Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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Francisco García Pavón El reinado de witiza 1968 A la memoria de mi padre - фото 1

Francisco García Pavón

El reinado de witiza

© 1968

A la memoria de mi padre,

que tanto celebraba mis escritos.

JUEVES

Manuel González, alias Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, y su colaborador y amigo entrañable don Lotario el veterinario, con aire desganado contemplaban la plaza del pueblo tras la vidriera de uno de los balcones del Casino de San Fernando.

– En Castilla no hay primavera – sentenció don Lotario mirando las copas de los árboles de la glorieta despeinados por el viento-. Castilla es como ciertas mujeres mal templadas, que pasan del frío al calor o de la risa al llanto sin puente medianero.

El cielo estaba de un gris gordo y obsesionante que aplastaba las casas y la torre, se metía por puertas y ventanas, amainaba pájaros y gritos, empozaba el pueblo. Los árboles cabeceaban con desespero, intentando sobrenadar el toldo que los anegaba.

– Es mucha Castilla. Ella nos ha hecho a los españoles tan raros… Hay veces que no la aguanto – aventuró tímido don Lotario -. Debe de ser por mis oriundeces levantinas.

– Yo la aguanto, pero no me gusta. Es una tierra con muy mala leche. Me place la gente castellana porque ríe lo justo y no presume… Pero el campo y el clima, para su madre.

– … Los escritores dicen que es muy buen paisaje.

– Claro, para verlo. A mí también me lo parece, pero no hay quien pare en él.

– Hombre, así en el otoño, pasear por el monte o comer carne frita con ajos en una huerta no está nada mal.

Encendieron un cigarro y continuaron en silencio compungido ante el panorama de la plaza.

Aquel plomazo aplastaba las gentes y los coches. El Ayuntamiento, que estaba a la derecha, parecía sin respiración, sin guardias, sin alcalde y sin serenos cantores, decoración vieja de teatro repuesta sin motivo. Enfrente, la Posada de los Portales, con su aire norteño de solaneras, columnas, almagres y cales, posada de antiguos arrieros y tratantes que dormían en el suelo escuchando cocear las caballerías sobre la piedra todas las horas de la noche. Y a la izquierda del Casino, la iglesia. Plomo sobre piedra, torre chata y hechuras sin gracia, donde fueron bautizados cinco siglos de tomelloseros. Suspiradero de beatas, alivio de afligidos, oficina de funerales, catálogo de purpurinas y amenes. Tras este redondel de la Plaza, alrededor de este despeje, se extendía todo el pueblo llano, de cales, con más de treinta mil almas alimentadas por la cepa y sus caprichos. De cuando en cuando una fábrica de alcohol, un agrio olor a vinazas, lumbreras en el suelo que alumbraban las bodegas subterráneas, tractores y remolques, carros olvidados en rincones, aparejos de mulas ya inexistentes. Paz, trabajo, mucho trabajo contra un suelo terco y sin entrañas.

– El caso es que no parece tormenta – volvió a comentar el veterinario.

– ¡Qué va! Es ganas de fastidiarnos el mes de junio.

Tras ellos se oían los fichazos de los jugadores de dominó, alguna risotada y las musíquillas de los anuncios de la televisión.

– No crea usted, don Lotario, que yo aguanto la televisión – dijo de pronto y sin que viniese a cuento el Jefe.

– Ni yo.

– Por sistema, hago todo lo contrario de lo que dice.

– Si te dejas llevar, hacen de ti un monicaco.

– Nos tratan como doctrinos – reforzó Plinio-. Cada cual debe hacer lo que se le ocurra con tal de que no perjudique a tercero.

– Lo malo es que a la mayor parte de la gente no se le ocurre nada. Hay más tontos que feos, Manuel.

