Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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– ¿Sí? ¿Cuál fue?

– Querían que me hiciese donador de semen.

Animado por aquel recuerdo fugitivo, Méndez se atrevió a entrar de lleno en el salón. Lo recordaba como una habitación amplia, una pieza de gran fuste de esas que podrían ser un comedor para un personaje del Opus, la esposa del personaje del Opus, sus once hijos y una criadita de Valladolid sobre la que el personaje del Opus tendría malos pensamientos. En otro tiempo el salón había tenido piezas francesas, unas tacitas de Sévres y un gran cuadro mostrando un cazador recién salido de Versalles y que no perseguía a un ciervo, sino a una marquesa que le enseñaba las tetas. Luego, como a Madame le gustaba cambiar, el salón había sido una especie de Museo Taurino, con cabezas disecadas de toros cuyos cuernos se correspondían más o menos con los cuernos de los clientes. En una pared colgaban un estoque y un abanico manchado de sangre, y en la opuesta unos capotes de paseo pertenecientes a toreros viejos que, en vez de morir con ellos, habían tenido que empeñarlos.

Ahora el salón era un sitio cómodo, demasiado funcional, que hubiera podido pertenecer a la antesala de un Banco.

– Siéntese, señor Méndez, y dígame a qué debo el honor de su visita.

– Veo que esto ha cambiado mucho.

– Como mis clientes, amigo mío, como mis clientes. Ahora ya no son señores de toda la vida, sino ejecutivos que me acabarán pidiendo que ponga aquí un panel luminoso con las subidas y bajadas de la Bolsa. Sólo si la Bolsa sube, a ellos se les pone tiesa.

– Y sus chicas, ¿cómo están?

– Bien, bien, señor Méndez, aunque ahora sólo tengo cuatro. Ninguna se somete a un horario y a un saber estar, créame. No es como antes. Aunque ahora pienso que, a lo mejor, ni el Instituto Dexeus ni la Universidad de Alabama tienen razón, y usted quiere ver a alguna.

– No, no, señora Kissinger, yo he venido por otra cosa. Hay un testigo que puede hundir a un traficante de drogas con su declaración, y el juez nos ha ordenado buscarlo. Nos ha ordenado buscarlo porque ha desaparecido, cosa que ocurre alguna vez en asuntos de esta clase. Los traficantes les dan un dinero para que se vayan bien lejos, y si ellos no se dejan comprar, los amenazan. Alguno ha habido que no ha podido declarar si no era desde la tumba. Y alguno ha habido que se ha ocultado hasta el mismo día del juicio.

– No querrá insinuar que aquí tenemos algo que ver con las drogas, señor Méndez, Dios nos libre. Yo cuido de mis chicas, y aquí no entran ni las aspirinas.

– Por supuesto, ya lo sé -dijo educadamente Méndez-. A su casa, señora, no le falta más que la licencia eclesiástica. Pero es que el testigo, el señor Marcos, ha desaparecido de su domicilio sin dejar rastro. Ni siquiera deja deudas. Y tengo la confidencia de que alguna vez había venido por aquí.

Méndez alzó la mano derecha, como si jurase.

– Por supuesto -dijo-, ni usted ni yo queremos comprometer a nadie.

La Madame alzó también su mano derecha.

– Pero qué está diciendo. Sería el fin de muchos santos matrimonios españoles y de muchas dignidades eclesiásticas. Que Dios nos libre.

– Partiendo de esta base tan honrada, o sea la de proteger a los matrimonios y a los canónigos, quisiera preguntarle una cosa, señora Kissinger. Por el bien del señor Marcos, necesito dar con él.

– Es verdad que venía por aquí -susurró Madame, después de dudarlo un rato-, pero no hay ninguna queja.

– Tal vez alguna de las chicas que hay ahora en la Casa sabrá algo de él.

– Sí. Hay tres que lo conocen, pero conste que yo no les voy a pedir que hablen si no quieren. Una es la Raquel, la otra la Marina, y la otra la Anna.

– O sea que de cuatro nenas que hay ahora aquí, sólo una no conoce a Marcos.

