Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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Nunca habló de ella a sus amigos de Tomelloso. Parece que aquellos amores llegaron arriba contra la voluntad de la madre, y por acuerdo tácito eludían el tema.

Lo cierto fue que Elizabeth y don Ignacio, después de largo viaje de novios, pasaron la primavera en "Miralagos". Luego de llegar avisaron a sus mejores amigos de Tomelloso.

En diversas ocasiones y lugares presentó a Elizabeth, que según referencias de los contemporáneos, sin duda idealizados por su trágico final, era tan exquisita y exótica que deslumhró a todos. Hablaba español, montaba a caballo y fue la primera mujer que se vio conducir un automóvil por aquellos contornos.

Entonces la Virgen de Peñarroya era Patrona, juntamente, de La Solana, Tomelloso y Argamasilla de Alba.

Una gran parte del año la imagen permanecía en el castillo de Peñarroya. A la romería, que se celebraba al pie del castillo, concurrían gentes de ambos pueblos. Y eran sonadas las merendolas y diversiones que, pasada la función religiosa, se hacían en aquellos márgenes.

Don Ignacio y Elizabeth, aquel año 1925, asistieron a la romería.

Plinio recordaba a la señora con un sombrero de paja muy complicado de gasas y cintas, vestido claro, una sombrilla y una máquina fotográfica. Merendaron con amigos de aquellos pueblos y a la caída de la tarde decidieron ir a Tomelloso. Parece ser que de camino, con los ánimos excitados por la bebida, entre los pocos automovilistas que entonces existían se organizó una competición desenfrenada. Conducía Elizabeth el coche de don Ignacio. Con ellos iban otras personas. Según las referencias de éstas, Elizabeth se empeñó en adelantar a todos, desobedeciendo las advertencias de su marido. Lo cierto es que, al adelantar a uno de ellos por la difícil carretera que entonces había, nutrida además de los carros, tartanas y bicicletas que regresaban, derrapó al tomar una curva y cayó por un terraplén.

Elizabeth murió en el acto. Don Ignacio permaneció conmocionado unos días. Algunos de los amigos que los acompañaban sufrieron magullamientos y heridas de vario pronóstico.

… Y en este punto empieza verdaderamente la misteriosa historia de don Ignacio de la Cámara Martínez.

Plinio llamó a la puerta de la "Miralagos". Un carillón de largas melodías, impropio de casa de campo, sonó como respuesta. Nadie acudió en un largo tiempo. Después de repetir dos veces más, una mujer ya entrada en años, que sin duda había salido de la casa por una puerta lateral, llegó junto a ellos:

– ¿Que qué quieren ustés ? – preguntó áspera.

– Ver al señor administrador.

– ¿Que si es muy urgente? – añadió con ingenuidad.

Plinio no pudo contener la sonrisa:

– Sí; dígale usted que es muy urgente. Que soy el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

La mujer, sin decir más y un poco atemorizada, marchó por donde había venido.

Todavía pasó un buen rato hasta que abrieron la puerta principal, la del carillón. Abrió la misma mujer. Entraron en un hall oscurísimo, que olía a cerrado, a maderas antiguas y aromosas. Plinio y el veterinario la siguieron a tientas hasta cierta puerta. La mujer tocó con los nudillos.

– ¡Adelante! – se oyó.

La mujer abrió y dejó paso a los visitantes.

Era un despacho muy grande, con largos anaqueles de librería, muebles ingleses, alfombras, tresillos tapizados con cuero rojo, gran lámpara de bronce, grabados de motivos ecuestres; y sobre caballete un gran retrato al óleo de Elizabeth, hecho por un pintor español, sin duda sobre una fotografía.

Tras una mesa de líneas elegantes había un hombre cuarentón, algo lleno, rubia barba corta y boca sensual. Vestía americana color miel y suéter rojo de cuello alto.

– Adelante – dijo sin moverse de donde estaba.

Plinio y don Lotario pasaron un poco indecisos hasta el centro del estudio.

