Nick Brooks - La buena muerte

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Sobre La buena muerte: Hugh Madden trabaja como embalsamador y le encanta su trabajo: vive para sus «bellezas durmientes». Cuando su antiguo profesor de medicina aparece en el depósito de cadáveres, Madden recuerda sus años como estudiante en la universidad de Glasgow; en especial su amistad con un colega poseedor de un carisma peligroso, y de cómo acabó trabajando con muertos en lugar de salvar vidas…
Atrapado desde hace cuarenta años en un matrimonio insatisfactorio con una mujer hipocondríaca, en la vida cuidadosamente ordenada de Madden surge el caos cuando despide a la persona encargada del cuidado de su mujer y alguien descubre un cuerpo en un lago cercano. Los secretos enterrados de Madden empiezan a salir a la luz.
Nick Brooks se ha revelado como una de las voces más audaces y renovadoras de la narrativa británica. La buena muerte es un relato deslumbrante y oscuro teñido de elegante perversidad, acerca de esqueletos en el armario y cadáveres en la mesa mortuoria.

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Aquella noche, Gaskell no quiso irse del baile a pesar de que tenía la camisa manchada de sangre. La noche, gustaba de decir, era joven. Y había que homenajear a la juventud. La juventud y los jóvenes debían apartar a los viejos a codazos para hacerse sitio. ¿No era Madden de la misma opinión?

– Oh, sí -dijo Madden, aunque aquella opinión en concreto le parecía trillada, una de esas cosas que la gente de su generación decía constantemente en aquellos días. Pero, con las solapas salpicadas de sangre y la nariz hinchada, Gaskell ofrecía (no menos a sí mismo que a los demás) una bella impresión de trágica rebeldía. Era la clase de personaje que (suponía Madden) él siempre había querido ser. Un James Dean que esperaba su oportunidad de abrasarse entre las llamas de un naufragio, un Elvis que sacudía los cimientos de la prisión. Un Che Guevara o un Kennedy, iconos que aún no lo eran, pero que lo serían muy pronto. Y, en cierto modo, consiguió más tarde lo que quería; siguió aquellas actitudes, aquellas poses hasta el final y pese a sí mismo. El granizo de las balas lo llamaba. La muerte joven. La buena muerte.

Madden, no obstante, nunca creyó que hubiera algo de verdad en las poses de su nuevo… ¿qué? Se descubrió preguntándose otra vez si habían sido amigos, al menos al principio. La amistad se daba rara vez, muy de tarde en tarde; era esquiva y no siempre de fiar. Si algo le enseñó su inconexa conexión con Gaskell fue eso. El contacto, la simbiosis de un alma con otra, el amor. La marca imborrable, el parásito que te devoraba por dentro. Pero por aquel entonces Madden no se había enamorado aún. Gaskell, creía él, solo era capaz de amarse a sí mismo.

Al volver al baile, Gaskell lo obligó a tomar una copa y hacer un brindis.

– Por los jacobitas -dijo-. Por el bueno del príncipe Charlie -añadió-. Por la minifalda. Por que nunca olvidemos a los viejos amigos. Por esa bronca de patanes que vosotros los escoceses llamáis baile.

La orquesta se apretujaba en un rincón, al fondo del salón, grande como un galeón y cubierto de paneles de roble. Doscientas personas o más enzarzadas en aquel combate cerrado conocido como Desnudar al sauce. Jóvenes de pelo engominado y traje ceñido, con la cara amoratada por el alcohol, lanzaban en fabulosas volteretas a indefensas muchachas de tacones vacilantes. La banda había renunciado hacía rato a cualquier tentativa de marcar el tempo. El acordeonista miraba adustamente a media distancia y el violinista flagelaba su instrumento con un arco tan deshilachado que parecía un látigo de nueve colas. Ambos eran cincuentones como mínimo y, pese al brío que desplegaban, había en su actuación un algo de exhausta desesperación. El acordeonista miraba al vacío de la multitud, indiferente a la masacre que tenía lugar en la pista de baile. Varias chicas se habían estrellado contra las mesas que bordeaban el salón y más de uno, aturdido, se había alejado girando sobre sí mismo y había buscado amparo en la relativa seguridad de la barra. Desde un extremo del salón, Madden distinguió la cara conocida de Kincaid. Sentado a una mesa, el profesor reía de vez en cuando echando la cabeza hacia atrás. Parecía ser el centro de atención de un grupo de profesores acompañados de sus esposas. Madden se preguntaba si la mujer sentada a su izquierda sería su esposa. Ella intercambiaba miradas de burlona indignación con las mujeres o novias de los otros.

