Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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Apuraron la perdiz, se chuparon los dedos a modo y cuando liaban pacienzudos sus cigarros, don Lotario, liberado y optimista, soltó:

– ¿Que qué me dices, Manuel?

– ¡Quite usted, hombre! Ésa es la casa de Frankestein… ¡Coño, qué apaño!

– Y el administrador también está como una cabra.

– Hombre, treinta años ahí no los aguanta cuerdo ningún mortal, aunque sea de la Ossa. ¿Vio usted cuando al final se quedó como una estatua?

– Yo pensé que le había dado algún mal.

– No sé, don Lotario, no sé. Lo cierto es que yo sentí un medio mareo. No miedo, a ver si me entiende usted, pero sí una basca…

– ¿Y las mariposas, Manuel? ¿Qué me dices de las mariposas?

– Yo creo que fueron una cosa natural. Pero alucinados como estábamos con aquel tarasco de tío barbudo, nos parecieron cosa de magia.

– Déjate de natural, que allí antes no había mariposas. Y luego aquel volar alrededor de su cabeza.

– A lo mejor es que las tiene amaestradas. El hombre, digo yo, se aburre, y doma mariposas.

– No, no lo eches a broma, que allí había su aquél.

– Si había o no había hay que olvidarlo. Usted es un hombre de ciencia y sabe que si uno empieza a darle vueltas a esas cosas de misterios, pica. Y yo no pico. La vida es como es: agua, tierra, sol y aire; carne, huesos y ni más mariposas ni másna.

– Bueno, bueno, eso lo dices tú para contentarte y contentarme, pero allí había su poco misterio.

– Y dale.

– Y claro que le doy. ¿A que no te atreves a contar en el casino lo que hemos visto… y lo que hemos sentido?

– Yo hasta que no vuelva otra vez. y vea y sienta lo mismo, no digo esta boca es mía, porque a veces las cabezas se ponengüeras.

YPlinio, como para cerciorarse del mundo concreto que gustaba, se palpó el bolsillo de la guerrera donde guardó la foto de don Ignacio en traje de baño.

Le dieron otra acometida al vino y quedaron absorbidos en sus cavilaciones.

Plinio se desabrochó la guerrera, se rascó su media calva y dijo de pronto:

– Querido don Lotario, ¿sabe lo que le digo? Que en este asunto del muerto anónimo que tenemos entre manos hay algo que no funciona. Debe ser que estamos viejos y ya no olemos la pescadilla a dos dedos de la nariz. Mucho me temo que nos están dando gato por liebre, pero a base de bien… En todas las inquisiciones que hemos hecho no tengo ni pizca de fe. Lo que se dice ni pizca. Si de todo esto saliese algo en claro, sería yo el primer sorprendido.

Plinio, caldeado por el vino, hablaba con una energía y rotundidad impropias de su proverbial cautela, aunque su oyente fuera don Lotario.

– Un muerto – continuó – embalsamado con todas las de la ley, como una momia de Egito; bien embalado en un cajón estupendo, cuidadosamente acuchillado – no sé si se habrá fijado usted -, para que no se aprecie la menor huella de procedencia… y metido en el camposanto. ¿Por dónde? Por una brecha abierta en la cerca durante unos días. ¡Qué casualidad! Y además, enterrado en un nicho vacío y abierto (cosa rara), propiedad de una familia conocida… En todo esto, venga de quien venga, hay mucho más cálculo del que parece… Le digo a usted que estamos tocando el tambor. Yo me dejo llevar, pero con más escamas que un besugo.

– ¿Qué supones, entonces?

– Le confieso que no lo sé. Esto tiene pinta de ser asunto que excede las capacidades de un pobre Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso.

– ¿Pero qué dices, Manuel? Si tú eres el más grande. Nunca has fallado.

– No diga usted esas cosas, por Dios y por su madre. Yo soy un pobre paleto que hasta ahora sólo ha trabajado en casos de paletos… Pero éstos son otros Garcías. A ver si me explico, don Lotario; para mí, este caso es como cuando uno lee un libro de esos que no entiende bien… ¿O es que usted ha sacado algo en claro?

