Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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– Lo más probable es que se trate de un forastero – dijo el señor Juez con el vaso en una mano y un cigarro en la otra.

– Pero a mí se me hase mu raro que traigan un forastero a enterrar de incógnito en el nicho de Antonio – apostilló el "secre" don Tomaíto.

– … De la familia de Antonio – aclaró éste -; no queráis certificarme tan presto.

– ¿Y tú estás seguro, Saturnino – siguió el Juez sin hacer caso de la aclaración del Faraón -, de que no ha muerto violentamente?

– Hombre, heridas o magullamientos no tiene. Lo he examinado muy bien. Ahora bien… está embalsamado tan a conciencia, que no puede hacerse una autopsia corriente. Si por ejemplo murió envenenado, no hay forma de saberlo… como no sea un especialista.

El Juez, con la barbilla en la mano, luego de pensar un poco, dijo:

– Mañana que venga un fotógrafo. Avísale tú a Albaladejo, Tomás. Que le haga retratos de frente y de perfil para enviar a la Prensa. Hay que intentar saber quién es este hombre… ¿Le parece bien, Manuel?

– Muy bien. Y se me ocurre otra cosa.

– ¿Dígame?

– Yo digo, como a mí me dan siempre bastantico resultado las soluciones estilo pueblo…, decía yo de mandar echar unos pregones para que se acerque por aquí personal a ver si alguien lo conoce.

– ¡Atiza, mi madre! – exclamó Matías sin poderlo remediar -, con lo bacina que es la gente, mañana se descuelga por aquí el pueblo entero.

– Lleva razón er señó del azaón – abundó el Secretario-; mañana hay aquí cola como en el fúrbol.

– No importa. Es lo que queremos. De acuerdo, Manuel. Es más: vamos a tenerlo expuesto durante tres días.

– Muy bien – replicó Manuel -… salvo que se aclare algo antes.

– Por supuesto. No sé si esto será muy ortodoxo -continuó el Juez -, pero ante la anomalía del caso toda precaución es poca.

– ¿Y si diéramos también el aviso a los pueblos cercanos: Argamasilla, Alcázar, Socuéllamos y demás?-aconsejó don Lotario.

– No hace falta. A ver si mañana mismo se pueden mandar las fotografías al periódico de la provincia para que se publiquen por la tarde. Y en tres días de exposición, si alguien lo reconoce, puede venir a cerciorarse… Encárgate tú, Tomás, de redactar la nota… Y usted, Manuel, se viene con el fotógrafo.

A la luz linaza del zaguán se veía el corro, cual de cómicos en un teatrillo de candilejas menguadas. Los vasos de blanco, las lumbres de los cigarros, el meneo de brazos y pasos adelante de los que estaban de pie componían la escena.

Al señor Juez, sentado en una silla muy baja, las rodillas le quedaban muy cerca de la cara.

Don Tomaíto, con el sombrero puesto y las gafas de armadura dorada, tenía el vaso entre sus dedos con aquella delicadeza que Dios le dio para tratar el vino. Claro que "su vino" era el de Jerez. Y como andaluz de ley, al manchego le daba trato de pariente subdesarrollado.

Plinio permanecía de pie, con la gorra de paño azul un poco volcada hacia el cogote, el vaso en la mano derecha y la izquierda en la porra de goma. Actitud heredada de sus tiempos gloriosos, cuando llevaba sable con empuñadura dorada. En esta postura el sable basculaba y componía una estampa bizarra. Sin embargo, la porra, al quedarse horizontal bajo la presión de la mano, resultaba un apéndice desgraciado.

Don Lotario, sentado junto al Jefe, escuchaba con las piernas y brazos cruzados. El Faraón había conseguido atrapar un serijo y, bien abierto de piernas, dejaba al aire su barriga saludable. Cada vez que tomaba del vaso, se gamuceaba el labio con su lengua rosada y sensual.

Los hijos del enterrador duendeaban en la cocina. Y Matías, con la blusa azul anudada a la altura del ombligo y la boina parda hecha visera sobre la frente, escuchaba a todos con la boca abierta y los ojos de sueño.

