Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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– ¡Fotografías del muerto! ¿Quién quiere? A tres duros las de frente, a dos las de costao.

– Venga, dame a mí una de cada postura – dijo el Faraón alargando cinco duros al artista.

– Dos para don Antonio. ¿Quién quiere más?

Y poco a poco, aunque con bastante reúma, comenzaron a menudear los compradores. Algunos se quedaban indecisos, asomándoles el canto de la moneda entre los dedos y el bolsillo, con el entrecejo calculador. Otros parecían decididamente remisos y bajaban los ojos desentendiéndose de la oferta. Los más pillos procuraban verlas gratis sobre el hombro del comprador que tenían más a mano.

Llegaron Plinio y don Lotario cuando el comercio de fotos estaba en su auge.

El Faraón, que estaba en el colmo de la euforia con todo aquel ambiente y había pedido una botella de coñac Peinado para todos sus amigos, con gran esfuerzo, como correspondía a su humanidad, se levantó y fue hacia el Jefe y acompañantes mostrando las fotos:

– Las efigies… Aquí están las efigies.

Plinio se puso las gafas y las miró con detención.

– ¿A que ha salido muy propio?

– Desde luego no ha salido movido – dijo un chusco.

Con la llegada del Jefe y de don Lotario se animó el corro de la bolsa fotográfica y había demanda por todos los flancos.

Albaladejo parecía que venía forrado de retratos, porque se los sacaba de todos los bolsillos y pliegues de su cuerpo.

– ¡A diez y a quince!

Plinio y don Lotario se sentaron en la tertulia del Faraón y a cuenta de éste, que estaba tan contento como si en vez de muerto matutero le hubiese tocado la lotería, pidieron café y puro, más la copa de coñac de la botella que estaba en ronda.

– ¡Se acabó lo que se daba! – dijo Albaladejo también pimpante-. Me voy al contao a mi laboratorio a hacer más copias.

– Oye, operario – llamó el Faraón a Albaladejo -, haznos una foto al Jefe, a don Lotario y a mí en recuerdo de este día.

– No faltaba más – dijo el chico preparando la máquina y el flash.

El Faraón, que estaba entre las dos autoridades, pinzó con cada mano una foto de manera que se viesen bien y añadió con voz de broma:

– Dispara, chico, que ya estamos todos.

Cuando alumbró el flash y se deshizo la escena, muchos se reían.

A Plinio no le parecía mal que todas las gentes del casino estuvieran mirando y remirando las fotos del muerto. A ver si salía algo.

La atención de muchos de los que estaban por aquel rodal, que es el de la izquierda, conforme se entra en el salón de abajo, se centró de pronto en Aurelio Carnicero, hombre prosopopéyico y de aventajada estatura que, con las gafas puestas y entre las manos las dos fotos, decía algo con tono muy radical y convincente:

– Sí, hombre. Completamente seguro. Con cuarenta años más, pero ésta es su cara. Como si lo estuviera viendo.

Levantó los ojos sobre las gafas, miró hacia el Jefe que estaba a seis u ocho metros, y avanzó luego hacia él con pasos muy seguros y sin dejar de hablar ante la expectación de todos, con aquel tono oratorio que se gastaba:

– ¡Pero Manuel! ¿Cómo no lo has reconocido? Si es de tu tiempo. Pues pocas veces lo verías tú. Yo era un muchacho y no se me ha despintado.

Y se detuvo a unos dos metros del Jefe, con los brazos semiabiertos y el gesto muy teatral, consciente del interés que despertaban sus palabras y actitudes.

Plinio, con el puro en la comisura y un ojo guiñado obligado por el humo, lo miraba y oía sin especial interés.

– Yo, vamos – continuó Carnicero -, esta tarde iré a ver el físico del finado, pero con la mera fotografía me sobra y me basta… Y usted, don Lotario, ¿tampoco lo ha reconocido- dijo señalando de manera inculpadora al veterinario.

Éste, encogiéndose más de lo encogido que solía estar siempre, negó tímidamente con la cabeza.