Gaskell seguía el ritmo con el pie, señalaba y bufaba de risa mientras contemplaba aquella escena caótica. Apuró su whisky de un trago y pidió otro. Hacía muecas y sacudía la cabeza al beber. La escasa iluminación ocultaba la sangre de su ropa. Además, en aquel lugar podía ser el terrorista que deseaba ser, el anarquista con la bomba en el bolsillo.

– ¡El Bosco no lo habría hecho mejor! -le gritó a Madden sobreponiendo su voz al barullo-. ¡Ahora ya sé dónde aprendéis a pelear los escoceses! -Batía palmas y pidió otro whisky para Madden. Se negaba a tomar en serio su negativa-. Mira -dijo-, no tienes por qué preocuparte. Tengo dinero, así que te invito a una ronda. La generosidad es la mejor parte del valor, o como se diga. La próxima vez, me invitas tú.

Madden se preguntó cuándo sería eso. Él nunca tenía dinero o tenía muy poco. Su padre le había dicho que podía conseguirle trabajo en Colville, pero Madden había dejado morir aquella oferta antes incluso de que naciera. «Para mí que tiene madera de enterrador», había añadido su padre. Palabras sumamente proféticas.

– ¿Por qué me seguiste antes? -le preguntó a Gaskell.

– Vi que estabas solo, ¿no? -dijo Gaskell, y se apartó el pelo de la cara. Sus pómulos angulosos y su palidez le daban un aspecto extrañamente insustancial. El aspecto de alguien que no estaba allí o que había dejado de ser real. Un muerto, un fantasma.

– Aquí hay mucha gente sola. ¿Por qué me seguiste a mí?

– Te vi huir de esa pobre chica. Solo quería bailar y tú saliste corriendo. Me dio rabia. Quería agarrarte del pescuezo y traerte aquí a rastras. Iba a decirte: «Oye, chaval, baila con la chica. Se ha tomado muchas molestias para cruzar la pista y pedirte un baile, y tú la has humillado. La has hecho quedar como una tonta. Y un hombre no puede dejar en ridículo a una dama, sobre todo, en público». Seguramente sus amigas lo habrán visto todo y estarán sentadas con ella.

Gaskell no miraba a Madden; tenía la vista fija en la pista de baile. La orquesta había pasado a una pieza más lenta y las víctimas del último baile regresaban a sus mesas cojeando o a rastras para curar sus heridas. La masa de danzantes disminuyó y la pista quedó poblada por parejas formales que daban vueltas al son del vals que los músicos, ahora sentados, pergeñaban en una bella recreación del compás de dos por cuatro.

– Me enfadé cuando lo vi -dijo Gaskell-. Me pareció que le debías una disculpa a la chica. O, por lo menos, un baile, ¿no crees? -Se volvió para mirar a Madden, que bebía a sorbos cortos su media pinta.

– Sí, tienes razón -dijo-. Seguro que se habrá enfadado. Debería disculparme.

– Al cuerno con tus disculpas, hombre. ¡Ve y baila con ella!

– No sé dónde está -dijo Madden-. Además, me diría que no. Huí de ella, ¿por qué va a querer bailar conmigo ahora?

Gaskell resopló por la nariz evitando hacer ruido, pero un pegote de sangre seca se agitó en el borde de una de sus fosas nasales, salió despedido y quedó adherido a la mejilla de Madden. Éste se limpió con asco, pero no dijo nada. Gaskell parecía tener los nervios de punta. Quizá se pusiera violento.

– ¿Sabes qué, tarado? Tienes toda la razón. Para qué iba a querer bailar contigo. Para qué iba a querer nadie bailar contigo. Es absurdo, ¿no?

Tragó su whisky y dejó el vaso sobre el mostrador.

– Pero fíjate qué maravilla… -dijo, y Madden miró al otro lado del salón, intentando vislumbrar lo que tenía tan absorto a Gaskell. Cómo no. Allí estaba, al otro lado del salón, abandonada momentáneamente por sus admiradores. Parecía no saber qué hacer y con el pie apartó de sí una colilla. Fue una visión prodigiosa: Madden podría haberla atribuido a los poderes de la mente, al vudú o algo por el estilo. Carmen levantó la cabeza como si escudriñara el gentío de la pista de baile y luego su mirada se detuvo como si viera a Gaskell sin verlo. Madden miró a Gaskell y vio que éste sonreía a Carmen sin esfuerzo. Ella apartó la vista, sorprendida, y volvió a mirar. Madden apenas podía creer que las cosas sucedieran así realmente.

Gaskell se limpió la boca con la manga y dijo:

– Bueno, creo que yo voy a intentarlo, aunque tú no lo intentes. Además, no parece que a la banda le quede mucho tiempo en este mundo. Espero verlos a todos de nuevo el lunes por la mañana.

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