Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– ¿Qué haces aquí? -replicó David.

No había soltado los billetes y miraba fijamente a su padre.

– Eso más bien tendría que preguntártelo yo a ti: al fin y al cabo ésta es mi casa -precisó.

David no contestó. Devolvió la cartera al bolsillo de la chaqueta, pero no los billetes. En su rostro a lo Brad Pitt, de chaval sano y bien alimentado, no se leía ni una sombra de remordimientos o vergüenza. El hijo pródigo parecía tener prisa.

– ¿Es todo lo que hay? -preguntó, señalando los billetes.

– El resto lo he escondido en las Bahamas.

Brian no se movía, con la esperanza de que la pistola ocultara su desnudez, pero David miraba con expresión asqueada su gran miembro, que le colgaba entre las piernas.

David estudiaba periodismo, fumaba porros, nunca tenía dinero y era un vago redomado. El ojito derecho de su madre, su único hijo, insolente pero listo, que se las había ingeniado para instalarse en casa de los padres de su novia; un blanco de la nueva generación que se proclamaba liberal de izquierdas y que, cuando no hablaba de la SAP [14]en términos insultantes, lo tildaba a él de fascista y de reaccionario. Daban ganas de inflarlo a tortas. A Brian le caía simpático: él era igual a su edad.

No era la primera vez que su hijo venía a desvalijarlo a su propia casa: la última vez, David le había vaciado los bolsillos no sólo a él, sino también a la chica que compartía esa noche su cama.

– Dame pasta -le espetó a su padre.

– Tienes veinte años, arréglatelas tú solo.

Epkeen quiso arrebatarle los billetes, pero David se los guardó en el enorme bolsillo de sus vaqueros y miró alrededor en busca de algo más que robar.

– ¿Te manda tu madre? -quiso saber Brian.

– Este mes no le has pasado la pensión.

– Joder, estamos a día 2…

– Día 2 o día 10, tanto da. ¿Cómo crees que vive?

El joven provocador tenía más de un as en la manga. Brian le dedicó una mueca amarga. Se había endeudado para conservar la casa, con la esperanza de que David se mudaría a vivir con él, con su novia si quería, o con su novio, si es que iban por ahí los tiros, a Brian eso también le traía sin cuidado; pero no sólo su hijo nunca se había mudado, sino que Ruby seguía contándole mentiras sobre él.

– Si tu madre se pasea por ahí en el descapotable de su dentista, tendría que poder sobrevivir hasta el final de la semana, ¿no? -le dijo.

– ¿Y qué hay de mí?

– La Facultad de Periodismo, los dos mil rands que te ingreso todos los meses, ¿no te basta con eso?

David adoptó una expresión de cabreo detrás de su flequillo grunge y rebelde.

– Los padres de Marjorie nos han echado de casa -explicó.

Marjorie era su novia, una «gótica» llena de piercings a la que Brian había visto un par de veces a la salida de la Facultad de Periodismo.

– Pensaba que les caías muy bien a sus padres…

– Ya no.

– Pues no tenéis más que mudaros aquí.

– Muy gracioso -se burló David.

– ¿Y por qué no os instaláis en casa de tu madre?

– Ella ahora tiene una nueva vida, no me apetece fastidiársela… No -prosiguió David-, nos vendría bien un apartamento en el centro, no muy lejos de la facultad. Hemos visto algo para alquilar en el barrio malayo, pero hay que pagar por adelantado los dos primeros meses, por no hablar de la pasta para comer, los impuestos…

– Te olvidas de los taxis: para ir a la facultad es mucho más cómodo, ¿no?

– Bueno, ¿qué? -se impacientó el chico.

Brian volvió a suspirar, conmovido por tanta ternura. David descubrió entonces la chaqueta de mujer tirada en la silla de la entrada.

– Aunque, claro, veo que tienes más gente a la que mantener-insinuó el joven-. ¿Ésta al menos sabes cómo se llama?

– No me ha dado tiempo a preguntárselo. Y ahora, largo de aquí.

– Y tú ve a lavarte la polla.

