que otra persona guiaba sus pasos.

Kincaid sonrió con indulgencia y la besó en la mejilla, que ella le ofrecía con fingida afectación.

– ¡Mua! -dijo, redoblando la afectación de la mujer con la suya propia-. Aquí estás, faro de mi vida, escollo contra el que se estrella el velero de mi corazón… Estaba a punto de ir a buscarte.

– Por supuesto -dijo la mujer, y agarró con sus uñas finas, angulosas y bien cuidadas el vaso que Kincaid aún sujetaba-. Cómo no. Pero te has distraído, ¿verdad? Esto es para mí, ¿no? -Era muy guapa, de piel clara y cabello oscuro, con un rubor en las mejillas que podía deberse al calor o a la bebida. Fuera cual fuese su causa, aquel rubor le favorecía, le daba un fulgor juvenil, una apariencia de vitalidad. Madden pensó que tenía un físico muy escocés. Pero en el buen sentido.

– Claro que sí, claro que sí -contestó Kincaid al tiempo que le ofrecía el vaso como si le rindiera una espada, con el brazo extendido y la cabeza gacha.

Ella cogió el vaso y bebió; luego arrugó el ceño.

– Te dije un gin tonic. Esto es ginebra con limonada.

El doctor levantó las manos.

– No había tónica, amada mía. Esto es un club de estudiantes y en los clubes de estudiantes solo se bebe limonada y zumo de naranja. ¿No es así, señor Gaskell?

Madden bufó una respuesta dentro de su vaso y notó que se le enrojecían las orejas.

– Lo siento muchísimo, pero en realidad es Madden -dijo tras una pausa-. Me llamo Hugh Madden.

– Por mí no te disculpes, Hugh -dijo la mujer-. Ya te darás cuenta de que mi marido es malísimo con los nombres. Dudo que cuando acabe esta noche se acuerde del suyo. Rara vez se acuerda del mío. -Sonrió parcamente a Kincaid y él le devolvió el cumplido.

– Señor Madden, permítame presentarle a mi esposa, Maisie -dijo el doctor-. Maisie, éste es el señor Madden. -Sonrió de nuevo a su mujer con suficiencia.

– Rosemary -le dijo ella a Madden, tendiéndole la mano-. No le haga caso. Se cree que tiene gracia. Me parece que ya tuve el placer de conocer a nuestro amigo Owen.

Madden tardó un momento en darse cuenta de que se refería a Gaskell, pero de todos modos asintió rápidamente con la cabeza. Kincaid miraba a su mujer con el ceño fruncido e intentaba encender la pipa con una cerilla, pero no lograba prenderla con el vaso en la mano. Madden y Rosemary Kincaid esperaban. El doctor fue frunciendo cada vez más la frente hasta que por fin se dio por vencido y dio el vaso a Madden, que lo aceptó sin rechistar. Su esposa siguió mirándolo con un semblante en el que había algo parecido a la lástima.

– Un chico brillante, aquí, el señor Madden -dijo Kincaid entre nubecillas azules de humo-. Pero tiene que esforzarse más, ¿eh? Poner un poco más de empeño en lo que hace.

Rosemary Kincaid suspiró.

– ¿Podemos dejar eso ahora, por favor? -dijo, y cogió a su marido del brazo-. En la mesa no hacen más que chismorrear como verduleras sobre los alumnos y los profesores y sabe Dios qué más. Juro que ésta es la última vez que me traes a uno de estos… actos. -Sonrió a Madden, que no sabía qué hacer. Se le ocurrió que tal vez debía devolverle la sonrisa, pero la mujer de Kincaid ya no lo miraba-. Vamos, ven a rescatarme -le decía a Kincaid-. Estoy segura de que Hugh querrá hablar con otras personas. -Volvió a sonreír a Madden y, esta vez, él le devolvió la sonrisa puntualmente, consciente de que estaba enseñando demasiado los dientes.

– ¿Qué otras personas? -preguntó Kincaid-. ¡Otras personas! Es inaudito. No puedo permitirlo. ¡No lo permitiré! ¡Llama a la policía! -Sacudió la cabeza y Madden y Rosemary Kincaid se rieron benévolamente.

– Ya sabes, esas otras personas de las que siempre estás hablando. Esa cosa tan breve…

– ¿Qué es eso? Usted lo mencionó antes, doctor Kincaid -se descubrió diciendo Madden, quizá con voz en exceso chillona y repentina. Kincaid y su mujer lo miraban como si acabara de bajarse la cremallera para enseñarles el pene. Sintió que sus orejas se amorataban y bajó la voz-. Dijo que esta noche era para celebrar eso. Me preguntaba qué era. Qué era esa cosa tan breve que estábamos celebrando, quiero decir.

Fue Rosemary Kincaid quien se inclinó y le susurró la respuesta al oído, rozándole la mejilla.

– La juventud, Hugh -dijo-. Esta noche es una celebración de la juventud. Y te aconsejo que vayas a buscar una persona joven con la que bailar. A ser posible, del género femenino. -Se volvió hacia Kincaid-. Nosotros, los carrozas, haremos lo mismo. Vamos, Lawrence. Vas a bailar conmigo.

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