… Hacia la una del día empezaron a clarear las visitas. Plinio dio permiso al escultor para que entrara a su labor y don Lotario salió con su bloc lleno de apuntaciones que fue mostrando al Jefe. Al cabo de un poco salió también el Faraón.
– ¡Coño, qué incertidumbre!
– ¿Qué te pasa, Antonio?
– Que no sé si quedarme ahí dentro viendo al Calixto hacer la máscara o que nos fuéramos a tomar unas cervezas fresquitas.
– Tú verás. Don Lotario y yo nos apuntamos a las cervezas.
– Pues eso.
Tomaron el "seiscientos" y tiraron hacia el pueblo.
– Vamos al otro casino, al de Tomelloso, que no habrá gente a estas horas y podamos estar tranquilos, digo yo – sugirió Antonio.
– Sí. Mejor será.
– Tengo metido en el colodrillo la cara del muerto de la puñeta. Como que desde ayer tarde no he mirado otra cosa…
El salón del Casino de Tomelloso estaba vacío, como esperaban. Pascual, el camarero, único viviente, dormitaba en un sillón. La luz refina que se filtraba por los cristales esmerilados de la montera, obra maestra de Luis el del "Infierno" en sus años de plenitud, cuajaba un ambiente suave, de sol invernizo, delicado.
Se sentaron los tres hombres bajo el espejo de la izquierda, y como Pascual no despertase con el ruido que hicieron al entrar, se pusieron de acuerdo para dar palmas a la vez a ver si conseguían aventar el modorro que tenía tan derrotado al camarero.
Éste, al oír los múltiples y esforzados aplausos, dio un respingo cachorril, se restregó ambos ojos con iguales manos, y luego de orientarse de qué parte del gran salón le venía el manoteo y la guasa, se puso el paño al hombro, tomó la bandeja bajo el brazo como un broquel y fue hacia ellos.
– ¡Venga, chico! – le dijo el Faraón -, ¿es que estuviste anoche "anca ésas".
– ¡Qué va!, estuve de vela por el puñetero del muchacho que lloró hasta el amanecer. Ha llegado tardío, pero con unas ganas de pasacalle que pa qué.
Luego que trajo Pascual las jarras de cerveza y unas gambas a la plancha, los tres hombres se aplicaron a ellas con gran gusto. Sacó luego Plinio el "Caldo de gallina" de los amigos, y empezaban todos a liar cuando se vio moverse la puerta giratoria y en seguida apareció Alcañices, muy prisoso.
Al verlos sentados bajo el espejo, puso cara de gusto:
– Menos mal que les encuentro – dijo a manera de saludo.
– ¿Pues qué pasa? – le preguntó Plinio.
– Nada, hombre, un negociejo que se me ha ocurrido.
– Siéntate, negociante – le dijo el Faraón.
Alcañices era un menestral muy emprendedor.
– ¿Y vienes a pedirnos financiación? – le preguntó Plinio.
– Nada de financiación. Vengo a pedirle permiso a usted, Jefe.
– ¿De qué se trata?
– Poca cosa, pero que puede dar hilo… Verá usted: he visto al artista Calixto haciendo la mascarilla del difunto anónimo y me ha dicho que usted le autorizó.
Entonces yo he pensado que me hiciera a mí una copia. Y ha dicho que sí. ¿Sabe usted para qué?
– No. ¿Para qué?
– Para fabricar caretas, hombre de Dios. Si está claro.
– ¿Caretas de máscara?
– Quiquilicuatre.
Plinio se pasó la mano por la nuca como buscando una razón, pero se le adelantó el Faraón:
– Pero, oye, so chalao, si estamos en junio y para carnaval falta la intemerata.
– No importa.
– Sí importa, porque en carnaval ya se habrá olvidado todo el mundo del cadáver anónimo, como tú dices.
– ¿Qué tendrá que ver una cosa con otra? A la gente, ¿comprende usted?, le está haciendo mucha impresión este muerto… Máxime que lo va a visitar medio pueblo… Y un recuerdo de estas cosas siempre gusta. Y, claro, como las mascarillas son muy caras, pues la gente comprará caretas…, que el ponérselas o no ya es otro cantar.
