Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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– No se puede decir tan aprisa que no lo conocemos. La muerte come mucho. ¿Verdad, don Saturnino? – preguntó Plinio.

– Sí, pero el aire siempre se saca… Vamos a examinarlo bien.

– ¿Lo llevamos a la "Sala Depósito" o esperamos al Juzgado? – preguntó Matías.

– El Juzgado lo ve allí.

– Venga, muchachos – dijo Matías a los mozos -, vamos con él.

Entre todos los que allí estaban alzaron el cajón y caminaron hacia el Depósito. Plinio iba detrás con las tablas y precintos.

– ¡Ay, mama mía – suspiraba el gordo que en vano simulaba ayudar-, y qué habré hecho yo en este mundo para que me manden un hombre en estas condiciones!

Apenas posaron el cuerpo sobre la mesa de mármol de la "Sala Depósito", don Saturnino quedó a solas examinándolo.

Plinio y don Lotario, después de telefonear al Juzgado, paseaban pensativos ante la puerta del Cementerio. El Faraón se acercó a la bodega de Jonás a por unas botellas de vino.

Matías y su mujer sacaron una mesita, sillas y vasos. Encendidas ya las luces, el Jefe y el veterinario entre sombras daban vueltas y más vueltas sin despegar el pico.

Por fin, don Lotario preguntó a su amigo casi suplicante:

– ¿Qué piensas de todo esto, Manuel?

– Lo mismo que usted. Absolutamente nada.

– Pero algo imaginarás.

– Hombre, don Lotario, imaginar, imaginar, lo que se dice imaginar, sí que imagino. Pero la imaginación sin datos, sólo vale para escribir novelas… Todo esto es muy raro, pero que muy raro.

– Quien no creo que tenga nada que ver en este entierro es el Faraón – aventuró el veterinario.

– No… No creo. Él es hombre de buen natural. Travieso y bromero sí, pero nunca pasa a mayores.

El médico salió del Depósito y pidió para lavarse las manos. En seguida se le oyó cacharrear dentro.

El Faraón se acercaba cantando, por hacer gracia o por orearse el miedo:

Quien te puso Salvaora

qué poco te conocía…

Cuando llegó con una garrafilla de blanco del otro año y un bolsillao de almendras, se sentaron todos junto a la mesilla de Matías en espera de los de la Justicia.

– ¿De dónde has encontrado esas almendras?-le preguntó Plinio.

– En el encontraero.

Empezó a sonar el líquido en los cristales y el rumiar de las almendras.

– ¡Ay, mama mía, la primera cosa de gusto que hacemos esta tarde! Buena persona es el vino. Sin él y sin tetas calientes, qué sería de uno, ¡madre!

– Cuidao que es usted verde, Antonio – comentó el médico.

– Y quién no. Lo que pasa es que unos lo decimos y otros no. Para mí, no hay más que tres verdades: el bolsón, el colchón y la andorga. Lo demás "verduras de las eras", como dice el cantar.

– Pues tú, tan gordo y sesentón como estás, ya no debes alpear en el catre con lucimiento – dijo Plinio.

– Hombre… donde hay, siempre queda. Fuerza en el inferior le prometo que no me falta. No es como aquel gañán mío que decía que sólo conseguía armarse por las madrugadas, aprovechando la fuerza del orín. Y lo de la gordura no es cosa mayor. Yo me las apaño. Echo lo mocetes – y extendió los brazos – para no laminar a la contraria, y quedo como unas rosas.

Y para dar mayor grafismo a sus lucubraciones, sin levantarse de la silla y con los brazos en el aire, inició algo así como un aire danzón.

– Desde luego es que los Faraones habéis sido de lo más tirado del pueblo en eso de la carne – le atacó el Jefe.

– Tirados, no; echados, Jefe. Echados… Buena raza. Mi padre, el pobre, a los ochenta años, apenas lo sentábamos a tomar el sol se ponía cachondo y no dejaba parar a las vecinas a fuerza de barbaridades. Y mi abuelo murió como un hombre en una casa del Canto Grande. Después del coito se quedó traspuesto y no volvió en sí. ¡Qué gusto no le daría!

