Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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Todos quedaron en silencio mirándose, sin saber qué partido tomar.

– Explícanos despacio lo que pasó – dijo Plinio a Matías.

– Como le dije por teléfono, hacia las cuatro de la madrugada me despertó un ruido de voces y gritos.

– ¿De una sola persona?

– No, de varias. Se alejaron luego. Yo me asomé a mi ventana y claro está, no veía nada, porque ya sabe usted dónde da. Y haciendo oído no dejaban de oírse las voces y los gritos, aunque lejos. Después oí pasos y risas y palabras sueltas. Y después el ruido de un coche, o lo que fuera, que se iba.

– ¿Y qué mas?

– De vez en cuando, gritos. Gritos de uno solo. Gritos de muy lejos.

– ¿Duraron mucho esos gritos de uno?

– Desde que se lo dije a usted hasta ahora mismo.

– Pues ahora no se oyen.

– Cinco minutos antes de llegar ustés los oí por última vez.

– ¿Y qué gritos eran?

– No sé. No se entendía bien lo que quería decir. Gritos eran.

Plinio ordenó que cada uno de los que componían el grupo: don Lotario, Matías, los dos guardias y él avanzasen por una parte distinta del Cementerio mirando

y haciendo ruido… Pero no hubo tiempo de empezar el despliegue. Apenas había indicado los itinerarios, Matías dijo:

– Cucha, cucha, cucha…

Todos hicieron oído. Nada se oía.

– Parece que pide socorro – dijo Matías.

– Venga – dijo Plinio-, vocear todos. -¡Haaaa, haaaa, haaaa!

Plinio, después de varios gritos, como si dirigiese una orquesta, les mandó callar.

Fue muy buena maña, porque en seguida se escuchó con claridad la voz desesperada y ronca que gritaba:

– ¡Socorro!

– ¿Dónde estás? – respondió Matías ya decidido.

– ¡Socorro!

Matías avanzaba con cautelas de furtivo.

– ¿Dónde estás? – repetía.

– ¡Socorrooo!

Con esta comunicación intercambiada fueron orientándose poco a poco. El que voceaba, cada vez más animado al encontrar eco, echaba el resto:

– ¡Aquí! ¡Aquí!… ¡En una sepultura! – se percibió claramente.

Al oír esta aclaración, Matías avanzó más sobre seguro.

Llegó un momento en el que los gritos se escuchaban muy cerca. Matías quedó parado en la encrucijada de los paseos.

Se veían algunas sepulturas abiertas a uno y otro lado.

– ¿Dónde estás?

– ¡Aquí! – gritó el desconocido.

Matías, como perro que ha encontrado su presa, empezó a asomarse a todas las sepulturas abiertas que por allí había. Cuando estaba con la cabeza casi dentro de una de ellas, volvió a oírse el grito. Matías se volvió a la que estaba a su espalda.

– ¿Estás ahí?

– ¡Sí…!

Matías llamó a Plinio, que se había quedado un poco atrás.

– Aquí está.

Llegó el Jefe. Matías le señaló con el dedo. Plinio se asomó a la sepultura. Se empantalló los ojos como para conocerlo.

– Aquí estoy, Jefe – gritó el enterrado vivo con voz muy ronca.

– ¿Quién eres tú?

– ¡Rufilanchas…! ¿Quién voy a ser?

Plinio y don Lotario se miraron como comprendiendo. El veterinario, sacando el paquete de "Caldo", sonrió tiernamente mirando a Plinio:

– Aunque no me cuentes lo de las mariposas, Manuel, ya siempre creeré en tus pálpitos.

– Voy corriendo a por la escalera – dijo Matías.

Plinio sonreía sin poder disimular cierta vanidad.

– Espera un momento, Rufilanchas, en seguida te desentierro – le dijo.

Rufilanchas quiso decir algo, pero no se le entendía bien.

– No te esfuerces. Ahora podremos hablar con mayor comodidad.

Entre Matías y un guardia trajeron una gran escalera.

La metieron en el agujero.

– Venga, Rufilanchas, sube.

– No puedo. Tengo las manos atadas – se le oyó decir.

– Anda, Narciso – dijo Plinio a uno de los guardias-baja y córtale las cuerdas.

