Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– Busco a Nora Mceli: la sangoma que vivía aquí antes.

– Ya no está -contestó el tipo-. ¿Qué hace en mi casa? ¡Esto es propiedad privada!

Neuman blandió su placa ante el rostro arrugado del hombre.

– Dígame lo que sabe antes de que le eche un vistazo a este cuchitril.

El negro pareció encogerse en su pantalón de fútbol, era patente el olor a dagga [13] .

– Le digo que no la conozco. Esta casa la conseguí por mi primo, Sam. Tendría que preguntarle a él. Yo no sé nada: ¡mi fecha de nacimiento y poco más!

La chica se echó a reír. A Neuman le entraron ganas de imitarla.

– ¡Es verdad lo que dice! -le aseguró con aplomo.

La muchacha seguía contoneándose junto a la puerta. Pimienta y miel: el perfume de su piel. Eso le recordó que todavía no había hablado con Maia.

Por suerte, el primo Sam se mostró más locuaz: Nora y Simón se habían marchado hacía un año más o menos. La sangoma no estaba del todo bien vista en el barrio. Se la acusaba de preparar muti, pócimas mágicas, de hacer maleficios, decían incluso que por eso había enfermado, que sus poderes se habían vuelto contra ella. En cuanto a su hijo, Simón, Sam recordaba a un niño taciturno y de salud delicada, del que la gente desconfiaba por atavismo, por superstición…

– Ya no se los ha vuelto a ver nunca por el barrio -aseguró el viejo.

– ¿Nora no tenía familia?

Sam se encogió de hombros:

– Alguna vez mencionó a una prima que vivía al otro lado de la vía del tren…

Los asentamientos ilegales.

Era mediodía, el sol ahuyentaba las sombras. De vuelta a su coche, Neuman recibió una llamada de Fletcher.

– Ali… Ali, ven enseguida…

***

Las nubes se disolvían, nitrógeno líquido, desde lo alto de Table Mountain, se precipitaban abajo hasta el jardín botánico de Kirstenbosch, que se extendía por las faldas de la montaña. Neuman recorrió el caminito sin dignarse mirar las flores amarillas y blancas que ponían una nota de alegría en los arriates. Fletcher lo esperaba bajo los árboles, con las manos en los bolsillos, única señal de serenidad en el joven. Intercambiaron un gesto amistoso.

La brisa era más fresca a la sombra del Fragrance Garden: «Wilde iris (Dictes grandiflora)», rezaba el cartelito. Neuman se arrodilló. Olía a pino, a hierba mojada, a otras plantas de nombres complicados. La chica descansaba en medio de las flores: una mujer blanca a la que apenas se adivinaba detrás del bosquecillo de acacias. Una mujer muy joven, a juzgar por la morfología y la textura de su piel.

– La ha encontrado un empleado municipal -anunció Fletcher, de pie junto a él-. Hacia las diez y media. El jardín abre sus puertas a las nueve, pero esta parte está bastante aislada. Han evacuado a los visitantes.

Su vestido de verano estaba levantado hasta la cintura y dejaba al descubierto unas piernas moteadas de sangre. Una nubecilla de insectos se alborotaba sobre su rostro. La pobre había recibido tantos golpes que ya no se distinguían ni el tabique de la nariz ni las cejas. Los pómulos y los ojos habían desaparecido también bajo una masa de carne, hueso y cartílago; la boca estaba pulverizada, los dientes, clavados en la garganta, y la frente había reventado en varios sitios. Se habían ensañado con ella como si quisieran borrarle las facciones, suprimir su identidad.

Dan Fletcher apartaba la mirada del cadáver. Todavía no había cumplido los treinta pero había adquirido ya una sólida experiencia junto a Neuman: cuatro años a sus órdenes, que, a su juicio, contaban doble. Fletcher había visto cadáveres ahogados, quemados vivos y agujereados con postas. Pero esa muchacha podía llegar a quitarle el sueño.

– ¿Se sabe quién es? -preguntó Neuman.

