Perona, que volvía, se carcajeó sin disimulo. Y Plinio :
– Explícate, por favor. ¿Por qué sólo sueñas con los que tienen las orejas grandes y no con los que las tienen normales?
– No sé… Y siempre los veo por detrás, a contra sol, con las orejas casi transparentes… Como estamos tan acostumbrados a ver orejas no reparamos en lo feas que son, sobre todo las grandes, tan salientes, como retales acrílicos: como paravientos o paraluces de cartulina gorda… Sí, muchas mañanas, antes de despertarme del todo, veo pasar docenas y docenas de hombres con las orejas de a cuarta, abaniqueando a los prójimos; docenas y docenas de mujeres con las orejas larguísimas que se les salen de las melenas y se las meten por el escote.
– Talones amarillos, orejas bajo el sujetador… Qué sueños más cenizos.
– Y otras cosas flojas del hombre que no digo, Manuel, para no evocar más miserias.
– Pero tú todavía eres joven.
– Si no lo digo precisamente por mí, que todavía amanezco más ancho de lo que soy, sino por lo que sueño: las flaccideces de los de la cuarta edad, tan dejadas entre la oscuridad de los pantalones… ¿Os imagináis las de los Reyes Magos?
– Pero si los Reyes Magos no llevaban pantalones.
– … Peor todavía, badajeando entre las faldas
– ¡Qué mundo el de este hombre! -saltó don Lotario-. Qué mundo de muertos tronchados de risas.
– ¡Y con las ingles canosas! -saltó Plinio .
Lo dijo tan fuerte, cosa rara en él, que los rodeantes soltaron la risa y se volvieron muchas boinas.
– Y menos mal que se las traga la tierra.
– ¿El qué, Rodríguez, las orejas o lo otro?
– Las orejas, don Lotario.
– ¿Os imagináis, si no fuera así, las tumbas comunes, llenas de orejas vivas haciendo oído a todo lo que se dice ahora?
– Cuándo empezará la boda -dijo don Lotario a Plinio en voz baja-, a ver si deja este bombardino de contar alegrías.
Seguía el calor, ahora con mariposas. Mariposas color zócalo verde, paradas en los bordes de los vasos.
– ¿Y qué hace todo el mundo mirándose el reloj? -preguntó el Bocazas.
– Pues que la boda era a las siete, ya es la media y la novia sin venir.
– Es verdad, Manuel -dijo Rodríguez mirando su reloj-, a lo mejor se ha arrepentido, o que a la hora de poner los talones en la calle a la pobre novia le dio la apretura y estará lavándose las dos medias lunas y las canales maestras.
– Desde luego, Rodríguez, eres más siniestro que la almohadilla morada de un ataúd.
– ¡Del suyo! Y déjese de siniestreces. A una asturiana comiendo gachas, bebiendo vino de tantos grados y con esta calina que hace sudar los meñiques, le puede llegar cualquier flojera.
– Y mejor es que le dé el rayo ahora que en plena noche de bodas.
– El novio ya está nervioso y no escucha a nadie -dijo alguien.
Se pusieron en pie los contertulios de Plinio .
Desde el borde de la acera miraba el novio hacia la calle de la Independencia, con las manos cruzadas sobre la cola del uniforme.
– A lo mejor la novia, como no conoce el pueblo, se ha perdido y está en el puerto de Pajares.
– Todos los balcones se han llenado de mujeres.
– Les llegó la noticia y salen a medio peinar.
– Sin acabar de darle de mamar a los niños, que se han quedado con las boquillas al aire.
– Huecas.
– Qué más da.
– Las mujeres tienen mucha antena para cosas de ingles y de altares.
– Como que nuestra religión es la historia de un parto.
– Pero sin romperlo ni mancharlo.
– Las mujeres han hecho el mundo por dentro.
– Los hombres sólo hemos sido los albañiles.
– Vivimos en un mundo de coños abiertos soltando bacines…
– … Que siempre lo verán todo desde ahí.
