Francisco García Pavón
El hospital de los dormidos
Para Cristina Soubriet, Fernando Guillermo
de Castro y Fernando de Castro Soubriet, con
los tres abrazos de cada día.
El primer dormido
Plinio, siempre que en verano caminaba hacia el Guadiana, recordaba sus años mozos, cuando al caer la tarde, en tartana o bicicleta, iba con los amigos a los molinillos que se despatarraban sobre el río, en busca del agua casi fresca, que pasaba cantandillo bajo las sombras de los álamos. Sus momentos de mayor goce de la naturaleza siempre le parecieron los baños en el Guadiana, cuando con los ojos abiertos bajo el agua veía claridades diluidas y rotas por su propio braceo.
El trago de vino a su hora, el son de las esquilas del ganado que volvía al redil al acostarse el sol, el cigarro a punto o las tetas de una moza saltando sobre las sábanas recién planchadas, fueron otros gozos muy saboreados entonces…, pero sólo de unas partes del cuerpo. Pero lo que se dice gusto completo, desde el cogote a los talones, entre risas y árboles: sus baños de mozo en el Guadiana estrecho que pasaba por aquellos molinos.
Y sonrió para sus adentros al recordar que nunca se bañó con su mujer pecho a pecho y nalga a nalga. Quién iba a pensarlo en aquellos tiempos que no había más moral que la de la carne fría. Y hubiera estado muy bien un baño de novios en San Juan , en Santa María o en El Molino del Curro , saltando los dos entre las ondas en cueros vivos y viéndose en la frente las pizcas de sol que filtraban las hojas de los árboles. Seguro que su hija lo habría hecho muchas veces en el mar. La imaginaba nadando con el culo al sol -su culo «culete» tan querido- ante el marido, y los turistas indiferentes.
Cruzaron la estacioncilla de Cinco Casas , jubilada, como los jaraíces caseros, las cuevecillas, los pozos, las cuadras y los horcates. Sin trenes con pitos, vagones viejos color almagre, y aquel jefe de estación -«¿se acuerda usted, don Lotario?»- que despedía a los viajeros de todos los trenes meneando la dentadura postiza.
– «Meneándola, no, Manuel, quitándosela y enseñándola con la mano en alto.»
– «Es verdad, don Lotario, como si le diera mucho gusto tener dientes mecánicos y enseñarle a los que se iban su boca hueca.»
Ahora quedaban por allí vagones ya en desuso, hierbas entre algunos raíles lateriales y oxidados… Y en aquel momento, un revolar de pájaros sobre el andencillo, como si estuviera al llegar alguna mercancía apetitosa.
Don Lotario, como no había quien le hiciera ponerse gafas de sol allí iba, apescado al volante, con el sombrero pegado a las cejas, los ojos arrendijados y aquella imitación de sonrisa que sacaba cuando no ocurría cosa. Ya por la carretera de Villarta, la llanura verde total, sin más lindero que el cielo, que allá donde se junta con lo verde, rezumaba agujas de agua a pesar de la calina, del sol con la calva grana y de algunos trigales trimesinos ya pajizos y con las espigas reverenciosas. «Quién iba a decir, hace nada, que estos sequeríos iban a verse así, tan lucidos y comerciales.»
A unos nueve kilómetros de Villarta de San Juan se desviaron por la carretera de Los Llanos, camino de La Jarrina, de los tres Pérez, y de la Casa del Duende, que caía unos cuatro kilómetros a la derecha, y que don Lotario le había comprado a su sobrino político Fernando el madrugaor.
Plinio siempre salía al campo con muchísimo gusto, porque era como volver a los primeros compases de su vida. Pero cuando, como aquella tarde, salía a nada, se ensombrecía un poco, porque era señal de que no tenía que hacer en su despacho.
– A mí esto de salir al campo a nada, a mirarlo, me aburre más que un concierto de tambores -dijo en voz alta.
