Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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– ¡Jueves!

– ¡Viernes!

Matías consultó a todos con la mirada y ante el asentimiento del coro comentó, mirándose la punta de la alpargata:

– Desde luego es que siempre entre muertos, pierde uno el tino del almenaque.

– Menudo almenaque estás tú hecho.

– Pero, ¿de qué se trata, doctor? -cortó Plinio.

– De una exhumación.

– Entonces ha tenido usted suerte, porque a lo mejor va a matar dos pájaros de un tiro.

– Pues ¿qué pasa? – preguntó tocándose el nudo de la corbata y con su habitual aire de aburrido.

– Ahora le explicaré. Anda, Matías, vamos primero a esa exhumación y después a lo que íbamos.

– Pues bueno.

Dejó la escalera al pie de un ciprés y echó a andar delante, con la herramienta en la mano, hacia la parte del Cementerio Viejo que ya habían dejado atrás.

– Es que este Matías es un juevista – dijo el Faraón.

– ¿Qué es eso de juevista? – preguntó Plinio.

– Yo, ni juevista ni narices; lo que pasa es que no paro en to el día.

– ¿Pero a qué hablas si no sabes lo que es juevista?

– Ni falta que me hace.

– Míralo qué educado… Sí, hombre, un periódico de los curas que recibe mi chica y dice: "si quieres ser buen juevista, suscríbete a esta revista".

Con don Saturnino, el forense, venían cinco o seis hombres y dos mujeres, enlutadísimos, de aspecto muy rústico y que apenas hablaban entre ellos.

Luego de mil vueltas y revueltas, el camposantero se paró ante un nicho bajo, de traza muy antigua. La lápida era de mármol blanco, con esta leyenda en letras marrones: "Aquí yace Mariano López Birria, Sargento de la Gloriosa Infantería Española. 1840-1896. Sus hijos no lo olvidan. Amén".

Sin más consultas, Matías se escupió las palmas de las manos, se las restregó y empezó a picar al hilo de los bordes de la lápida para ver el modo de sacarla entera. Que su oficio sí que lo sabía Matías.

Y todos hacían corro al enterrador con los ojos fijos en la marcha de su picota, menos Plinio y el forense que hablaban un poco apartados. Éste escuchaba el caso del nicho robado al Faraón, sin dejar de tocarse el nudo de la corbata. Los bromistas del pueblo solían decir que don Saturnino tenía atragantada la nuez. Y Plinio, sin darse cuenta – solía ocurrir a todos los que hablaban con el médico – a falta de corbata, de vez en cuando se llevaba la mano al cuello del uniforme como si le apretara la tirilla.

– ¡Doctor, el nicho va está descubierto! – gritó Matías.

– Voy.

Echaron todavía una coletilla a su parla, guardia y forense, hasta que por fin, éste, con pasos arrastrados fue hacia el agujero. Se abrió el corro para dejarle paso.

– Venga, tire del ataúd.

Matías se puso en cuclillas y empezó a tirar de él suavemente. Era una caja de maderas recias que se conservaban muy bien. Debía pesar muy poco el contenido porque salió sin esfuerzo.

– Abra usted.

El enniehador metió la punta de la picola entre tapa y caja a la altura de los cierres y la forzó por cuatro puntos. Luego, sin esperar más órdenes, tomó la tapa por la parte de los pies y la levantó con cuidado. A la vista de lo que allí apareció nadie dijo una palabra. Todos los presentes, en aquella tarde opaca, miraron obsesionados al destapado.

El cadáver, de uniforme azul y rojo, con los galones de sargento, aparecía en su total volumen. Pero lo más chocante era su actitud. Estaba firme. Firme y con la mano derecha a la altura del kepis. El hombre había muerto saludando o saludó al morir, que para el caso es igual. Y saludando lo habían dejado sus leales. Su rigidez no era de muerto, era de militar disciplinado. Tenía, eso sí, no todo iba a ser perfección, el cubre- cabezas un poco descolocado y el flequillo negro le hacía banderas sobre la frente. Su cara, amojamada y casi con color todavía, expresaba un gesto vigoroso. Las manos parecían de cartón. Las botas, el sable, unas espuelas, a pesar de ser de infantería, y la hebilla del cinturón, en su sitio, nuevecitos. El uniforme levemente descolorido, como empolvado.

