Francisco Pavón - El hospital de los dormidos

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El hospital de los dormidos es otra novela policiaca de García Pavón. Tipo de novela con escasos antecedentes en nuestro país, que él supo españolizar en el mejor de los sentidos y de manera personalísima, entre otras muchas características, con los dos protagonistas, ya populares: Plinio. jefe de la G.M.T. (Guardia Municipal de Tomelloso), y su colaborador y viejo amigo, el albéitar don Linaria.El caso de El hospital de los dormidos es originalísimo, gracioso, y está tratado con tal habilidad, que mantiene al lector en permanente suspensión y sonrisa -cuando no carcajada- hasta el final, totalmente imprevisible. En ello colaboran: la plasticidad de su lenguaje, la sorna de su realismo, el trazado de los tipos y la prosa tan sorpresiva del autor, que hasta refleja la sociedad de su pueblo, sin el menor parcialismo.

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– ¿Y vosotros, Manuel y Lotario, qué hacíais por aquí?

– De paseo. Vinimos a recordar baños viejos.

– Ya.

El recién despertado se volvió a mirar la sortija y el reloj, luego sacó la cartera y contó los billetes.

– ¿Te falta algo?

Sin contestar volvió a contar.

– Unas tres mil pesetas… Pero no -reaccionó en seguida-, ésas las gasté yo. No me falta nada.

– Si recordaras lo que hiciste esta tarde…

– Recuerdo lo que hice en las primeras dos horas, poco más o menos… Después de comer di mi cabezada, como siempre, fui al casino, tomé café con los amigos hasta eso de las cinco y, también como siempre, me fui a dar un paseíllo como me tiene mandado el médico…

– ¿Y qué más? -insistió Plinio , mirándolo con fijeza.

Después de pensarlo un momento o intentar forzar la memoria inútilmente, dijo con aire muy convencido:

– Después… No me acuerdo, jefe.

– ¿De nada, de nada?

– De nada.

– Entonces -pinchó don Lotario- no te han robado, no te han pegado, ni recuerdas que nadie te haya dado adormidera para poderte traer aquí a San Juan y dejarte sin sentido entre los árboles… ¿Para qué?

– Yo qué sé, Lotario. Y no he mentado para nada las adormideras.

– ¿Hablaste con alguien cuando dabas el paseo?

– … Hablar no, algún saludo.

– ¿Y por dónde fuiste?

– Por el Paseo de la Estación… El Parque Nuevo… hasta Santa Rita. Por donde casi todos los días.

– Por esos sitios con todo el calor de la siesta.

– Sí, Manuel, ya te he dicho que es mi costumbre, en invierno y en verano -dijo con un punto de mal genio.

– Oye, que intentamos ayudarte, nada más ni nada menos.

– Perdona.

Quedaron todos en silencio.

Toledano probó a ponerse de pie. Se mantenía bien. Se pasó las manos por las corvas, como dándose masaje. Ya bien firme, se estiró la americana y enderezó la corbata:

– Es todo lo que puedo decir, señores. Lo siento.

– No, si era por ti. Pero estás sano y salvo, que es lo principal.

– Y bien dormido -dijo una de las mujeres.

– Eso sí. ¿Vais alguno para el pueblo?

– Don Lotario y yo.

– ¿Me queréis llevar?

– No faltaba más.

– Así acabo de daros la tarde -dijo acercándose a Plinio y dándole una manotada en el hombro-. El gran Plinio, que descubre hasta cuando dejan a uno dormido en la orilla del Guadiana.

– Quien te descubrió fue don Lotario cuando se le ocurrió… acercarse a una zarzamora a ver cómo estaba de granillos, y te… vio debajo.

Don Lotario hizo un mohín de risas.

Salieron todos de la alcoba detrás de El Toledano, que seguía meditabundo. No quiso tomar un vaso de vino. Luego de pasarse la mano por la cabeza se la olió con desagrado. Plinio y don Lotario se miraron.

– Por favor, Eladio, ¿podría lavarme un poco las manos?

– No faltaba más. Pasa.

A poco salió bien peinado, ya claro, sin brillantina y bien puesto.

Ya en el coche callaron. Todavía se veía sin faros.

– Con estos cambios de horas no anochece nunca.

El Toledano no contestó de momento y volvió a pasarse las manos por la cabeza y a olérselas.

– … Desde luego, Lotario. Y si continúan adelantando los relojes, nos levantaremos sin que haya anochecido todavía -contestó como distraído y en vista de que no le contestaba Plinio .

