Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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– Pues sí, estaría un mes. Ya sabes que se levantó y tuvo que acostarse al otro día… De los bronquios que está el pobre muy echao a perder, ¿sabe usted?

– De modo – puntualizó Plinio – que estuvo abierto el muro medio mes de mayo y casi medio de junio.

– Pues una cosa así.

– Otra pregunta: ¿no recuerda si vieron por allí algo anormal… como de haber pasado alguien…?

– Si le digo a usted la verdad, yo no volví por allí. El Juaneque y un peón liquidaron aquello solos… Pregúntele usted a él por si se acuerda de alguna huella o de lo que ustedes busquen.

– ¿Dónde encontraríamos ahora al Juaneque?

– En el cine de verano de don Isidoro está de acomodador.

Desde casa de Asensio el Nuevo marcharon al "Cine Avenida".

– Hacemos esta diligencia y nos vamos a cenar tranquilos – dijo Plinio a su amigo.

Todavía faltaba tiempo para empezar la función de la noche. El cine estaba en el gran patio de una casa particular, antes bodega. Se atravesaba un portal anchuroso, luego un breve jardín, y aparecía el patio muy iluminado, con sillas plegables de madera colocadas en filas y dejando pasillos.

Los acomodadores, esperando la hora del NO-DO, hacían corro, algunos sentados en la fuentecilla del jardín. Al ver entrar al Jefe y al veterinario interrumpieron su parla.

– ¿Qué hay, muchachos? – dijo Plinio en tono campechano para quitar importancia a la visita.

Luego de unas palabras de ambientación sobre la noche tan buena que hacía, y otras nonadas, Plinio preguntó sin énfasis:

– ¿Cuál de vosotros es Juaneque?

– Un servidor – respondió con cierto reparo un chico solidote, de poco cuello y cara avispada.

Todos quedaron mirando hacia él.

– Se trata de unas preguntas sin importancia. Vamos a ver. ¿Tú has estado trabajando en la cerca nueva del Cementerio?

– Sí, señor.

– Nos ha dicho tu maestro que estuviste enfermo casi un mes y que luego fuiste con un peón a cerrar la tapia que habíais dejado abierta.

– Así fue.

– ¿Recuerdas si cuando volviste a dar de mano a la obra visteis algo raro?

– ¿Algo raro?

– Sí… Alguna cosa que te llamara la atención.

– No caigo en lo que usted quiere decir – replicó al fin.

– Vamos a ver si te oriento… Tú sabes, como todo el pueblo, el jaleo en que andamos con ese muerto metido en un cajón que dejaron en el nicho de Antonio el Faraón.

– Sí, señor.

– Bien, pues pensamos que lo más fácil es que lo entraran por esa parte de la cerca que estaba por concluir.

– Ya lo entiendo. Usted quiere saber si yo vi huellas o cosa así.

– Quiquilicuatre. Huellas de pie, de ruedas…, yo qué sé. Algo.

– No, señor. Mejor dicho, sí, señor. Huellas sí que había y muchas, pero no era cosa de reparar en ellas. Allí fue muchas veces el camión que llevaba los materiales… y pisábamos muchos. Otra cosa no vi, no, señor… De haber estado alerta, usted me entiende, a lo mejor habría columbrado algo raro, pero así sin malicia, no vi cosa mayor.

Empezaban a llegar al cine los madrugadores, y algunos, al ver allí al Jefe y a don Lotario, se sumaban al corro.

– ¿Y cómo es el cajón donde venía el muerto, Jefe?… si puede saberse – preguntó Juaneque de pronto.

– Sí, hombre. Un cajón de casi dos metros de largo y medio de alto y ancho.

– ¿Blanco?… quiero decir de pino.

– Sí… ¿Por qué me lo preguntas?

– Por na… Por hacerme una idea.

– Otra pregunta y es la última: ¿Tú crees que un cajón así podrían haberlo pasado por otro sitio del cementerio?

– No sé qué le diga. Yo no conozco bien más que aquella parte.

– Bueno, pues hala, a trabajar, que ya llega el personal.

Apenas salieron preguntó don Lotario a Plinio:

– Oye, Manuel, ¿no te ha extrañado esa pregunta que ha hecho de cómo es el cajón?

