– Pronto, no, que se aburren – añadió el forense con media sonrisa.
Plinio también sonrió sin decir nada, porque en el fondo lo estaba pasando bomba, dijera lo que dijera. Él medía su vida por "casos", como el escritor por libros, el pintor por cuadros y el torero por corridas. Todo lo demás son cronologías vanas.
– Estaba leyendo el periódico de Ciudad Real, que trae la foto y el aviso. Mire usted.
Y le enseñó la página donde venían los dos retratos de Albaladejo, con una larga información en la que se hablaba mucho de Plinio.
Éste tomó el papel, se caló las gafas y empezó a leerlo.
Maruja marchó por las cervezas.
Cuando acabó se lo pasó a don Lotario.
– Veremos si sale algo de esto – comentó.
Apareció una criada muy pizpireta, con mandil blanco y una bandeja con cervezas y berenjenas de Almagro.
– A usted, el "Lanza" lo pone muy bien, Manuel.
– No me pone mal, no. Demasiao… Ya tiene mi hija papeles para recortar.
Luego de los primeros sorbos y berenjenas, que venían bien prietas de vinagre y enseñaban a través del hinojo las lenguas rojas y feroces de la guindilla, pensó Plinio entrar en materia. Pero tuvo que esperar porque el médico saltó de pronto:
– A propósito, don Lotario, he mirado en un manual de historia que estudió Pepito qué dice de Witiza, ese rey que a usted le gusta tanto.
– ¿Y qué dice?
– Pues una frase que también tiene gracia. Mire usted, aquí la tengo apuntada.
Y sacó el recetario del bolsillo de la americana que estaba colgada en una silla próxima, y leyó con énfasis:
– "Discutida y enigmática es la figura de Witiza" ¿Eh, qué le parece?
– Sí está bien traída, sí.
– Ese rey dio mucho que hablar – añadió Plinio.
– De hablar y mal hablar, sobre todo al Faraón, que le llama "Titiza".
En el patio se estaba muy fresquito y a gusto, cantaba la fuente, la cerveza se dejaba beber y el picante de las berenjenas no era tan decidido como prometía la ferocidad de sus lenguas pimentorras.
Luego que dieron un par de repasos a Witiza, Plinio resumió al médico en pocas palabras lo que había dicho Anastasio, el guarda jurado, acerca del solitario paseante de la feria anterior; y su conversación posterior con Enriquito el de la Fonda de Marcelino, sobre la enfermedad del que resultó ser su huésped y atendió don Saturnino.
– Yo quiero saber si usted recuerda algo de este hombre.
El médico entornó los ojos para presionar el recordadero y maquinalmente volvió a sacar el "Caldo de gallina", a ofrecer a los visitantes, a encender, a chupar, a expeler, a dar una tosida y por fin:
– …Tengo una vaga idea… Fue en la siesta… Recuerdo que estaba abajo, en el Casino de Tomelloso, tomando café, y bajaron a llamarme… Él estaba en cama con un pijama listado… Muy pálido. Me parece que tenía un cosa alérgica. Lo que no consigo es reconocer su cara.
– ¿Ni si tenía el pelo blanco?
El médico, como respuesta, volvió a abrir el periódico y a mirar las fotos de Albaladejo.
– Yo le hice una sola visita… Visita de médico – añadió sonriendo, sin abrir la boca como solía-. Tampoco soy buen fisonomista. Tengo la vaga idea de un cabello desordenado. Pero no podría decir si era blanco… tan blanco como el del muerto, porque el hombre sí que era mayor.
Plinio se encontraba a gusto en aquel patio tan fresco. Siempre le gustaron las casas de los señoritos. No podía remediarlo. Se arrellanó en el asiento y aguardó a que el médico concluyese el debilísimo hilo de sus memorias.
– Tal vez convendría – dijo don Lotario, que sentado en el borde del sofá estaba deseando meter baza – que tú, Saturnino, hablaras con Enriquito. Quizás entre los dos podáis caldear mejor el recuerdo.