– ¿Ustedes dirán? – pidió el administrador sin la menor cortesía.

Plinio, que empezaba a sentirse incómodo con aquel teatro amanerado, habló con sequedad.

– ¿Es usted el administrador de don Ignacio de la Cámara Martínez?

– Sí.

– Venimos de parte del señor Juez Municipal de Tomelloso a hacerle unas preguntas.

– ¿Qué preguntas?

– ¿Desea usted ofrecernos asiento o prefiere que nos acomodemos por nuestra cuenta?

El administrador dudó un momento, pero en vez de decirles que se sentaran avanzó unos pasos hacia ellos.

– Usted dirá.

– ¿Puede decirnos dónde está don Ignacio de la Cámara Martínez?

– No sé.

Plinio se rascó la patilla, carraspeó y dijo al fin:

– Ya he terminado el interrogatorio.

– ¿Ah, sí? ¿Ya? – dijo el barbas con cierta burla.

– Ya. Pero haga el favor de acompañarme al Juzgado de Tomelloso donde todo va a resultar mucho más fácil.

– Esta finca pertenece a la provincia de Albacete – contestó con voz reticente.

– Ya lo sé. Por eso hemos venido hasta aquí. Pero las autoridades de Tomelloso necesitan ayuda… no otra cosa – silabeó Plinio – y usted debe facilitarla esté donde esté esta finca. El remitir esta gestión a las autoridades de su término municipal sólo la dilataría unas horas y me temo que saldría perdiendo. De modo que, bajo mi responsabilidad, haga el favor de acompañarnos. Tenemos coche.

– Ya lo he visto – confirmó con suave cachondeo… – Usted me ha preguntado que dónde está don Ignacio de la Cámara y le he respondido la verdad, la auténtica verdad. No lo sé. Tomé la administración de esta casa en 1945, seis años después de haberse marchado el señor de la Cámara. Me procuró el cargo su anterior administrador, don Felipe Consuegra, con el que trabajé el último año que vivió. Entré como auxiliar suyo. No conozco al señor de la Cámara. No lo he visto en mi vida. Pasa largas temporadas en distintos países. Especialmente en Inglaterra. Un par de veces al año me manda instrucciones o evacua mis consultas, Pero nada más sé de él… Por Navidad me dijo desde París que iba a hacer un largo viaje por diversos lugares y que en el momento oportuno tendría noticias. Y hasta ahora. Esta manera de proceder es habitual en él. Es cuanto puedo decirle. ¿En qué más puedo… servirles?

Habló con ambas manos en los bolsillos de la chaqueta, con la pierna derecha un poco flexionada, la nariz tensa, los ojos fijos y la voz recortada. Y así quedó después de su pregunta, con cierto aire de superioridad forzada, a la vez que ingenua.

– Deseo ver fotografías de don Ignacio.

– ¿Fotografías?

– Exactamente. Fotografías… Retratos – recalcó el Jefe.

– Muy bien… Sólo los hay de cuando era joven… Comprenderá usted que a mí no me envía fotografías suyas – concluyó sonriendo con aquel extraño sarcasmo.

– Lo comprendo perfectamente.

Y luego de pensarlo un poco dijo:

– Síganme, por favor.

Volvieron al hall tenebroso. El administrador, adelantándose, los condujo, sin encender la luz por supuesto, a una habitación próxima. Pasó delante y abrió unas contraventanas. Era una pieza regular con gran chimenea, muebles muy confortables, gran mesa de caoba con un solo pie y vitrinas con porcelanas y bibelots. En la campana de la chimenea había una fotografía grande, hecha en Londres, en la que aparecían Elizabeth en traje de noche y don Ignacio de frac, ambos de pie.

Plinio, sin decir nada, se acercó a la chimenea, tomó el retrato y fue con él hasta la ventana para verlo mejor.

– Por favor, don Lotario, sosténgalo que me ponga las antiparras.

El administrador, según su costumbre, estaba fijo junto a la chimenea. Manos en los bolsillos y pierna flexionada.

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