Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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Hubo aplausos, abrazos y ese reventoneo de corazones que tiene lugar a los postres de los banquetes de pueblo.

Acabada la comida, llenos de cenizas de puro y de vapores licoreros, cada cual marchó para su casa hasta la hora del entierro del pobre Witiza.

Plinio cerró las ventanas de su cuarto, se quedó en ropas menores y dijo a su mujer:

– Chica, para todos los efectos, hasta las seis y media de la tarde soy un difunto. Tú me entiendes.

Mientras dormía, sus mujeres le limpiaron y plancharon a modo el uniforme; le sacaron ropa interior limpia, le prepararon agua para bañarse en el barreño de zinc; dejaron un frasco de colonia a mano, le lustraron las botas y le pusieron a refrescar un jarro de agua de limón para después de la siesta.

A las seis y media lo despertaron. Cuado llegó don Lotario a recogerlo estaba hecho una rosa. Sus botas eran espejos, y de su escaso cabello salía un punzante aroma de colonia añeja.

Don Lotario también venía muy fino, con traje de verano gris claro, un triste pensamiento en la solapa y los zapatos blancos. En la puerta de la calle, el "Seiscientos", recién lavado, brillaba como un almirez.

Ofrecieron a don Lotario un vaso de agua de limón, liaron los últimos cigarros de aquel "caso", y marcharon hacia la parroquia para recoger al sacerdote que iba a dar sepultura al pobre don Fernando López de la Huerta, cuando vivo, y Witiza desde que sus restos llegaron embalados a Tomelloso.

Muchos vecinos de Plinio, desde puertas y ventanas, saludaban con júbilo a los héroes del día. El Jefe sacaba la mano por la portezuela y sonreía con discreción.

– Manuel, eres el más grande – le musitaba don Lotario de vez en cuando.

La operación entierro había sido preparada con sumo cuidado. Cuando llegaron al Cementerio con el señor cura, Witiza ya estaba, en su definitivo ataúd, colocado en la capilla. Aguardaba mucha más gente de la que pensaban. Entre otros, Celedonio el Rico, sus sobrinos los gemelos, Florentino el Desgraciao, Calixto el escultor, Alcañices el de las caretas, la Rocío, don Tomaíto, don Saturnino, Anastasio el guarda jurado que dio la pista, Enriquito el de la Fonda, Braulio, Albaladejo, Rovira, Maleza, dos parejas de guardias, y muchas gentes de las que habían merodeado por el Cementerio durante aquellos días de exposición. Tantos eran, que cuando Matías abrió las puertas la capilla se llenó hasta el tope.

Entre los hachones encendidos estaba el rico ataúd que compró Rufilanchas. Matías aconsejó que no se abriese, porque el cuerpo muerto ya hedía más de la cuenta.

El cura rezó sus debidos responsos y al fin echó una pequeña plática, muy bien traída, sobre el respeto y la honra que se debe a los muertos. La presidencia del duelo, como si dijéramos, la componían, con Plinio, don Lotario, don Saturnino y el "secre". Cuando acabó el requiescat y se miraban unos a otros como para ver quiénes cargaban con el ataúd hasta el nicho, Maleza tocó en el hombro del Jefe.

– ¿Qué pasa?

– Que los Pianolos, el Rufilanchas y el Faraón están ahí y quieren hablar con usted.

– ¿Pero cómo no están ya en la cárcel?

– El señor Juez dijo que en cuanto acabaran de enterrar a la pobre mujer se presentasen a usted y ahora mismo le hemos dao la tierra.

– Bueno, pues que esperen ahí.

– Es que quieren ellos llevar la caja.

– ¿Qué caja?

– Pues ésta, la del Witiza, como usted dice.

Plinio quedó pensativo y en seguida, apartándose un poco, contó el caso al "secre", a Rovira y al señor cura.

Hubo unos momentos de duda, que al fin resolvió don Modesto, el coadjutor:

– Creo que es un rasgo de arrepentimiento que merece atención.

– Está bien – dijo Plinio.