Y don Lotario, que se sabía la idea, le repitió lo de siempre:
– Pues no creas que en el pueblo ver todas las tardes a las siete a la Fernanda, en la esquina de la calle del Matadero, esperando a su marido, el que se marchó a la feria de Argamasilla el año que acabó la guerra y todavía está por venir…
– Es que le gustaban tanto los columpios que a lo mejor subió en ellos y no se ha bajado todavía.
– Si es verdad lo que contaban, en los columpios, en los caballitos o donde sea, se lo pasará bien con tal de no acostarse con ella, que por lo visto tiene el conejo tan estrecho que no le cabe un calambre. Ya sabes que la noche de bodas dejaron el colchón empapao de sangre y él tuvo la minga en cabestrillo qué sé yo los días.
– Cómo le gustan a usted las exageraciones del pueblo.
– Es lo único que me da el rayo de la risa.
Columbraron la Casa de la Ratona , pequeña y vieja, sin enjalbegar, como resto de otros agros y otras pobrezas. Don Lotario metió el coche por el caminillo de los álamos blancos, para mejor ojear las viñas, la alfalfa, la remolacha y el trigo.
– Y no me ha dicho usted muy bien a qué hemos venido.
– Pues que hace más de ocho días que no caigo por aquí y he perdido la cuenta del tiempo que falta para cortar la alfalfa, porque Antonio, el caporal, siempre se pasa, y yo confundo un corte con otro.
Plinio alzó los ojos. A menos de un kilómetro se veía la carretera de Andalucía con sus cadenas de coches y camiones.
Se detuvieron ante la nave donde guardaban la maquinaria agrícola. Cada cual se bajó por su puerta. Plinio , removiéndose un poco los pantalones por semejante parte. Como ya conocía el lugar, y sabía lo que le gustaba, miró por orden hacia la pedriza un poco alejada, a la alberca, el jardinillo con rosales y aligustres, y la pareja de cipreses vigilantes, moviendo muy poquito los cucuruchos.
– Fernando no quiso quitar aquella encina -dijo don Lotario señalando hacia la viñeja- a pesar de que le comía el producto de ocho cepas.
– ¿Y usted también la va a dejar?
– Pues sí. Es la única encina que tengo.
Mientras don Lotario se acercó a mirar si brotaba el redrojo alfalfero, Plinio vio unos grajos que volaban desde los árboles hasta la nave, a cuya sombra estaba la segadora de alfalfa y la empacadora. Luego inició un paseíllo hasta la quintería que tenía televisión, inodoro y algunas revistas de colorines. «Quién lo iba a decir: los gañanes con "tele", frigorífico, revistas y agua corriente.» Se echó un trago de vino de la botella que vio nada más abrir el frigorífico, se secó los labios con el pañuelo limpio que le dio la Alfonsa aquella mañana y relió el cigarro de cada hora. En la misma puerta se encontró con don Lotario, que volvía.
– ¿Ya sabe cuándo se cumplirán los veintiocho días para eso de la alfalfa?
– Poco más o menos.
– ¿Entonces qué hacemos?
– Como no quieras que nos bañemos en la alberca…
– Qué cosas tiene usted… Al venir me acordé de cuando mozo iba en bicicleta a bañarme junto al Molino de San Juan.
– Pues ahora ya no podrías bañarte allí, ni en todo el Guadiana hasta Argamasilla, por muy sudao que estés.
– Sí, ya sé que por el pantano desviaron las aguas por unos canalillos. Y digo que sé, porque creo que no me he asomado a los molinos desde hace treinta años.
– Ni yo.
– Pues si quiere usted, ya que no tenemos mejor cosa que hacer, nos damos una vuelta por allí.
– Pues venga. Y así recuerdas tus baños de mocete.
– El baño de río y no digamos el de laguna, me gustaba mucho. Y claro, lo que más, al salir del agua, secarse al solecillo del final de la tarde y hacer la merienda-cena bajo los olmos, sin que parase la bota de vino. Y luego, bien fresquitos, volver por la carretera, a la luz del farol de la bici , cantando las cosas de entonces: «Dónde se mete / la chica del diecisiete / de dónde saca / pa tanto como destaca.»
Читать дальше