– Hemos encontrado una tarjeta de videoclub a nombre de una tal Judith Botha en el bolsillo de su chaqueta -contestó-, la dirección que pone está en Observatory.

El barrio universitario de la ciudad.

– ¿No se ha encontrado el bolso?

– Siguen buscando entre los matorrales.

Sordo al estruendo de los grillos, Neuman parecía hipnotizado por el pétalo rojo vivo enredado en el cabello de la víctima. El espectáculo de esos dedos encogidos, como arañas que acabaran de aplastar, le cortaba la respiración. Pensó en los últimos momentos de su vida, el terror que había sentido, el destino que la había llevado hasta allí, a morir en medio de los wilde iris… Una chica que no tendría ni veinte años.

Dan Fletcher permanecía callado, a la sombra de las acacias. Quería ordenar un poco la casa antes de que volviera Claire, pero ya no iba a poder ser, cuatro días sin ella se le antojaban siglos, ahora la brigada estaba en ebullición, y todos esos efluvios lo aturdían, sólo le gustaba el perfume de su mujer.

Neuman se incorporó por fin.

– ¿Qué te parece? -quiso saber Fletcher.

– ¿Dónde está Brian?

– Lo he llamado varias veces al móvil, pero no contesta. Los perfumes se elevaban, embriagadores. Neuman hizo una mueca ante el cuerpo desarticulado de la chica:

– Vuelve a intentarlo.

4

El mundo se hundió de golpe en el océano nocturno. Brian Epkeen cayó al fondo de un abismo y se despertó sobresaltado: al abrirse, la puerta corredera había sonado dentro de su cabeza… El ruido venía de abajo, un sonido tenue pero perfectamente audible, que cesó enseguida.

Brian rodó sobre la cama, evitó por los pelos la cabeza que descansaba sobre la almohada contigua y retrocedió para hacer balance de la situación. El trino de los pájaros llegaba hasta él a través de la ventana del dormitorio, una melena pelirroja y rizada sobresalía de entre las sábanas, y alguien acababa de entrar en la casa.

Epkeen buscó su pistola, pero no estaba encima del escritorio. Vio la cabeza despeinada de espaldas a él, pero ni rastro de ropa sobre el parqué. Salió de entre las sábanas sin hacer ruido, cogió su pistola de calibre 38 de debajo de la cama y avanzó desnudo sobre la alfombra de la habitación: despacio, entornó la puerta.

Estaba en un buen berenjenal pues seguía sin encontrar rastro de su ropa, pero era obvio que había alguien abajo: unos pasos furtivos acababan de atravesar el salón. Se oía movimiento en el vestíbulo. Bajó la escalera sin ruido, se frotó los ojos, que tardaban en acostumbrarse a la penumbra, llegó al pasillo de la planta baja y se arrimó a la pared. El intruso no había tenido que trepar la verja para introducirse en su casa: la puerta había quedado abierta.

Epkeen apretó la culata de su arma, ahora ya estaba despierto del todo. No sabía por qué lo había dejado todo abierto, o más bien sí se figuraba por qué: los rizos pelirrojos en su dormitorio. De todas formas la casa era demasiado grande para él, ya no se trataba de una cuestión de sistema de seguridad… Avanzó hacia el vestíbulo, presa de sensaciones contradictorias. El silencio parecía haberse fundido con las paredes de la casa, el trino de los pájaros había quedado en suspenso. Epkeen, que acababa de rodear el tabique, se quedó estupefacto por un momento: el ladrón estaba ahí mismo, de espaldas, rebuscando en los bolsillos de su chaqueta, milagrosamente colgada del perchero.

El intruso acababa de encontrar dos billetes de cien rands en la cartera cuando sintió la presencia a su espalda.

– Deja ese dinero -dijo Epkeen con voz ronca.

Aunque lo habían sorprendido con las manos en la masa, el tipo no dijo nada: era un joven blanco de unos veinte años vestido a la última moda, con zapatillas de gruesa suela de goma, vaqueros anchos y una camiseta muy grande de una banda de heavy metal; su cabello castaño claro y largo le recordaba al de su madre.

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