Y luego que Aurelio Carnicero mostró su decepción ampliamente, dio otro paso adelante, se encaró con el Faraón, y le preguntó con aire muy de fiscal:

– Y tú, Antonio, ¿tampoco lo has reconocido?

El Faraón, que ya estaba preparado, inundó su cara con toda la socarronería que le era habitual y dijo:

– ¿Pero tú crees, Aurelio, que si yo lo conociese íbamos a haber armado todo este tiberio? ¡No me seas de la Ossa, hombre de Dios!

Como el tono de la respuesta faraónica echaba por tierra tanto énfasis del demandante y tanta suspensión de la concurrencia, Aurelio Delgado, un poco corrido, cortó la larguísima goma de su alegato y cantó el nombre:

– Éste es, para que lo sepáis todicos, don Ignacio de la Cámara Martínez, el de la Casa de Miralagos…, el mismo que viste y calza… Quiero decir, el mismo que vestía y calzaba.

Y dicho el mensaje, quedó fijo en su lugar, con el gesto rebosante de razón, una mano apoyada en la cadera y la otra al frente con las dos fotografías enhiestas como si hubiera cantado las cuarenta con unos naipes desmesurados.

Al escuchar aquel nombre, la mayor parte de los contertulios quedaron desconcertados, con cara de no recordar o no conocer al personaje mentado.

– Sí, hombre, sí – achuchó Aurelio. Y en seguida, dirigiéndose a don Gerardo, el más viejo de la tertulia:

– Fíjese usted bien, don Gerardo. Fíjese bien usted, que tanto trató a la familia.

Don Gerardo, luego de mirar los retratos con gesto escéptico, dijo:

– Yo… y todos dejamos de ver a Ignacio hace unos cuarenta años, si no me equivoco. Cuando debía tener él unos veinticinco… No es fácil pensar en él ante la fotografía del cadáver de un hombre que muy bien

puede tener setenta.

– Esa frente, esa nariz volandera, ese labio largo son los de don Ignacio de la Cámara Martínez… Ya sabe usted que tengo muy buena memoria.

– Si no te digo que no – recalcó don Gerardo el farmacéutico- pero que yo no lo reconozco.

Aurelio se quedó con los retratos un poco en el aire, como sin saber a quién atacar después de las razones del boticario y volvió con ellos a encañonar a Plinio:

– Y tú, Manuel, ¿qué dices ahora?

– Digo lo mismo que don Gerardo. Puede ser. Además, yo no recuerdo en absoluto la cara de don Ignacio… La última vez que lo vi fue el día del accidente de su mujer, el año treinta, o cosa así, y tengo una idea

muy remota de su rostro.

– Además – dijo el Faraón -, la familia de la Cámara tiene un panteón muy bueno en Argamasilla, para que vengan a dejar su cuerpo en el nicho de un

pobre corredor de vinos.

– Ése es otro cantar. Pesquisas que entran en el terreno del poder judicial y del ejecutivo en los que yo no me meto. Allá Manuel y el señor Juez. Aquí estamos ahora en el momento de la identificación de la víctima, o no víctima. ¿Me expreso?… Y a ello me atengo. Además, a las pruebas me remito… Nada más fácil que buscar fotografías de don Ignacio, que en el pueblo habrá muchas, y establecer cotejo.

Plinio asintió con la cabeza.

Y al ver los socios del San Fernando presentes que remitía un poco el debate público, surgieron comentarios por varios lados. Aurelio comenzó a recordar a los más próximos la vida de don Ignacio Martínez de la Cámara, que prometía ser un buen capítulo, pero en éstas entró el cabo Maleza, y se acabó la ocasión para Plinio y don Lotario.

El cabo, aproximándose al Jefe y luego de saludar sosamente, le dijo:

– Que están allí los fondistas esperándole.

– Está bien. Vamos para allá.

– ¿Volvemos al tajo, entonces? – le preguntó el Faraón, que estuvo a la escucha del recado.

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