Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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Miró fijamente a la mujer, pero ella seguía hundida y con la cabeza baja. Un silencio espeso hizo que hasta el gato se escapara del regazo. La madre amiga de los toreros muertos dejó de cantar.

– Sobre todo no perturbe su trabajo -suplicó Susana Guillen-. Cada minuto perdido en tonterías la perjudicará. Ella es una triunfadora y una gran mujer. Y además, tiene mucho carácter.

COSAS DE PERROS Y GATOS

Hay una cosa de Méndez que sus jefes nunca han sabido.

Los policías, cuando detienen a alguien y lo llevan ante el juez, suelen olvidarse del asunto hasta que, a veces, los citan a declarar en el juicio. Méndez no, Méndez nunca se olvida. Normalmente va a ver a los abogados de los detenidos, habla con ellos y les cuenta todo lo que puede favorecer al preso, si se trata de pequeños delitos, dictados por el hambre. Inútil es decir esto, porque a Méndez jamás le han encargado la investigación de delitos grandes, y si un día se le ocurriese detener a un banquero, tendría que pedir disculpas hasta al presidente del gobierno.

Los abogados defensores también son de oficio, y no cobran o cobran muy poco, de modo que suelen entender a Méndez. A veces pasan más hambre que el propio detenido, porque esa defensa es el único caso que tienen en un mes, pero lo disimulan, llevan corbata y tienen unas novias muy dulces y blancas a las que siempre juran que el año que viene ganarán dinero para casarse.

Claro que siempre hay excepciones, y el despacho de Llor era una de ellas. Llor era un abogado prestigioso, tenía bufete en la Diagonal de Barcelona, muebles de estilo, alguna alfombra persa y una enorme biblioteca de libros encuadernados en rojo, que a veces acariciaba el sol poniente. Tenía también un joven pasante llamado Llar, o sea lo mismo que él cambiando una letra. Llar era joven, sabio, conocía la pobreza de las calles y normalmente se encargaba de los asuntos de oficio en el importante despacho de Llor.

Una tarde Méndez -naturalmente, sin que lo supieran sus jefes- fue al despacho de Llor para hablar de un detenido. El joven e inexperto Llar estaba hablando con el viejo y experimentado Llor. Ninguno de los dos cortó la conversación en presencia de Méndez, porque a veces consideraban al policía como si fuese un mueble.

– Todos los asuntos de oficio que noá caen a los abogados jóvenes son malos -se lamentaba el joven Llar-. No lo digo por mí, no… En este despacho estoy bien. Pero tengo un compañero a quien han encargado una defensa que no sabe si aceptar. Es por una acusación contra una mujer que pedía limosna con niños alquilados.

Méndez susurró:

– Hay muchos casos.

– Sí, claro -dijo Llar-. ¿Pero saben una cosa? Me han contado eso y es como sí toda la tristeza de la ciudad se me hubiera metido dentro, como si todo el horizonte se me hubiera llenado de músicas de acordeón y ventanas grises. No sé decirlo de otro modo.

– No hace falta -musitó Sergi Llor, el abogado importante-. Te entiendo perfectamente. ¿Pero te has fijado en una cosa?… Quizá nos hemos acostumbrado tanto que los niños ya no excitan nuestra pena. Por eso hay mendigos que piden con animales. Aquí en Barcelona, es frecuente, y en el extranjero todavía más. Y la gente da limosna.

Sergi Llor fue a encender un cigarrillo, pero de pronto detuvo el gesto porque recordó que estaba tratando de dejar el tabaco. Siguió:

– Los sentimientos humanos son lo más complicado que existe, y por eso resulta tan difícil ser un buen abogado o un buen juez: a veces soportamos menos la mirada triste de un perro que la mirada triste de un niño.

– Tal vez todos llevan dentro la misma verdad del dolor-susurró Méndez.