– Sí… pero ya sabe usted cómo es la gente, en seguida quieren ser policías por su cuenta. Ya le daremos otro toque si viene al caso. Y hablando de otra cosa: mañana temprano, si usted puede, quería yo que fuésemos a "Miralagos", la casa de don Ignacio, a ver qué saben de él y a darle gusto al amigo Carnicero.

– Naturalmente que puedo, Manuel. ¿A qué hora nos vemos en casa de la Rocío?

– A las ocho.

SABADO

Como en Castilla no hay primavera, según dijo dos días antes don Lotario contemplando la plaza desde el balcón del Casino de San Fernando, aquella mañana amaneció ya cuajada de verano.

Camino de "Miralago", carretera adelante, Plinio y el veterinario hacían las reflexiones pertinentes sobre el tiempo.

– Fogosico apunta el día.

– Y el sastre sin terminarnos los uniformes de verano. Este paño azul es una "salamandra".

Los pámpanos de las vides verdeaban tensos, casi translúcidos a uno y otro flanco de la carretera de Argamasilla. Enfilada la de Ruidera, a la derecha las choperas y alamedas del Guadiana. A la izquierda, el llano verde, las mieses doradas y las barbecheras pardas. El cielo, como una gran caída de luces inmirables. Unos kilómetros más allá, los hilos de viña trepaban prietos y simétricos por la barriga suave de rientes alcores.

Aquella anchura de horizonte, aquel despeje de campos despiezados a sus anchas, daba a los ojos hondura y respiro al ánimo. La albarda del cielo caía en campana sobre el terreno sin lindes. Los suaves toques blancos de los pueblos lejanos flotaban como trasgos alegres y mañaneros sobre el lejano ribete del horizonte. Estaban próximos al pantano de Peñarroya y al castillo del mismo nombre. Castillo que, como en el de San Servando, nunca pasó nada digno de crónica. Plinto saludó con la mano a unos guardias civiles que estaban en la puerta de un barracón.

Revinaba Plinio que las tierras nuevas, las mieses en sazón y los verdes viñedos otra vez logrados en aquella mañana, desmentían la historia de los hombres que fueron. Todo parecía como recién nacido. Aquella vieja geografía acababa de ser creada tras el mantillo purgativo de la noche. Las fábulas de sufrimientos y trabajos, de huesos enterrados y muías enloquecidas, de ruinas y fornicaciones, de explotadores y explotados las despejó la noche y el recambio de la naturaleza que es la primavera. Otra vez aparecía la mesa llana con mantel nuevo. Limpia la cristalera del. cielo y zumosa la tierra. Los verdes jóvenes de la pampanería nada sabían de la vida que fue. Y aquellas mieses que quebraba la hoz o la maquinaria, eran símbolos de un morir repetido que la naturaleza no se paraba a considerar.

El río siempre mozo y remozado, entre los álamos y chopos remecidos, pasaba ignorante de las viejas aceñas que se despatarraban desde siglos sobre él y de los batanes que calló la máquina. Eran algo ajeno que puenteó sobre él por pura anécdota de un tiempo.

Tampoco se resentía el melindre Guadiana de los regantes y pantanos. Todo lo venció y vencería su porfía.

Las viejas y suculentas historias quijotiles fueron las únicas letras que no se tragó el paisaje en su renacencia de cada día y de cada primavera. Porque las letras bien hechas viven más que las gestas verdaderas de los hombres con huesos mortales.

Plinio sentía como si por vez primera transitara por aquellos parajes tan queridos, por aquellas hazas volteadas durante siglos con los brazos de tantos de los suyos. La naturaleza respira muy por encima de los hombres, de las bestias y de las máquinas. Trabaja con esquemas tan alzados que el bulto de lo humano y sus cosas carece de poder.

Los hombres de un mismo pueblo – pensaba Plinio – son un manojo de cuerpos enredados por los cables de tantas muertes, de todas las muertes e historias comunes… Vidas e historias que se engulle la naturaleza cada primavera. Somos chinches inoperantes luchando con este imperio del cielo, con esta repisa de la tierra, que todo lo asimila y sobre todo triunfa en cada alborada.

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