Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Epkeen no tenía orden judicial, pero sí un pequeño sacaclavos, guardado en la funda de su pistola: pensaba forzar la puerta de atrás, pero no estaba cerrada. ¿Sería una casa ocupada? Empuñó su arma y se pegó contra la pared. Cargó la pistola, empujó la puerta despacio y echó un vistazo al interior. Las corrientes de aire se colaban por la puerta abierta, topándose con alguna que otra mosca. Apuntó hacia la penumbra. En la casa olía a cerrado, y Epkeen percibió también otro olor extraño, removido por el viento que soplaba fuera. Se dirigió a la habitación vecina, que estaba vacía; encontró el interruptor -la electricidad funcionaba- y una tercera habitación que daba al patio pero tenía las ventanas condenadas. En el suelo de cemento había una mesa de madera, manchada de pintura y, sobre ella, pinceles de cerdas endurecidas, trozos viejos de papel de pared arrancados y moscas que zigzagueaban nerviosas a su alrededor. Seguía flotando en el aire ese mismo olor desagradable que había notado antes.

Una puerta llevaba al sótano; Epkeen se inclinó sobre los escalones y, al instante, se llevó la mano a la cara. El olor venía de ahí: un olor a excrementos. Un olor espantoso a excrementos humanos… Pulsó el interruptor y contuvo el aliento. Una nube de moscas zumbaba en el sótano, miles de moscas. Bajó los escalones, con el dedo crispado sobre el gatillo. El sótano ocupaba toda la planta del edificio, era una habitación con todas las aperturas taponadas donde reinaba una atmósfera como de fin del mundo. Se estremeció, con los ojos helados, y contó tres cadáveres bajo la nube de moscas: dos hombres y una mujer. El estado espantoso de los cuerpos recordaba a los cobayas de Tembo. Con el cuero cabelludo arrancado y los miembros separados del cuerpo, reposaban en un charco de sangre coagulada, anegado de moscas. Cuerpos deformes, despanzurrados, sin dientes, con el rostro lacerado, irreconocible. Un campo de batalla a puerta cerrada, aislado. Una jaula… Levantó la mirada de los cadáveres y vio las paredes, cubiertas de excrementos. Alguien había untado de mierda toda la habitación, a altura humana…

Epkeen respiró por la boca, pero no sintió mucho alivio. Atravesó la nube de moscas protegiéndose con las manos. Había un lavabo al final del reducto, y una encimera de azulejos sobre la que alguien había vomitado. Vio dos cuchillos en el suelo, con el mango manchado. El zumbido constante y tenaz, el olor a excrementos y a sangre le daban náuseas. Se inclinó sobre los cadáveres y, con la mano, ahuyentó las moscas que se arremolinaban sobre los rostros. Uno de los negros tenía una herida enorme en la mejilla izquierda y tatuajes en los brazos: pese a estar desfigurado, reconoció al tipo de la choza, el que lo había seguido detrás de las dunas y al que había azotado con su knut… La chica descoyuntada junto a él debía de ser Pam. Le faltaba la mitad del cuero cabelludo… Sin respiración, Epkeen subió del sótano. Cerró la puerta tras de sí con un portazo y permaneció allí un momento, apoyado contra la pared.

Había desenterrado cuerpos de militantes abatidos por los servicios especiales, zombis que se pudrían en celdas, cuerpos calcinados por los vigilantes del Inkatha o los comrades [36] del ANC, gente sin piel y con una mueca en la cara a guisa de agradecimiento; nunca había sentido compasión, no era su tarea. Hoy ya no sentía más que asco… Corrió hacia la puerta y vomitó todo lo que le retorcía las tripas.

***

La comisaría de Harare era un edificio de ladrillo rojo rodeado de alambre de espino con vistas al nuevo palacio de justicia. Un constable asado de calor bajo su gorra montaba guardia en la verja de entrada. Neuman lo dejó ahí, enfrascado en sus musarañas, evitó a los borrachos a los que empujaban hacia las celdas y se presentó ante la chica de la recepción.

