Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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Y lo decía bien adelantado, porque el hombre de piernas cortas y bracetes de ala bajaba como una bicicleta. La nave de la cueva también estaba muy oscura. Otras dos bombillas menudas y pajizas, tiradas con onda, pendían de unos hilos cotosos en el aquí y allí del techo.

Se sentía allí un rico frescor aromado por los alientos del vino. Las tinajas de barro, con las panzas bien generosas, se alineaban a uno y otro lado de la nave. Por una escalera de mano verdinegra subieron al empotre de madera.

– Tienes que arreglar esta bodega, Braulio – le dijo el veterinario-, y ponerle tinajas y empotres de cemento como ahora se lleva.

– No por mis muertos. Que así la hicieron mis abuelos, así me sirve, y así me da el vino más aplomao del pueblo. A lo de ponerle más luz, me apunto. Me parece de ley y sensato, pero en tocante a cemento, ni una espuerta dejo bajar por esa escalera…

Se detuvo ante la boca de una tinaja y señalándola con el dedo, dijo muy satisfecho:

– Van a ver ustedes ricura manchega la de esta tenaja que he desvirgado hoy. La tengo vendida, pero me voy a quedar con cinco o seis arrobas de ella para pasar el verano como Dios manda.

Quitó la tapa de paja de "aquella ricura", se sentaron todos a media anqueta en el halda de la tinaja, y Braulio, con el vaso pinzado delicadamente entre dos dedos, empezó a menear el caldo. Cuando consideró que ya era bastante movición, metió el vaso y se lo ofreció a don Lotario.

– Tú disimula, Plinio, pero primero los de carrera.

Don Lotario miró un poco el vino al trasluz y se lo envasijó luego en dos traguitos.

– ¡Buen blanco! – dijo labieando con regusto.

Volvió Braulio a menear el vaso dentro del vino, lo relleno y ofreció a Plinio, que se lo bebió de un solo golpe. Luego se sirvió él, bebió paladeando mucho, dio un beso al culo del vaso y lo dejó sobre el empotre. Don Lotario sacó la picadura de habano que llevaba en la petaca de las solemnidades, y liaron con toda pausa. Pues, según Braulio, por tres cosas se conoce a los hombres cabales: por la manera de beber el vino, de mirar a las mujeres y de liar los cigarros… Que a un pito, añadía, no se le da una mala vuelta.

Era tan bueno el fresco de la cueva, tan tragadero el blanco y aromático y viril el tabaco del señor veterinario, que los tres hombres tardaron mucho en romper a hablar. Allí permanecían acluecados, perdidos en sus humos, sus tragos y sus imaginativas. Por fin, como Braulio empezó a dar ciertas muestras de impaciencia, que para eso estaba en su casa, Plinio le resumió el acontecimiento fúnebre en que andaban.

– Lo que a cualquiera se le ocurre, en respective al caso-dijo "el filósofo" -, es que alguien ha querido deshacerse de ese muerto. Pero ¿por qué?

– A mí lo que me preocupa de momento – dijo Plinio con la barbilla muy levantada y los ojos en rendija- no es eso.

– ¿El qué, Manuel? – preguntó don Lotario con el vaso en el aire como ofreciéndolo.

– Lo que me preocupa es por qué se han tenido que deshacer de ese muerto aquí en nuestro pueblo… Y alojándolo en un nicho tan fácil de descubrir.

– ¿Entonces tú das por sentado que el negocio no es local? – inquirió Braulio.

Plinio negó con la cabeza al tiempo que se inclinaba sobre la boca de la tinaja para rellenar su vaso.

– No me huele a local como tú dices… Verás como mañana nadie reconoce al muerto. Ojalá me equivoque. Yo me sé el pueblo de memoria y esa cara no me suena.

– Que la muerte altera mucho, Manuel – sentenció el veterinario.

– ¡Coño que si altera! – saltó Braulio como pensando en alguien que él sabía.

– Pero no hasta dejar del todo desconocido a un paisano, ya viejo. Máxime que éste está bastante propio… Además, un embalsamamiento como el que le han hecho a ese cuerpo, sólo puede ser obra de médico – explicó el Jefe.