– Pero tu abuelo murió muy joven, según tengo entendido – dijo Plinio.

– Pero eso no quita… Le sacaron un romance. Empezaba:

Sebastián el Faraón

murió en pecado mortal,

al tercer golpe de manta

se quedó sin respirar.

La Jeroma le decía:

"Despierta, que ya es de día,

¿no oyes que pasan los carros

que se van al melonar?"

Por más que lo meneaba,

Sebastián sin contestar…

– Luego, no me acuerdo cómo sigue… pero acababa así.

La Jeroma desde entonces

no la quieren contratar;

dicen que mata a los hombres

con su parte reservá…

– Qué animalada – comentó el médico.

– Cada uno su ejecutoria, doctor. Unos nobles, otros ricos, otros listos y nosotros, los Faraones, fieles al ramo de la ingle, como dice aquí.

– Bueno, deja el tema ya, que te pones muy borrico y no estamos en lugar propio – dijo Plinio.

– ¡Huy!, que no. A mí los muertos me animan mucho… Las mujeres, en los velatorios, ya sabe usted que se caldean… Y además estoy contento después de ver que lo que me han colao en el nicho no me compromete… Imagínese usted que aparece ahí uno de los que le debo cuartos.

– No te las prometas tan felices, que estamos empezando.

Hubo una pausa, pausa de pito liao, gota, chupada, relamida y expelencia de humos.

El Faraón, mirando a don Lotario, se sonreía con ternura y al fin rompió:

– Ahora que estoy yo metido en este trance, por razones, digamos, de propiedad, comprendo, don Lotario, la querencia que le tiene usted a Manuel y lo bien que deben pasarlo.

Don Lotario se sintió halagado:

– Es oficio divertido.

– Divertido, cuando se presentan casos bonitos, como puede ser éste – aclaró Plinio -, que llegan de uvas a peras. Porque la mayor parte del tiempo la pasa uno en rutinas del servicio, en general muy insustanciales.

– Manuel, es que usted debía haber nacido en Chicago, pongo por sitio perverso. Porque tener aficiones policíacas y ejercer en Tomelloso no tiene chiste. Aquí la gente es muy llana y de buen natural y no se mata nada más que en casos de mucha precisión – comentó Antonio.

– Lo que pasa es que usted, Manuel, debía haberse hecho policía de los de verdad, de la secreta. Usted vale mucho – confirmó el médico.

– Bah… Yo no soy hombre instruido. Mi padre era capataz de aquella bodega que se ve desde aquí y sólo fui unos días a la escuela.

– Es que con lo que usted tiene demostrao a Tomelloso y al mundo – siguió el Faraón -, si hubiera justicia en España lo habrían nombrado ya general-policía del país.

– No exageres, Faraón. Yo soy hombre con cierto sentido común y nada más. Lo que hasta ahora he hecho son chapuzas, sólo chapuzas.

– No sea usted modesto, que la policía secreta de Ciudad Real-siguió el corredor de vinos – y la de Alcázar, todos lo sabemos, se quita el sombrero cuando usted entra en acción.

– Y a veces, cuando tienen un caso difícil, "nos" llaman – añadió don Lotario muy satisfecho -. Di que sí.

– Na… Chapuzas… Éstos deben ser los del Juzgado- concluyó, mirando a un coche que se aproximaba por la carretera del Cementerio.

La noche era muy oscura. Los paseos, como boca de lobo. Allá lejos el relumbrar del pueblo. Por todos sitios cantaba el grillerío. Debían estar encelados o reclamando la luna. De cuando en cuando, por las carreteras próximas, las luces de un coche. En la casa del camposantero, las ventanas abiertas. Entrares y salires al resplandor pajizo de las menguadas bombillas. Fuera, en el porche, quedaron las sillas, la garrafilla y los vasos.

Más de media hora estuvieron los del Juzgado examinando el muerto y haciendo sus diligencias. Luego salieron despaciosos. Ofreció el Faraón de la garrafilla y se rehízo la tertulia.

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