– No me lo diga. Y si no tontos, por lo menos sin ocurrencias, que viene a ser lo mismo… ¿A qué vendrá éste con tanta prisa? – se interrumpió Plinio al ver que el cabo Maleza cruzaba la Plaza con dirección al Casino. Como éste solía recrearse en cada paso como si fuera el último que iba a dar en su vida, Plinio y don Lotario, cada vez que lo veían andar a velocidad normal, que correr nunca, presumían noticia.

– A ver si es que ha "salido algo", Manuel – dijo don Lotario.

Plinio, que naturalmente pensó lo mismo, entornó los ojos y se pasó la mano lentamente por la nariz. Luego se volvió de espaldas al balcón para que Maleza reparase en él en seguida de entrar. Don Lotario, con las manos en los bolsillos del pantalón, también se volvió en actitud de espera.

Apareció el cabo en la puerta del salón y apenas giró vistazo columbró al Jefe y a su compadre. Se acercó sorteando las mesas de partida, y llevándose la mano descuidadamente a la visera de la gorra a manera de saludo, soltó su mandado:

– Jefe, que le llama el señor Juez.

– ¿Qué pasa?

– No sé. Llamó por teléfono al cuarto de guardia, y como no estaba usted me dijo que lo buscase al contao.

– Espéreme aquí, don Lotario. Será alguna cachupinada. En seguida vengo.

– Aquí estoy, Manuel, y si tardas, en el herradero.

Plinio marchó seguido de Maleza. Y don Lotario se acomodó en una silla, junto al balcón, para no perder de vista la puerta del Juzgado.

Desde que se mecanizó el campo todos los veterinarios del pueblo estaban dados a los demonios y a completar sus ingresos con otras dedicaciones. Todos menos don Lotario. Como tenía viñas por parte de entrambos cónyuges, amén de un razonable capital amasado con muchos años de profesión, ahora encontraba tiempo para acompañar a Plinio en todas sus correrías sin cargos de conciencia. Porque antes, cuando la carrera daba tanto trabajo, cada vez que salía con Plinio de aventuras, su mujer y sus hijas no lo dejaban en paz echándole en cara su afición. "Qué vergüenza, un hombre que en vez de atender a sus enfermos como Dios manda se va a jugar a los buenos y a los malos como un muchacho" o "Lo nunca visto, tener una carrera tan respetable y gustarle ser guardia municipal".

En el antedespacho del señor Juez estaba el secretario don Tomás, alias don Tomaíto, por lo que le daba a la copa. Don Tomás era amigo de beber a solas o en compañía, según se terciaba y según le apretaba la melancolía. Solterón y andaluz no se encontraba en su ser mientras no tenía una copa de jerez delante de su sonrisa. Cuando bebía en compañía el hombre era una fiesta. Cuando bebía solo en las tabernas apartadas, con los brazos apoyados en el mostrador, el cigarro en la boca y los ojos tras los lentes a nivel de la copa, don Tomaíto era un entierro de caridad. Julián Ayesta, que cayó por aquel pueblo a dar una conferencia y vio al "secre" confesándose a solas con una copa en el bar de la Lola, le llamó "el solicopero", como dicen en América. A don Tomás le cayó en gracia el dicho y se inventó una copla:

Los que me ven beber solo

me llaman solicopero.

No saben que acompañado

que estoy más solo, es lo cierto.

También estaba en el Juzgado Antonio el Faraón, corredor de vinos y con ciento veinte kilos de carne sobre su esqueleto.

– Me dicen que llamó el señor Juez.

– No, e sío yo que er señó Jué está en Arcasa.

– ¿Y qué pasa?

– Fue na, que al Antonio l'han birlao un nicho.

– ¿Cómo que le han birlao un nicho?

– Sí, que le han enterrao un forastero en su patrimonio… Vamo, que ya le van a robá a uno hasta la sepultura.

Plinio miró al Faraón con aire interrogativo.

Y Antonio el Faraón, sentado a horcajadas sobre una silla, sonreía con toda su cara.

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