– No tenemos remedio: todos los hombres somos niños cubiertos de coño -coronó la coral el Deprimido, con voz ronca y los ojos como ceniceros.
Ahora el cura, con traje de ir a jugar al golf, junto al novio, miraba también hacia la calle de la Independencia.
Ramoncito Serrano volvía de junto a la puerta de la iglesia, con visaje de no entender.
– ¿Qué dicen, Ramón?
– Pues nada, que los Romero, los primos del novio, fueron a ver qué pasaba y todavía no han vuelto… Ahora ha ido Benito, el sacristán.
– ¡Qué raro! A la boda propia es al único sitio que las mujeres no llegan tarde.
– Lleva razón Manuel -dijo el veterinario.
– Se habrá puesto mala.
– … O se habrá ido con Pepe el Romano -dijo Perona, que volvió.
– ¿Pepe el Romano? ¿Quién es ése? -preguntó Pacheco?
– Que este Manolo es muy leído. Se sabe a Lorca y todo -dijo don Lotario.
Llegaban gentes de todos lados con los ojos clavados en la puerta de la parroquia. Gentes con los ojos altos y la boca de gusto.
– Acaba de ir Rosa, la hermana del novio, la que piensa ser monja, a ver. Verás cómo ésa se entera en seguida -dijo una mujer vieja acercándose mucho a Plinio .
– Yo quiero ver la función un poco más de cerca. ¿Te vienes, Manuel? -dijo don Lotario.
Plinio puso cara de aburrida conformidad y se levantó sacudiéndose cenizas. Perona no se decidió a alejarse hasta la puerta de la iglesia.
– Ahora el Deprimido a mirarnos las orejas por detrás -dijo don Lotario.
– Yo no las tengo muy grandes, pero las de mi padre eran dos paipais.
– No me acuerdo, Manuel, de las orejas de tu padre… Las mías también son grandotas.
Y se las puñeó bajo el sombrero.
– Y además siempre están más frías que el resto del cuerpo.
– Es que el Deprimido , Manuel, siempre habla de temperaturas extremas: de lo más frío y de lo más caliente del cuerpo.
– Pues él en el cerebro debe de tener tempanillos.
– Más bien gusanos por cómo lo ve todo.
El novio estaba allí en el mismo borde de la acera anchísima, con la cara de piedra y junto al cura. Los dos mirando hacia la izquierda. La gente se agolpaba tras ellos; y lo que se dice en la misma puerta de la iglesia, sólo quedaba un monaguillo metiéndose muy distraído el dedo hasta lo más hondo de las narices; y una mujer con muletas.
El público de invitados y curiosos, al ver a los justicias, les hizo lado, y hasta les empujaban hacia el novio impar, a ver si sacaban algo en claro. Llegaron al borde de la acera, casi en volandas. El cura les hizo un meneo de ojos muy dubitativo, y el novio ni los saludó, de lo palo que estaba.
– ¿Para qué coño hemos venido aquí? -preguntó Plinio en voz baja a don Lotario, al verse en la presidencia.
– … No hemos venido, Manuel, nos han traído… Las orejas del novio tampoco son estrechas.
– Pronto se ha contagiado usted de Rodríguez.
– Es que distrae mucho.
Un grupo de gentes -delante los hombres- subía a buen paso por la calle de la Independencia como a traer nuevas. Pero antes de llegar al Colegio de las Monjas, se les adelantó una moto a todo gas, que pegó el frenazo en seco junto a los pies del novio. El que la conducía, que tapado con casco colorado y gafas, no se le conocía, dijo muy deprisa, muy deprisa:
– La novia no está en la casa, no está, no está.
– ¿Quién lo ha dicho? -le gritó el cura casi increpante.
– Yo. Se ha ido, se ha ido.
Y arrancó la moto.
Llegaba el grupo de hombres y mujeres.
– Se ha ido.
– Con el ramo en la mano.
– Dijo que iba al retrete.
– Y no volvió.
– Con el ramo en la mano. Y hasta ahora.
Unos a otros se quitaban las voces con caras y ojos de muchísimo gusto.
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