Walter Sanogo lo esperaba en su despacho, enjugándose el sudor bajo el ventilador perezoso. Estaba sepultado en casos abiertos, y no había encontrado respuesta a las preguntas de Neuman; los tres negros abatidos en la playa de Muizenberg no se contaban entre sus sospechosos, habían enseñado sus fotografías por todo Khayelitsha, pero no habían conseguido nada, ningún vínculo con ninguna banda organizada, ni nueva ni antigua. La mayoría de los homicidios de los que se ocupaban eran obra de bandas rivales, muchas de las víctimas no tenían papeles, los clandestinos se contaban por millones: por su vida y la de sus hombres, Sanogo les dejaba devorarse entre sí tranquilamente, en familia, por así decirlo…

– Me topé con uno de esos tipos hará unos diez días -dijo Neuman, señalando la foto del más joven-, junto al gimnasio en construcción. Se hacía llamar Joey.

Sanogo hizo una mueca de iguana al mirar la foto:

– Normalmente estos tipos se inventan unos apodos ridículos: Machine Gun, Devil Man…

– Había otro joven con él, era cojo…

– ¿Quién le dice que todavía anda por aquí?

– Estos tatuajes -cambió de tema Neuman, señalándole las fotos-, ¿le dicen algo?

Escorpiones en posición de ataque, y dos letras, «T. B.», todo ello trazado con tinta desleída… Sanogo indicó que no.

– ThunderBird -explicó Neuman-: una antigua milicia del Chad, infiltrada desde Nigeria. Han matado a uno de mis hombres y trafican con droga en la península. Una mierda nueva a base de tik.

– Mire, Neuman -dijo el capitán, con aire paternalista-, lo siento por su hombre, pero no somos más que doscientos policías para varias decenas de miles de personas. Apenas tengo agentes suficientes para lidiar con los enfrentamientos entre las compañías de taxis colectivos, cuando no se vuelven contra nosotros… Yo también perdí a un hombre el mes pasado: lo mataron como a un conejo, en la calle, para robarle el arma de servicio.

– Para que sus hombres estén seguros tendría que neutralizar a las bandas.

– No estamos en la ciudad -replicó Sanogo-: esto es la jungla.

– Pues tratemos de escapar de ella.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué piensa hacer: encontrar a cada cabecilla y preguntarle si sabe algo sobre quién asesinó a su agente?

– ¡Oh! No pienso ir yo solo -replicó Neuman, con una expresión helada-: se vendrá usted conmigo.

Sanogo se retorció nervioso sobre su silla de plástico.

– No cuente con ello -dijo, como si fuera algo evidente-: bastante trabajo tengo ya con los casos abiertos.

Su mirada se perdió sobre los expedientes amontonados.

– Joey tenía una Beretta M92 seminueva -dijo Neuman-. Los números de serie estaban rayados, pero seguro que provienen de un lote de la policía: ¿prefiere una investigación en profundidad sobre sus stocks?

El número de armas declaradas como perdidas superaba todos los límites tolerables, Neuman lo había comprobado. Armas por así decir volátiles.

Sanogo se quedó callado un momento -sabía cuáles de sus agentes alimentaban el tráfico, él mismo recibía regularmente sus «honorarios». Neuman lo miró fijamente, con desprecio:

– Reúna a sus hombres.

***

La proclamación de las zonas blancas había generado desplazamientos masivos de población, dispersado las comunidades y destruido el tejido social. Cape Flats, donde se había aparcado a los negros y a los mestizos, era una zona dividida en territorios controlados por bandas de delincuentes dedicadas a actividades diversas. Allí tenían una tradición que databa de antiguo, e incluso se habían transformado en sindicatos -considerando que el fenómeno de las mafias provenía del apartheid, mil quinientos tsotsis se habían manifestado ante el Parlamento para exigir la misma amnistía que los policías. Algunas bandas estaban a sueldo de los dueños de licorerías ilegales, los shebeens, o de los barones de la droga, para proteger su territorio. Otras formaban organizaciones piratas, que asaltaban a otras bandas para abastecerse de droga, alcohol y dinero. Estaban las bandas de carteristas que actuaban en los autobuses, los taxis colectivos o los trenes, las mafias especializadas en extorsión y, por último, las bandas de las cárceles, que controlaban la vida en prisión (contrabando, violaciones, ejecuciones y evasiones), y de las que todo recluso tenía que pasar a formar parte, lo quisiera o no.

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