– Dices bien. Esta misma noche cuando vaya al casino me subo un momento y echo una parrafada con él y con Dominguín… Claro que estas cosas, ya se sabe. De no reconocerlo al primer golpe, luego todo son operaciones mentales de poco valor".
– La intención especial de nuestra visita era por si usted vio en él algo que pudiera reconocerse ahora… Qué sé yo, una cicatriz… cualquier cosa.
– Si le hubiera visitado más veces tendría una imagen más fiel. Pero así, un enfermo forastero que ves cinco minutos… Ya se sabe.
Al salir de la casa del médico, bien bebidos y bien fumados, dijo el Jefe a su amigo, como por inspiración súbita:
– Vamos a casa de Asensio el Nuevo, el maestro de obras.
Cuando se sentaron en el coche, don Lotario preguntó:
– Asensio… el que me parece que vive en la calle de los Carros, ¿no?
– Sí; hacia la mitad.
Estaba la puerta de la calle bien atrancada. Llamaron, y mientras esperaban, pasó un tractor con remolque, armando un ruido muy grande y tan pegado a la acera, que casi roza el "Seiscientos".
– Estos de los tractores – comentó el veterinario- todavía creen que van en carros y que detrás, en vez de remolque, llevan un perrete.
Plinio se rió:
– Es que ha sío muy rápido el paso de las ramaleras al volante.
Abrió un mocete de unos quince años, que, al ver la visita, luego de un momento de sorpresa, sin más fórmulas se entró diciendo con voz alarmada:
– ¡Padre, la poli!
Plinio acabó de abrir la puerta y entró seguido de don Lotario.
Después de un portalillo, y tras el telón de una cortina recia, el patio descubierto. Allí, alrededor de una mesa baja, cenaba toda la familia casi a tientas, porque no tenían los ojos en el plato ni en la cuchara, sino en la televisión.
El padre, tres hijos y la mujer comían cuchareando todos en la fuente central que no miraban.
Cuando entraron los visitantes y después de la voz del muchacho, los que cenaban miraban a la puerta con cierto recelo.
– ¡Pero qué muchacho éste!-entró diciendo Plinio -. Policía soy, pero no vengo a llevarme a nadie. Buenas noches y que aproveche.
– Adelante, Manuel y compañía – dijo Asensio, poniéndose de pie-. Si es que estos chicos están enloquecidos con las películas de bandidos. Por todos sitios ven sangres y prisiones. Con las televisiones nos van a hacer a todos la cabeza agua.
Después del "¿quieren ustés cenar?", del "tomen asiento" y demás cortesías, Plinio declaró:
– Es sólo un momentico para hacerle una pregunta, Asensio.
– Usted dirá.
– ¿Usted ha hecho el trozo nuevo de la cerca del Cementerio?
– Sí, señor.
– Me ha dicho Matías que antes de cerrarlo del todo dejaron una brecha para sacar materiales.
– Así fue.
– ¿Se acuerda usted cuándo acabaron de cerrar el muro?
– Cosa de seis u ocho días.
– ¿Me lo podría decir con exactitud?
– Sí, al contao.
Entró en la cocina a buscar algo. Aquella familia, sin quitar los ojos de encima al guardia, comían muy despacio.
Asensio salió en seguida con una libretilla entre las manos. La hojeó, arrimándose a la única bombilla que iluminaba el patio.
Un perro caneloso husmeaba junto al pozo, y bajo la parra se veían herramientas y materiales del oficio.
– El veintiséis de este mes dimos de mano.
– Es decir, hace cinco días.
– Eso es.
– Pero según Matías la brecha estuvo sin cerrarse bastante tiempo.
– Sí; se puso malo uno de los chicos que iba a hacerlo y como yo tenía a toda la gente en la obra de los Peláez, hubo que esperar.
– ¿Como cuánto?
– ¿Como cuántos días estaría malo Juaneque? – preguntó a su mujer.
Ella quedó pensando. Los dos chicos y la chica, casi una niña, seguían masticando sin dejar de mirar al guardia, ausentes de la televisión.
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