– Venga otro pito, don Lotario – pidió Braulio-, desde luego, el caso es de rompecabezas. Y un cajón tan grande, si vino de fuera… ¿lo traerían en un camión?

– Ya he pensado en eso.

– A ver si es un ministro de esos internacionales que ahora matan en todos los sitios y lo han distraído por aquí.

– Éste es un pueblo muy a trasmano – dijo Plinio.

– Por eso precisamente, macho.

– No seas terco, Braulio. Si de verdad hubieran querido ocultarlo, lo entierran en pleno monte y no se entera ni Dios.

– Eso sí – confirmó don Lotario.

– Además, lo expuesto que es meterse en un cementerio que funciona… aunque sea de noche… Abrir un nicho y toda la pesca.

– ¿Y si lo que pretenden los, digamos, remitentes, es que se descubriera pasado un tiempo? – preguntó Braulio.

– ¿Para qué? – dijo don Lotario.

– Hombre… digo yo. Puestos a hacer cábalas.

– Ya en ésas – razonó Plinio -, tan bien embalado como llegó, lo habrían facturado a casa de cualquiera y todo más cómodo, menos expuesto, y descubrimiento súbito.

– Tú, Manuel, razonas muy bien, porque piensas que todo el mundo tiene la sesera tan cabal como la tuya. Y estás errao. Porque la mitad de la gente… ¡Qué digo la mitad!… el milenta por mil, tiene la cabeza como una cafetera… ¡Puñeto!, si todavía no hace dos años que el Colodro compraba los melones a peseta el kilo y los vendía a nueve patacos… Lo que el hombre quería es que lo creyeran negociante.

– Hombre, pero el Colodro es un gilipollas…

– ¿Y quién te ha dicho a ti que el muerto es un Salomón?

Como los vasos circularon más de la cuenta y la conversación duró mucho, aunque nada se sacó en claro, ya que las razones del Jefe y sugerencias del veterinario las torpedeaba Braulio con su misantropía, cuando los tres hombres bajaron del empotre, al filo de las once, andaban bastante averiados… Con paso lerdo y mucho meneo de brazos.

Todavía en la puerta echaron una buena posdata a costa de las mujeres. Braulio sacó su doctrina de siempre.

– Lo que os digo. Las mujeres tenían que vivir solas en un barrio. De la plaza pal norte. Allí que chillaran, se pusieran verdes, dieran de mamar a los hijos y se lavaran las vergüenzas. Y los hombres, de la Plaza pa'l sur. Tranquilos, en sus negocios, su vino, sus pitos y su parla. Ibamos a vivir como Dios… A la hora de la fornicativa, el campanero tocaba la campana mayor y cada uno pasaba al norte a echar su mandao. Y después al barrio sur. No hay más cáscaras. Veríais qué paz.

– ¿Y tú a quién ibas a apañar, Braulio? – le preguntó Plinio.

– ¡Uf, qué lástima! Yo ni siquiera a nadie. No estoy ya para esos tratos. Del barrio sur no me movía un pelo. Palabra.

Cuando se despidieron los visitantes, Braulio se quedó como perplejo en el recuadro de luz que formaba el postigo de su portada abierto. Y de pronto gritó para sí:

"Yo, ya, ni más cena, ni más na. Me acuesto y a hacer puñetas."

Y se metió tras dar un portazo, mientras Plinio y don Lotario se alejaban sin poderse tener de la risa.

VIERNES

Plinio no durmió bien aquella noche, como solia ocurrirle siempre que tenía un caso penoso. Daba vueltas y más vueltas en la cama con la hechura de aquel muerto aspeándole en el magín… Lo veía propiamente con su nariz aguileña, boca sumida, el pelo blanco bajo el capuz del sudario y las manos cruzadas. "Son manos – se decía – de hombre que ha trabajado poco… Y hasta se adivinaba, en lo posible, aire de hombre bien visto… "Lo que le inquietaba de manera obsesiva era la creencia de que no había examinado con detenimiento las tablas del fondo del cajón, por si había en ellas alguna marca disimulada… "Pero allí están… No creo que las tire Matías."

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