Bajó Narciso no sin poner cara de circunstancias. Entre sombras se veían los dos hombres abajo. Y en seguida lució un mechero. Sin duda que el pobre Rufilanchas bascaba por fumar.

Por fin apareció Rufilanchas, con su pito en la boca, pero hecho una pena. La camisa a jirones, el traje restregado de tierra por todos sitios y descalzo de un pie. Tenía además los ojos sanguinolentos y un rasguño muy grande, con la sangre ya seca, en la frente.

Rufilanchas era un hombre anguloso, con los ojos negros muy metidos en el cerebro y la boca pequeñísima. Miraba con mucha fijeza, como si le costara concentrarse en lo que iba a decir.

– Yo vine a entregarme, ¿sabe usted? – dijo con una voz apenas perceptible.

– Bueno, bueno – dijo Plinio – después hablarás. Ahora, hasta que abran el Juzgado, lo primero que vas a hacer es descansar un poco.

Rufilanchas asintió con la cabeza.

Volvieron hacia el porche del Cementerio. El Jefe pidió a Matías que le cediese una cama a aquel hombre. Los dos policías quedarían de guardia hasta que Plinio volviera a eso de las nueve a recogerlo.

Cuando ya iba a entrar en la casa de Matías, Plinio tomó por el brazo a Rufilanchas y lo apartó un momento:

– Sólo una palabra: ¿quiénes te han traído?

– Yo vine a entregarme…

– Ya. Digo que quiénes te han echado en la sepultura.

– El Pianolo, su hijo y el Faraón.

– ¿El Faraón?

– Sí.

– Está bien. Anda. Descansa lo que puedas. Y toma. Plinio le largó un tubo de "Optalidón".

– Vosotros – añadió a los guardias -, que no salga de la habitación ni entre nadie en ella. Absolutamente nadie.

– Descuide, Jefe.

– Si pide algo dais el recado a Matías que él me llamará.

– Sí, Jefe.

Plinio y don Lotario se montaron en el coche.

– Vamos primero al Ayuntamiento y luego a desayunar en casa de la Rocío. Hay que hacer tiempo hasta que se levante el señor Juez… Ese pobre hombre está que no puede ni hablar.

– Desde luego son gente que no perdona.

– Incluido el Faraón.

– ¿Ah, sí?

– El Pianolo, su hijo y el Faraón son los autores del enfosamiento en vivo.

– ¡Qué bárbaros! Aquéllos con la pobre mujer de cuerpo presente y el Faraón sabiendo a lo que se exponía.

– Para ellos lo importante es su amor propio de imbéciles.

En el Ayuntamiento, Plinio llamó a dos guardias a su despacho:

– Tú – le dijo a Pérez – te cercioras de que el Faraón está en su casa. Y cuando salga, lo sigues vaya donde vaya. Si notas algo raro, yo estaré aquí o en el Juzgado. De todos formas, de vez en cuando llamas para decir dónde estáis. Y tú – indicó a Felipe Canarias- te vas a estar de velatorio en casa del Pianolo hasta la hora de comer, que te reemplazará otro número. Tú te sientas allí donde esté el duelo y a no perderlos de vista. Prohibido que salgan a la calle Pianolo padre y Pianolo hijo. Así que llegues se lo adviertes a los dos. Y lo mismo te digo, me das aviso de vez en cuando de cómo van las cosas. No creo que ni uno ni otro intenten escapar, pero conviene estar avisados de todas formas.

Cuando Plinio acabó de dar las órdenes volvió al coche con don Lotario.

– Entonces, ¿dices que vamos a la churrería?

– Espere usted un momento – contestó el guardia como indeciso.

– ¿Qué pasa?

– ¿Sabe usted en lo que estoy pensando?

– Si no me lo dices.

– En que no me puedo tener de sueño. Es mucho tute.

– Pero, hombre, Manuel.

– Como se lo digo. En esto echo de ver lo viejo que soy. Yo antes, usted lo sabe, dormía un par de horas y me quedaba fresco como una rosa.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Echarme un rato hasta las diez o cosa así que vendrá el señor Juez al Juzgado. Me voy a meter en el despacho, cierro por dentro y hasta que usted me llame.

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