– Justo. La Merche. El señor Marcos, que ya es bastante viejecito, más o menos así como usted, o sea que está un poco acabadito y todo eso" iba variando de una a otra de esas tres que le he dicho: la Raquel, famosa por su lengua de ventilador, la Marina, famosa por sus pechos de modelo, y la Anna, famosa por su culo de marquesa. Y no le digo más: ya sabe que soy una mujer discreta, señor Méndez.

– ¿Y nunca fue con la Merche?

– Nunca. Y es raro, porque a mí me parece la más mona y la más joven, pero ya se sabe que cada cliente tiene sus cosas. La Merche es una nena más bien triste, y al señor Marcos, que es muy hablador, le gustaba la gente alegre.

– Bueno, tampoco tiene la menor importancia. La psicología del sexo no la adivina nadie… Y oiga…, no sé si podría hablar en privado con alguna de esas vírgenes que ha mencionado, o quizá con las tres. Juro no preguntarles nada que perjudique al señor Marcos, que puede haber desaparecido. Pero, por lo que usted me dice, también puede haber muerto de un polvo demasiado rápido.

– De acuerdo, aunque una a una. Las otras necesitan estar libres por si viene algún cliente. Ah… Y dígales que es una cosa rutinaria, que sólo quiere comprobar que aquí no hay ninguna menor.

Llevó a Méndez a un despacho donde había un retrato de Pío XII, un diploma oficial de masajista y un certificado según el cual la señora Kissinger había hecho en su día el Servicio Social en el Castillo de la Mota, bajo la dirección de Pilar Primo de Rivera. También había un sillón frailuno y un diván en el que se sentó Méndez, recordando épocas que ya no volverían, mujeres que ya no volverían y masculinidades que tampoco podían volver.

La primera en entrar fue Anna, la del culo de marquesa. Y era verdad. Tenía que hacer dos maniobras para no quedar encajada en el marco de la puerta.

– Ay, deje que me siente -exclamó-. Usted no sabe lo que es estar de pie con todo esto.

– Usted manda, señora.

Anna había sido empleada auxiliar de un notario, y le había crecido el culo pasando a limpio escrituras de herencias y de donaciones a la Iglesia. Explicó a Méndez que el señor Marcos era viejecito, tanto que daba miedo excitarle demasiado, y por lo tanto, según qué movimientos, ella no los hacía. «Usted ya me entiende». Pero lo que tenía de viejecito lo tenía de simpático y ocurrente, porque sabía de todo. Aunque en el fondo, en el fondo, decía la señorita del culo notarial, era un hombre triste. En cuanto le hurgabas un poco en la piel (en el buen sentido de la palabra, usted ya me entiende) una notaba un no sé qué, algo como que su vida había sido un fracaso.

– ¿Era casado?

– No, aunque me dijo que había estado casado una vez. Nunca me habló de con quién, ni yo se lo pregunté, porque no estaría bueno que las que follamos fuera de casa preguntáramos por las que folian (o follaron hace un siglo) en casa. Y ahora, si no quiere saber más, me perdonará, porque dentro de diez minutos tengo un cliente.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– El notario.

Era verdad que la Marina tenía pechos de modelo, aunque estaba desengañada. Según explicó a Méndez, sus hermosas tetas habían servido de inspiración a un pintor cubista, o neocubista, o neosurrealista, o lo que fuera, pero no sabía para qué. Porque al final, en el cuadro, ella tenía tres en vez de dos, y además en forma de pirámide.

– El señor Marcos es un hombre alegre y ocurrente -le dijo a Méndez-, pero apenas folla, y cuando folla es un desastre. Yo creo que viene más que nada por la compañía, por no sentirse solo. Y oiga lo que le digo, señor mío: cuando un tío va de putas para no sentirse solo, ese tío puede reír todo lo que quiera, pero es un desgraciado de cojones. Se lo digo yo, que tengo tres años de experiencia como en el cuadro tenía tres tetas.

Marina explicó también que Marcos siempre iba buscando alternativamente la compañía de las tres, y que hablaba bastante con la Merche, la más jovencita, pero sin meterse nunca con ella en una habitación. «Yo creo que le da un poco de vergüenza, porque la Merche es demasiado joven. Y como los dos son de épocas tan distintas, en la intimidad de la follamenta no sabrían de qué hablar. Y eso que en la intimidad de la follamenta siempre se dice lo mismo».

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