– No e mala cosa. S'han enterneció – asintió el "secre".

– Anda, diles que pasen – ordenó a Maleza.

Se corrió la novedad entre los que estaban en la capilla y todos miraban hacia la puerta para ver tan inesperada visita.

Aparecieron primero los Pianolos, padre e hijo. De luto riguroso, con los ojos enrojecidos. Luego el Faraón, mirando al suelo, casi haciendo pucheros con su cara gordísima. Y por fin, Rufilanchas, inexpresivo, con sus ojos de gotasebo.

Les hicieron callejón y los cuatro llegaron hasta el catafalco. Con gran esfuerzo se lo alzaron hasta los hombros. Don Modesto echó tras ellos con las manos cruzadas y los ojos en el suelo. Plinio y los suyos seguían inmediatamente como duelo. Albaladejo, en competencia con el "gráfico" de "El Caso", tiraba fotos al cortejo. Pasaron ante la "Sala Depósito". Plinio se acordó de Anacleto y de la señorita María Teresa.

Entraron en el Cementerio Viejo. Allí estaba, en un rincón, el famoso cajón y las tablas de la tapa. Plinio pensó ahora en don Lupercio y Luque Calvo. Al virar hacia poniente, el sol, casi a ras de bardas, les daba en los ojos. Al Faraón le sudaba la calva. En una nueva revuelta, sobre aquel tumbario se dispararon las sombras larguiruchas de los que llevaban el muerto. Matías iba delante de todos con la escalerilla, el cubo de yeso y el palustre. Llegaron a la galería nueva y descansaron el ataúd en tierra. Nuevo responso. Los cuatro bromistas escuchaban con las manos cruzadas y los ojos abatidos.

Don Lotario dio con el codo a Plinio.

– ¿Qué?

– Mira.

Y le señaló unas mariposas que rondaban la cabeza de Rufilanchas.

– Esta vez han llegado tarde. Ya acabó el reinado de Witiza – le dijo Plinio al oído.

Benicasim – Madrid, verano de 1967.

LOCALISMOS QUE APARECEN EN EL TEXTO DE ESTA NOVELA

Abundio. – Tonto.

Aguaíllas o Aguadillas. – Mojadura leve o inmersión rápida.

Aguilando. – (Por aguinaldo.)

"Anade" (el "Hermano"). – Se llama así a un viejo bodeguero que se cayó en una tinaja y estuvo nadando hasta que lo sacaron.

Asura. – (En la acepción de sofoco, vergüenza.)

Bacín. – Excesivamente curioso, metomentodo.

Bacinear. – Curiosear.

Candorro. – Rústico.

Caneloso.-Zalamero. Que se comporta como un perro canelo cuando lo acarician.

Catral. – Pintorescamente exagerado. Tremendo.

Cima (ser un). – Tonto (posible apócope de cimarrón).

Cobete. – Cohete.

Contao (al). – En seguida, de contado.

Copero (dar copero a una cosa). – Dar forma, solucionar un problema, calma, solemnidad.

Descacharse. – Hacerse cachos, destrozarse.

Descuartao. – Que está sin dinero, sin cuartos.

Encanarse.- En sentido de mirar con fijeza, con obsesión.

Empotre. – Nudo de unión entre tinaja y tinaja hecho de piedra y yeso.

Oraje. – Estado del tiempo, sea bueno o malo.

Pita. – Órgano viril. Pene.

Quiquilicuatre. – Asentimiento, confirmación de lo que se escucha. En el lenguaje familiar equivale a decir "exactamente".

Rafita. – Se dice de la mujer agria, desdeñosa, rápida en el decir.

Revinar (en la acepción de recordar, de darle vueltas a una idea o suceso pasados).

Sinaco. – Torpe, tonto, sin gracia.

Tiberio. – Jaleo, desorden, trifulca, juerga.

Virulo. – Hombre de campo, más concretamente viñero, en sentido despectivo.

Zurra. – Especie de sangría hecha generalmente con vino blanco, agua, azúcar y fruta.

Francisco García Pavón

El reinado de witiza - фото 2
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