– ¿Yo? ¡Pobre de mí, Manuel! Lo que ocurre es que tengo en ti toda la fe del mundo.

Durante toda aquella mañana no dejó de allegarse gente al Cementerio. Especialmente chiquillería, viejos y mujeres haldoneras. Hasta las cuatro putas que por aquellos días apacentaba la Bernarda: Rosario la Pinta, Pepa Julepe, Carantoña Aguado y Salesa Rodríguez llegaron cogidas del bracete, los labios rojos y gran molineo de culos. Fueron también a guipar al muerto, por si un casual había sido parroquia y podían echarle una mano a lapoli. También aprovechaban la ocasión para poner bando con miras a la sesión de la noche, porque, como decía la mismísima Bernarda, los hombres o andaban descuartaos o se habían pasado al bando hombrosexual. Yerro o neologismo éste de su invención, que cundió por todo aquel término de San Juan, cabalgó al de Montiel y, según noticias verísimas, tenía ya eco en el de Calatrava.

Aquel puterío emparejado dio a la "Sala Depósito" tal aire de chunga y esperpento, que hasta al pobre muerto parecía escurrírsele el labio hacia el rincón de la risa.

Maleza, que estaba de jefe sumo cuando la visita de las suripantas, tuvo sus titubeos en cuanto a si las daba soleta o no. Y optó por el no, a ver si daban mensaje o al menos animaban prudentemente la tiesura del desfile y cháchara a poca voz. Que nunca viene mal una risotada en velatorio sin fin. Más bien da respiro y recuerda que la vida sigue más allá de plantos y ciriales.

En justicia, hay que decir que las cuatro "pililis" estuvieron muy ordenadas y circunspectas en el momento del examen y aun al remate se santiguaron e hicieron genuflexión al primer encuentro, miraron con ojos tristes el cuerpo después, y la Pepa Julepe hasta desgranó un Padrenuestro con gran propiedad y de acuerdo con los textos posconciliares.Y nunca descompusieron el ceremonial hasta la salida, cuando el Faraón les preguntó si "habían tenido trato con el pobre" o si les pintaba algo. Que nadie como ellas para conocer hombre tumbado aunque estuviera ya en el quiñón del "no volverás".

Carantoña Aguado fue la primera en responder que las "prendas personales del difunto no le eran conocidas". Y comoel Faraón le preguntase si había examinado al muerto hasta semejante prenda, para estar tan fija, las cuatro juníperas soltaron una risotada a coro que se debió oír en las eras vecinas y echó por tierra la discreción anterior.

Maleza les echó el chito desde la puerta y algunas mujerucas les dijeron cosas muy feas de su profesión nocturna.

Las chicas, un poco amedrentadas, encogieron el labio, y ya en voz confidente preguntaron alFaraón si iba a ir a hacerles tertulia a la casa de la Bernarda.

Antonio les respondió que en cuanto le quitaran de en medio a aquel convidado de muerto y aliviara un poco el luto, iría con otros amigos, porque desde hacía algún tiempo estaban confeccionando un catálogo de tetas y querían ver si entre el personal nuevo había formas no registradas.

Pepa Julepe le preguntó que cómo era un catálogo de tetas. Yel Faraón, llevándolas un poco más allá, fuera de la artillería de la cola, comenzó a recitar su catálogo de esta manera:

Las de torta de Alcázar. Redondas, sin relieve y con el pezón sumido.

Las agradecidas y sueltas, que, aunque duras, temblequean a cada golpe de tacón.

Las de pera de agua, que empitonan el vestido y lo alzan por la parte delantera.

Las mansas de corazón y a la buena de Dios, que se dejan caer sin perder su fortaleza y comen en la mano.

Las satisfechas de la vida, que de puro hinchadas no dejan ver a la propietaria la parte baja de su propio cuerpo.

Las lloronas, en forma de llamador, aunque tengan su miaja de vuelta hacia arriba para aspirar el aire del escote.

Las de unapaacá y otra paallá, como si estuvieran disgustadas o buscaran la salida por cada manga del vestido.

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