– ¿Cuántos nietos tienes ya, Manuel?

– Dos y gracias, Lotario.

Con frases así, sueltas y forzadas, entraron en el pueblo.

– ¿Dónde te dejamos?

– Ahí, en la plaza… Jefe, no dices palabra.

– ¿Qué quieres que diga? Ya me lo has contado todo.

– ¿No te has creído lo que os he dicho que hice esta tarde?

– Me suena que falta algo… Pero eso es cosa tuya.

– Tú, tocayo, sí que siempre estás en lo tuyo.

– Eso, en lo mío, en el sentido común.

El Toledano quedó callado. Don Lotario, frenando, se arrimó a la acera del Casino de San Fernando. Se bajaron los tres.

– ¿Quieres una caña, Manuel?

– Gracias, voy a hacer un recadillo… Y muchas más gracias por todo. De verdad, señores, que no tengo nada más que decir.

– ¿Ni siquiera por qué parte de tu paseo, poco más o menos, perdiste el sentido, te llegó el sueño o lo que fuera?

– Ni eso. Uno nunca sabe en qué momento se queda dormido.

– Pero si dónde.

Toledano, ya fuera del coche quedó mirando a Plinio con los ojos muy severos.

– Gracias otra vez y hasta luego.

Cuando cerró la puerta don Lotario, y El Toledano se había apartado unos metros, le dijo a Plinio:

– Has estado un poco duro con él, Manuel.

– ¿Conque un poco duro? ¿No se ha fijado usted en la cara de mentiroso que ponía a ratos?

– ¿Entonces qué piensas que ha pasado?

– No sé, pero cualquier cosa, además de lo que ha contado.

– ¿Tampoco crees que le ha sorprendido encontrarse dormido en la casa de San Juan?

– Eso sí. Me refiero al arranque de todo.

– ¿Y qué interés puede tener en ocultarlo si no ha pasado nada malo?

– ¡Ah! Y qué don Lotario éste. Y yo qué sé.

Capítulo II

Historia de media boda y el segundo dormido

Aunque el sol estaba ya a ras de chimeneas, y rojizo, en la terraza del casino la gente se pañueleaba el sudor y tomaba refrescos. Plinio y don Lotario, sentados, aguardaban a los novios, con ojos desilusos para sumarse al personal invitado, que ya rodeaba los árboles mirándose los trajes y el brillo de los zapatos.

En los balcones de la plaza, tras persianas y cristales, bullían ojos, labios y manos.

– No sé por qué se casa la gente con estos calores.

– Sí, Manuel…

– El pasarse la noche de bodas sudando, no convida.

– A lo mejor en cueros, con la ventana abierta y la luna a estreno…

– Perdón, don Lotario, pero no sé qué tenga que ver la luna, aunque tiene color de frío, con la temperatura.

Unos pájaros repentinos volaban en redondones sobre los árboles y las invitadas que echaban sonrisas al aire.

– ¿Te acuerdas? Hasta los años treinta o así hubo un sacristán, Paco, que llevaba cuenta de todas las bodas que se habían celebrado en la parroquia desde su fundación.

– También de los bautizos y entierros.

– Ya, ya. Llevaba al día las sumas de los archivos parroquiales.

A pesar del calor y por ello tanto paisano ausente, había curiosidad en el pueblo por aquel matrimonio. Pues el novio, José Lorenzo, aunque hijo y oriundo de allí, vivía fuera desde que estudió; y ella era de Oviedo, nada menos. Contaban que José Lorenzo había hecho cuestión de honra casarse y enterrarse donde nació. Se lo puso por condición a la asturiana y ella tragó porque entre la soltería y Tomelloso prefirió éste.

Pero después de darle este primer gusto, nada. Ya veréis. Que uno siempre acaba siendo de la tierra de su mujer, comentaban los listos.

– También contaba Paco el sacristán que como en aquellos tiempos las bodas duraban bastante, a algunos novios, por los nervios del ceremonial, les daba el rayo líquido, y era de verlos vibrandillo la pierna con disimulo para contener la fuente durante las bendiciones.

– Es verdad, tanto rato de pie, entre curas, suegros y novia debe alterarse mucho la espita.

– ¿A ti te la alteraron, Manuel?

– ¡Quién se acuerda! Pero yo siempre fui bastante tranquilo de piernas y muslo, y no como el doctor Federico.

– Debía ser gracioso, Manuel, que en el momento de preguntarle a uno si quería a la Milibia por esposa, a la vez que el «sí» a la boca le llegase el chorrete calentón por la pernera.

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