– A veces -prosiguió Llor con el cigarrillo aún entre los dedos-he pensado si esos animales con los que se pide limosna no estarán drogados, a causa de su alarmante quietud. Pero no: lo que pasa es que los animales son de una docilidad maravillosa. Por ejemplo, hace poco, en Milán (todo el mundo sabe que mis ahorros me los gasto en viajes) vi un joven pidiendo limosna con un enorme mastín. Un letrero a su lado decía: «Mi perro y yo tenemos hambre». Y la verdad es que los ojos del enorme mastín eran tan tristes que las monedas iban cayendo con el tintineo de la última soledad. O aquel otro mendigo, en Nueva York… Usted, Méndez, no se mueve de Barcelona, ¿pero puede imaginar el frío tremendo de los inviernos de Nueva York? Bueno, pues el perro lazarillo estaba allí, en la acera, bien abrigado y tendido sobre una manta. Su dueño era un ciego, era un negro enorme, como si con él alguien hubiese querido construir hombres de varios pisos, es decir hombres-rascacielos. No hablaba, sólo tendía la mano con un pote en el que caían las monedas. Tampoco daba las gracias: era el perro quien lo hacía. Porque aquel magnífico animal, cuando una moneda tintineaba en el pote, miraba al que la había lanzado y le movía la cola. Pasé varias horas más tarde por el mismo sitio y el ciego aún estaba allí, con su única ayuda sobre la tierra. En cambio el que no podía ayudar a nadie era el gato, el pobre gato de San Francisco.

– ¿Qué es eso del gato de San Francisco? -preguntó Méndez fascinado ante tanta exhibición viajera.

– Lo vi en esa ciudad del Pacífico -dijo Sergi Llor-, cerca del puente de la bahía, ese que los planos llaman el Golden G. Los dos, el hombre y el gato, formaban una estampa patética. El gato no miraba a nadie, el hombre ni siquiera pedía. Junto a los dos estaba el letrero de su última desesperanza.

– ¿Y qué decía ese letrero? -preguntó Méndez.

– Pues sólo una cosa: «A mi gato y a mí se nos ha terminado la suerte».

Puso otra vez el cigarrillo en sus labios y añadió:

– ¿Sabe una cosa, Méndez? No había allí ningún niño, pero también me pareció como si toda la ciudad se llenara de ventanas grises y de voces muertas.

Encendió el cigarrillo al fin, olvidando sus buenas intenciones. Ya se sabe: la carne de nuestros cuerpos dura pocos años, y encima la condenada es débil.

EL TIEMPO EN LAS VENTANAS

Méndez miró hacia la casa de una sola planta y se dio cuenta de que constaba de tres partes: un viejo edificio comido por los años, una palmera comida por el olvido y una colección de gatos comidos por la soledad. Luego pasó ante el cartel donde se leía: Derribos Mateu, atravesó la puerta de la casa y se encontró cara a cara con la muerta.

– ¿Era la inquilina? -preguntó.

Dos policías uniformados habían llegado antes que él y le estaban esperando. No en vano Méndez era el encargado de la investigación, por raro que eso pareciese. Uno de los agentes explicó, sin apenas mirarle:

– No, inspector, no era la inquilina ni podía serlo, porque la casa ya estaba deshabitada y lista para el derribo. Pero fuera de eso, no creo que tenga usted muchos problemas.

– ¿Por qué no?

– Bueno, esa es la impresión que tenemos mi compañero y yo, después de ver lo que hay y de hablar con el encargado del derribo: una desconocida que no ha sufrido violencia por parte de terceros, o sea que se trata de un suicidio como una catedral. A la fuerza ha de ser la depresión, digo yo. Claro… con este día tan asqueroso que hace…

Méndez miró la luz gris que se desprendía de las dos únicas ventanas, sintió casi el contacto de la niebla que lo envolvía todo, notó el deslizarse de los gatos, que se acercaban a la muerta como si buscaran compañía en ella. Todos los gatos debían de pertenecer a una sola familia desamparada, todos eran inmigrantes ilegales en la casa, todos estaban delgados y todos eran negros.

En cambio la mujer muerta iba correctamente vestida, era de media edad, tenía la piel fina, cuidada, y en un tiempo no lejano, un tiempo que aún estaba a la vuelta de la esquina, debió de haber sido bonita. Méndez le calculó los años, las tardes muertas, posando largamente sus ojos en ella.

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