David pasó delante de él como una exhalación, cruzó el salón sin decir una palabra y cerró con un portazo, dejando tras de sí un silencio ensordecedor.

Brian se preguntó cómo el niño que perseguía a los pingüinos en la playa podía haberse convertido en ese desconocido esbelto con aires de madre superiora de convento, un cínico consumado ahogado en colonia cara. Lo que lo entristecía no era tanto el hecho de pillarlo vaciándole los bolsillos mientras dormía, sino esa manera que tenía de marcharse sin decirle una palabra, con esa mirada odiosa, siempre la misma, de desprecio y amargura mezclados, como si lo viera por última vez… Brian dejó la pistola que aún sostenía -de todas formas no estaba cargada-, descubrió la ropa arrugada y tirada de cualquier manera sobre la mesa de la cocina, la blusa violeta en el suelo, el sujetador a juego, y subió la escalera, de mal humor.

Hacía calor en la habitación; la mujer de los rizos pelirrojos estaba tumbada en la cama, con la sábana bajada hasta el trasero. Sus nalgas, de exuberantes curvas, eran de un blanco diáfano, finas y suaves como la cera. Tracy la camarera del Vera Cruz. Una pelirroja de cabello descolorido, de unos treinta y cinco años, con la que hacía poco que salía, un cuerpo menudo y pequeño pero que se empleaba a fondo en la cama. Sintiendo su presencia, Tracy abrió sus ojos verde manzana y sonrió al verlo.

– Buenos días…

Su rostro adormilado conservaba todavía las marcas de la almohada. Sintió ganas de besarla, para borrar lo que acababa de vivir.

– ¿Qué hora es? -preguntó ella, sin cubrirse con las sábanas.

– No sé. Serán las once o así.

– ¡Oh, no! -gimoteó, como si acabaran de quedarse dormidos.

Brian se sentó junto a ella, entre dos aguas. El enfrentamiento con su hijo lo había dejado agotado, se sentía como un animalillo varado en una playa, presa de las gaviotas, los cuervos…

– ¿Qué pasa? -preguntó Tracy, acariciándole el muslo-. Pareces preocupado.

– No, estoy bien.

– Entonces vuelve a la cama. Tenemos tiempo antes de irnos a casa de tu amigo Jim…

– ¿De quién?

Tracy frunció el ceño, transformando sus cejas en un arabesco pelirrojo:

– Pues de ese amigo tuyo, Jim… Me dijiste que íbamos a pasar el día en la playa… que te había dado las llaves de su chalé.

Epkeen fingió tardar mucho en acordarse -vaya, tenía que dejarse ya de esa historia de Jim: la última vez que había delirado con aquello de su supuesto amigo había sido para invitar a una joven abogada a jugar al golf en su club privado de Betty's

Bay. Pero ¿por qué demonios hablaba de ese tipo? Tenía la imaginación de un chalado…

Tracy se dio la vuelta, revelando unos pechos untuosos, muy sensibles, según recordaba Brian.

– Anda, ven aquí -sonrió la camarera.

Brian se dejó llevar por el juego de sus dedos, ambos agudizaron un momento sus sentidos antes de sumirse en un frenesí compulsivo, gozaron a distancia, intercambiaron unas caricias extenuadas y concluyeron con un beso.

Brian no tardó en desaparecer en el cuarto de baño. Se dio una ducha, preguntándose qué mentira le iba a contar a Tracy, y se cruzó con su propia mirada en el espejo, pero apartó los ojos.

Brian Epkeen había sido un hombre guapo, pero eso ya pertenecía al pasado. Había visto demasiados sabotajes, había faltado a demasiadas citas. No había amado lo suficiente, o había amado demasiado, o mal, o a quien no debía. Llevaba cuarenta años avanzando como un cangrejo, de derivas lejanas en diagonales cuánticas, una huida a cielo descubierto.

Cogió una camisa sin planchar que le devolvió un vago reflejo de sí mismo en el espejo, se puso un pantalón negro y se paseó por la habitación. Tracy, tumbada en la cama, pedía detalles sobre su domingo en la playa, cuando Brian encendió su móvil.

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