– ¿Entonces, tú crees que pones en el mercado un puesto de caretas en pleno junio y te las quitan de las manos? – dijo el Faraón con sorna.
– Como rosquillas, sí señor. Yo conozco la fantasía fúnebre de la gente.
– Allá tú. Pero yo no lo veo claro.
– Usted, Jefe, ¿me autoriza o no me autoriza?
– Yo sí; no faltaba más. Pero piénsalo.
– Está pensao. Me voy.
– Pero, hombre, mascarero, tómate una caña.
– Se agradece. ¡Abur!
Y salió de pira.
– ¡Anda con Dios! Va como si ya las tuviera en el horno.
– ¿En el horno? – preguntó Plinio.
– Es un decir.
– Está el pobre como una turbina. Las muertes misteriosas sacan a la gente de quicio.
Consumidas las cervezas y las divagaciones sobre el negocio de las caretas que se prometía el industrial Alcañices, decidieron irse a comer.
El Faraón marchó a pie desde el Casino y don Lotario llevó a Plinio en su coche. Por cierto, que cuando pararon en la puerta de éste, tuvo lugar una corta plática que merece copia.
– Manuel, te encuentro muy raro en este caso.
– ¿Raro?
– Sí. Lo estás tomando como a chacota. No entras en él seriamente, salvo que me estés engañando.
– ¡Qué le voy a engañar! Y de chacota, nada. Sencillamente es que no sé por dónde meterle mano. No hay carne que sajar. Estoy con las narices abiertas esperando que me llegue algún viento aprovechable… Creo que estamos operando como requiere el caso, pero hasta ahora no pinta el juego… Este negocio no ha dado la cara todavía, sin duda porque en él hay algo raro, algo fuera de lógica.
– En fin, como tú quieras.
– De verdad, don Lotario, que estoy in albis, como usted dice.
– De verdad, Manuel, que tampoco te interesa mucho el muerto.
– Ni me interesa ni me deja de interesar. Que no lo entiendo, eso es todo.
El veterinario hizo un gesto ambiguo. El Jefe, sonriendo con aire comprensivo, entreabrió la puerta del coche y dijo a manera de saludo:
– Bueno, en comiendo nos vemos en el San Fernando a tomar café.
En el Casino de San Fernando, a la hora del café, el Faraón era la figura del día. Su tertulia habitual, acrecentada aquella tarde, era un jubileo. Todos le hacían chistes sobre el "muerto que le habían echado los Reyes", que había "realquilado", que "venía a darle el último aviso"… "Que vaya muertazo que le habían dado"; que si de corredor de vinos "se había trocado en corredor de difuntos"… "Que no hay muerto que cien años dure"; que "si le debía algo", "que vaya mensaje", etcétera.
Antonio, a su vez, con mucha calma y entre sorbo y sorbo de café, contaba los accidentes de la jornada. Lo del mozo que decía que el muerto era su padre. Lo de Alcañices, el de las caretas… El hombre estaba eufórico y se las prometía felices en los días que podían faltar hasta dar a su muerto el destino final.
– De verdad que no va a haber otra feria como ésta en mucho tiempo. ¡Qué tiberio!
En éstas estaba cuando llegó Albaladejo con copias de las fotografías que habían enviado a "Lanza", el diario de la provincia. Primero se las mostró al Faraón y todos se las pedían para verlas.
Albaladejo, al observar el rumbo tan torcido que podía tomar su pensado negocio, dijo con alarma:
– Paso a paso, señores. De escaparate sólo ésta. Las demás, a tres duros la que tiene el muerto de frente y a dos duros la que lo tiene de perfil.
AI oír lo de los duros, se retrajeron las peticiones y surgieron algunos comentarios defensivos: "Quiere comerciar con el fiambre, el puñetero retratista".
– Cada cual a lo suyo, mangas verdes – dijo al comentarista.
y lejos de amilanarse, se creció. Y subiéndose a una silla empezó a vocear con energía inesperada:
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