– Éstos sí que eran hombres – dijo al fin el Faraón.

– Desde que tengo potra no he visto otra – coreó el huésped de carroñas. Y luego-: Éste debe ser un terreno muy aparente para la conservación de lo fúnebre, porque yo nunca he visto un cuerpo tan completico.

Los parientes o lo que fueran que habían llegado con don Saturnino, tenían puestas las caras muy raras, como atemorizados por tener que ver algo con aquel individuo tan decidido e íntegro.

La boca del muerto, apretada, quedaba casi cubierta por el copioso vello del bigote y de las barbas.

– ¿Dónde va a ir? – preguntó Matías a los parientes.

– Pues al osario, porque aquí vendrá mañana el tío Pedro – dijo uno sin dejar de mirar.

– Pues ya sabéis – les dijo el Faraón -, en este nicho vais a tener "tío Pedro" para rato… Vamos, como si no se muriese o así.

– Hala, vamos con él – dijo Matías, dispuesto a cargar con el muerto.

Pero no hubo ocasión. Apenas quiso abrazar la caja para alzarla, toda aquella imagen tan aparente y conservada se deshizo como si estuviera modelada con polvos de colores.

Fue visto y no visto.

– ¡Se jodió! – saltó Antonio el Faraón.

Carne, uniforme y gesto, todo quedó ahora en montecillos de polvo de diversos colores. Resto de droguería. Sólo las botas, los metales y los pelos aparecían enteros entre el esqueleto.

– Pulvis eris - dijo el veterinario.

– Todo ha sido como en el cine, coño – comentó el Faraón con gesto meditativo y meneando la cabeza.

A pesar de la destrucción, entre aquel terraguerío de colores, el brazo saludador, ya hueso puro, seguía con la mano donde estaba. El sargento, sin forma, sólo esquema, seguiría su imperio en la fosa común, imponiendo en aquella oscura república de radiografías el brío de su modesta autoridad.

Cuando todos se repusieron un poco de la evaporación de "lo fúnebre" – como decía el enterrador – éste tomó definitivamente la caja bajo el brazo, camino del osario. Uno de los parientes del "tío Pedro" dijo de pronto al forense:

Don Saturnino, yo querría llevarme el sable del sargento.

– Pues tómelo, suyo es.

Y el hombre echó a correr tras de Matías para que le diese el arma antes de lanzar el ataúd por la lumbrera. Los demás parientes lo aguardaron y el forense, con Plinio, el Faraón y don Lotario, reanudaron su operación "nicho robado".

– Al hombre le ha gustado el sable del militante.

– No te creas que no me ha dado envidia a mí – respondió Plinio, siempre añorante del arma blanca, antepasada de la porra.

En camino otra vez, Antonio el Faraón contó con pelos y señales al médico la peripecia de su huesa nueva.

– Desde luego, don Saturnino, una cosa así no le ha pasado a nadie en este pueblo.

El médico se aplicó bien el nudo de la corbata bajo la nuez y dijo que no con la cabeza.

Cuando llegaron al rodal de la Galería de San Juan, el Faraón señaló con el dedo.

– Ése es.

– Se diría que el yeso todavía está fresco – dijo don Lotario a Plinio.

Éste asintió, y en seguida se puso a mirar los nichos de al lado por si veía huellas de algo.

– A ver si es que Matías le dejó a otro la faena de algún enterramiento y el sustituto se equivocó – sugirió el médico.

– O que estaba trompa – añadió el Faraón.

– Dice que no – aseguró Plinio.

El sepulturero se aproximaba con la escalerilla al hombro y la picola en la mano. Lejos, como muchacho con reyes, corría el hombre de luto con el sable en la mano.

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