El Jefe, caladas las "gafas, examinó el retrato. Don Ignacio, más bien alto, cabello rubio oscuro y nariz aguileña, miraba a Elizabeth sonriéndole con elegancia.
– ¿Qué edad tendría aquí don Ignacio?
– Exactamente veinticinco años.
Elizabeth era delgada, casi tan alta como su esposo. La cara muy pequeña, los rasgos menudos, la nariz respingona, los brazos largos y en todo su cuerpo un sutil y elegante abandono.
Plinio descansó la fotografía entre las manos de don Lotario y sacando del bolsillo las fotografías del muerto empezó a cotejarlas.
El administrador, intrigado por aquel manejo, sin el menor disimulo se acercó a mirar las cartulinas que el guardia tenía entre manos.
– ¿Quién es? – preguntó poniendo desmayadamente el índice sobre la tristísima cara del muerto.
– Ya lo ve. Un cadáver que nos han dejado los turistas en Tomelloso – contestó Plinio sin dejar su examen.
– ¿Y es que tiene que ver ese difunto con el señor de la Cámara?
Plinio quedó mirándolo fijo por encima de sus gafas:
– Alguien ha dicho que ese señor es don Ignacio.
El administrador miró a los dos amigos, tratando de indagar si bromeaban.
– ¿Tendrá usted más fotografías a mano?
– Sí, sí…-respondió verdaderamente interesado en el asunto -. Aguarden un momento.
Y salió rápido.
Plinio, mientras examinaba aquellas fotografías recordaba de nuevo la historia del "señor de la Cámara", como lo llamaba el badulaque aquel.
Cuando don Ignacio recobró el conocimiento después del accidente, y en el momento oportuno fue enterado de la muerte de Elizabeth, se encerró en "Miralagos" negándose a tener la menor relación con nadie. Ninguno de sus amigos de Tomelloso volvió a verlo. Ni siquiera los trabajadores de la finca sabían de él. Ni contestó cartas ni recibía visitas. Su administrador, don Felipe y su chófer y criado inglés, Antony, que trajo con Elizabeth, eran las únicas personas que veía.
Por el pueblo se corrieron historias fantásticas, al parecer. Que había enloquecido, que pasaba las noches llorando, que había decorado toda la casa con fotografías de su esposa, que robó del Cementerio de Argamasilla el cadáver de Elizabeth y lo había llevado a la casa de "Miralagos".
Con el tiempo, la gente se olvidó del pobre viudo que nadie volvió a ver.
Así transcurrieron los años hasta 1939, cuando recién acabada la guerra civil se corrió la nueva de que don Ignacio, acompañado de Antony, y en el viejo y famoso coche del accidente de Peñarroya, había partido de La Mancha para un largo viaje. Luego se habló de que vivía en el extranjero… Por fin, todo quedó como una antigua leyenda saturada de romanticismo.
Volvió el administrador con otras tres fotografías de buen tamaño, que puso sobre la mesa. En una de ellas aparecía don Ignacio con canottier y traje claro, sentado en la terraza de un café francés. Estaba dedicada a su madre y fechada en 1923. En otra, con la toga y birrete cuadrado de graduado inglés. Y en la última, la más interesante, estaba en traje de baño, en la playa de la Concha de San Sebastián. También dedicada a su madre.
Plinio, después de mirar con mucho detenimiento la fotografía de la playa, dijo al administrador.
– Ésta me la va a prestar usted unas horas para que la vea el forense.
– Muy bien.
– ¿Usted cree que se parecen? – le preguntó Plinio a bocajarro.
– No creo que tarden mucho en llegar noticias del señor de la Cámara… Todo esto me parecen fantasías, y ustedes perdonen – fue su respuesta.
Plinio guardó la fotografía en el bolsillo.
El administrador, de perfil ante la ventana, con los brazos cruzados en el pecho, había quedado otra vez serio e impenetrable. Los miraba con desprecio y lejanía. Como a algo que había muy detrás y por encima de ellos. Unas raras mariposas empezaron a revolar junto al cristal de la ventana. Parecía como si con los leves golpes de sus alas quisieran llamar la atención de aquel barbirrojo inmóvil que estaba tan pegado a los cristales. Un ambiente denso y dulzón flotaba en la biblioteca. Don Lotario miró a Plinio con cara de aprensión. Éste se pasó el índice por la tirilla de la guerrera. Y luego dijo con voz apenas audible.