Y al fondo, por la puerta abierta de la "Sala Depósito", salía la luz pobre que velaba al muerto.

Esta escena así, quieta, como una fotografía oscura, quedaría durante toda la vida en la memoria de los que allí estaban.

Plinio y don Lotario, al regreso del Cementerio y buscando ocasión de poder comentar a su sabor las peripecias de las últimas horas, fueron a casa de su amiguete Braulio, que siempre los recibía con gusto.

Cuando llegaron, Braulio estaba sentado a la fresca, junto a la portada de su bodeguilla, en mangas de camisa y con un gosquecillo rabicapado sobre las tablas de sus muslos.

– ¿En qué piensas, Braulio? – le dijo Plinio a manera de saludo.

– ¡Coño, la pareja! – saltó el saludado con aire de buena sorpresa -… Pues aquí me estaba cavilando en tontainas… Ya me he enterado que habéis tenido esta tarde faena de la fina.

– ¿A qué llamas tú tontainas, Braulio?

– Pues… Llamo tontainas a esta cosa que es vivir, a la otra que es nacer, y, naturaca, a la más otra que es morirse… Y que por más vueltas que le doy al molino… y se las llevo dando desde que se me cuajó la razón, que ya va para largo, no le encuentro el chiste a este ferial.

– Siempre has sido un filósofo, Braulio – le dijo Plinio.

– Pos sí seré. Pero to el que no sea tonto rematao creo yo que revina estas cosas de cuando en cuando. ¿O no?… Yo, de verdad – continuó dando un cambio a la teoría -, cuando ciertos padres se ponen tan prósperos con sus hijos, y les dicen que bastante favor les han hecho con traerlos al mundo, me da una rabia… La faena, coño, ha sido traerlos a las galeras y tormentos que acopia la vida del más pintado… Como inocentes engañados debían tratarlos, y arrepentirse de haberlos metido en este berenjenal… Por eso, sin saber muy bien lo que me hacía, un servidor no se casó. Ni tuvo hijos en lo ajeno. Y ahora con mi conciencia tranquila de no haber emharcao a nadie en esta cardenchera… He dicho.

– Y muy bien dicho, Braulio… ¿Pero es que no eres feliz? – preguntó Plinio.

– Yo no sé. Creo que no. La verdad es que el mundo me importa un güevo. ¿Tú me entiendes? Estoy aquí por rutina… Pero como a nadie tengo detrás, a lo mejor uno de esos días que se levanta uno con mal sabor de boca, pues me cuelgo de la viga y a hacer puñetas. ¿Me expreso o no me expreso?

– Ya lo creo que te expresas… Pero veo que aquí don Lotario y yo encontramos mal tercio para el plan que traíamos.

– ¿Y qué plan es ése?

– Hombre, beber unos vasos de vino al fresquito de tu cueva y comentar un poco todo el negocio que nos ha venido a las manos esta tarde.

Braulio, que continuaba sentado, quedó mirando a los visitantes que permanecían en pie, con cara de indignación, y dijo:

– ¡Carajo!, el que yo os diga mis ansias no entorpece ese propósito. Que la vida hay que tomarla como la encontramos. Y el vino, la buena compañía y el fresquito de la cueva son cosas muy llevaderas por poco que uno se explique las veredas de este inquilinato… ¡Hala!, de frente marchen – dijo levantándose nervioso, sin soltar el perro, y arrastrando la silla con la mano libre se entró por el postigo abriendo camino.

Bajaron con tiento, porque la única bombilla, alta y vinosa, que había sobre la escalera de la cueva, alumbraba con muy mala geometría los escalones de tierra.

– ¡Atiza!, si me bajo con el perro. Por favor, don Lotario, déjelo ahí fuera, no sea que se constipe.

– Debías tener un candil supletorio para estas bajadas, Braulio – le dijo Plinio, que descendía un poco al bies y con pasos muy irregulares -, porque esta luz es muy pobre.

– Llevas razón, Manuel, pero siempre pienso que todo el mundo tiene mi peritaje.

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