– Bueno, nos marchamos.
El administrador no respondió. Echaron a andar lentamente sin dejar de mirar a aquel hombre como de cera. Llegaron a la puerta, miraron otra vez hacia atrás… ¿Por dónde habían entrado las mariposas? Ahora estaban dentro de la habitación, ante los cristales, y en mayor número. Formaban una especie de guirnalda en torno a la cabeza pelirroja del administrador, que seguía con los ojos perdidos.
Salieron casi tropezando uno con otro al hall tenebroso. A los pocos pasos don Lotario topó con un mueble.
– ¡Leche! – gritó.
– Siga usted.
– Dame la mano, Manuel, que me escoño.
Se tomaron de la mano. Caminaban a tientas. Llegaron a una puerta. Plinio palpó buscando la manivela.
– No sé si es por aquí.
– Abre a ver… ¡Qué nervioso me ha puesto este tío!
Obligó la manivela. No cedía. Notó que había una llave. La giró. Abrió. Poca luz. Unas velas encendidas sobre un altar. Aquello parecía una capilla larga y estrecha. Ante el altar y en la penumbra se veían unos bancos. Tupidas cortinas velaban las vidrieras plomadas. Plinio avanzó hacia uno de los ventanales y poniéndose de puntillas corrió las cortinas de una de las vidrieras. Entró una luz discreta y agradable.
– Una capilla – dijo don Lotario.
Plinio, animado, corrió otra cortina.
– Mira – gritó el veterinario, señalando a la derecha del altar.
Era un hermoso sepulcro de mármol blanco, casi rosa. En letras doradas ponía: "A Elizabeth. Su amor".
– Era verdad – musitó Plinio.
– ¿El qué?
– Que se trajo el cadáver de su mujer.
Tocaron los mármoles. Plinio probó a levantar la tapa del sepulcro. Naturalmente no pudo.
– ¿Pero qué haces, Manuel? ¿Qué piensas?
– En esta casa lo piensa uno todo, don Lotario.
Dieron una vuelta por toda la capilla. Volvieron. Plinio quedó mirando con fijeza unas cortinas blancas, finísimas, que había detrás del altar. Pasó tras el ara y las levantó.
– ¡No te digo!-y las corrió de un tirón.
Todo el fondo de la pared estaba cubierto de fotografías grandes y pequeñas de Elizabeth. Fotos de niña, de mocita, de mayor. En una grande aparecía con una crencha rubia muy larga, con la cabeza inclinada miraba un crucifijo que tenía entre las manos.
– Le digo a usted que están buenas algunas cabezas.
Salieron al hall sin cerrar la puerta de la capilla. Así les fue fácil localizar la de la calle, la del carillón… Estaban seguros de que desde algún sitio los miraba el administrador. Al abrir la puerta de la calle quedaron deslumbrados.
A las doce del día aproximadamente descabalgaron en un bar de Ossa de Montiel, famoso por las perdices escabechadas que en él se sirven. Desde "Miralagos" vinieron obsesionados con la idea de tomarse allí una perdicilla remojada con aloque del terreno. Sentados tras la mesa del bar ossano, con la jarra de vino a tiro de brazo y las presas de perdiz entre los dedos churretosos, ya tenían otro semblante. Especialmente don Lotario, comía y tentaba el líquido con un júbilo ostentoso.
La luz del soletón no conseguía inundar al amplísimo local de la taberna, porque unos papelones azules velaban la cristalera de las puertas, dejando una umbría sedante. Las paredes estaban pintadas de verde rabioso.
Las mesas, alineadas junto a ellas. Unos taburetes servían de asiento. En el extremo, frente a la entrada, un mostradorcillo ante un anaquel con viejo muestrario de botellas de aguardiente, anisados, marrasquinos y coñacs del terreno. En un hueco de pared, sobre una repisa, tres jaulas con codornices, que cuando se hacía silencio se solazaban con su "palpala", "palpala". Como aparte de ellos y los pájaros no había otro mortal que la mujer que cosía tras el mostrador, el ambiente era plácido y silencioso… A veces, cuando Plinio callaba, cantaban las codornices.
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