Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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– ¿Qué le pasó?

– Cuando vi arriar las últimas banderas rojas hice lo mismo que había hecho mi padre en el Puente de los Franceses: caer de rodillas en el suelo y echarme a llorar. No me di cuenta, pero lo hice. A mí memoria volvían voces de hombres y mujeres que ya habían muerto, viejas canciones de personas que, como yo, no quisieron creer en la rutina de la Historia. No quiero hacerle perder la paciencia, Méndez.

Y entonó en voz baja otra vez, como si no quisiera ahogar el tambor que para él sonaba a lo lejos, en el fondo de las calles, golpeado por un hombre muerto:

El 18 de Julio

En el patio de un convento

El Partido Comunista

Fundó el Quinto Regimiento

– Los hombres del Quinto Regimiento murieron todos, Méndez, acompañados por mujeres que llevaban en los brazos un fusil y un hijo. Todos creían estar construyendo la Historia, pero mi padre no construyó la suya ni yo construí la mía. Pienso que mi hija debió de verme toda su vida, hasta que murió muy joven, como un desconocido que le enviaba dinero y de vez en cuando, muy de vez en cuando, le daba un beso en la puerta de casas que ya no recuerdo, porque quizá no han llegado ni a existir. Llegué tarde al nacimiento de mi nieta, porque la profunda Rusia de entonces era un mundo cerrado del que no siempre se podía salir. La vi de frente, de espaldas. La besé. Quizá nunca he besado una cosa tan limpia ni yo me he sentido tan sucio y tan inútil. Méndez susurró:

– Cada hombre que muere creyendo en algo construye algo, Marcos, aunque él no lo sepa. Si los jóvenes sin memoria de hoy pueden vivir, es porque alguien murió por ellos. Pero no se llame sucio, viejo ni inútil. Usted no es viejo, al menos no tanto como yo, Marcos. No tanto como yo.

– Claro que lo soy, Méndez. Cuando uno no tiene más tierra que la de los otros, se hace viejo antes. Cuando uno no conoce ni a su nieta porque está hundido en el desierto de Atacama, en los poblados de Chiapas o los reductos mineros de Bolivia, también se hace viejo antes. Cuando uno regresa y no encuentra ni a su nieta, porque ha desaparecido, es ya viejo para siempre, lo es sin remedio. Cuando uno no ha tenido dormitorio ni mujer, sino sólo dormitorios alquilados y bocas alquiladas, es que ha nacido viejo. Cuando uno, a lo largo de los años, no ha conocido más que vidas de putas ni más amores que los de las putas, sabe que en su interior todas las ruedecillas están ya gastadas y no encajan. Creo que me he vuelto impotente antes de hora, Méndez, aunque intento disimularlo. Pero no es eso lo que me preocupa. Me angustia otra cosa.

– A ver.

– Mi nieta tenía un lunar en la nalga izquierda, hacia dentro. Casi había que separárselas para verlo.

– Delicada cosa las nalgas de las mujeres -dijo piadosamente Méndez-: siempre tienen ^alguna historia, aunque ellas no la cuentan, y siempre tienen algún secreto.

– Yo no me he atrevido a averiguarlo.

Méndez arqueó una ceja.

– ¿Se refiere a Merche, la más jovencita? -susurró.

– Sí -dijo lo que quedaba del señor Marcos con un hilo de voz.

– Me ha asegurado Madame que usted habla bastante con ella. Que hasta le hace pequeños obsequios. Pero nunca la ha metido en una habitación.

– Tengo miedo. Usted no lo entiende, Méndez.

– Claro que lo entiendo.

– Mi vida miserable sería más miserable aún. No podría soportarlo.

Méndez miró al techo, giró la cabeza, sonrió a la nada.

– Demonios, lo que veo es que usted piensa demasiado, y eso no es bueno. En este país los pensadores o se mueren en un rincón o acaban siendo ejecutados por la fuerza pública. ¿Qué coño le hace imaginar que?…

– Su segundo apellido. Es el que ella tendría.

– ¿Y cuál es ese segundo apellido?

– García.

– Cojones, Marcos, ese es el apellido más extendido de la Creación. El primer cabrón que murió defendiendo Numancia se llamaba García. El primer sargento que luchó en Bailen se llamaba García. Dios se llama García. Yo tengo un jefe de apellido García. La hostia.

– Lo sé, Méndez, pero hay detalles que podrían cuadrar, aunque Merche nunca habla de sí misma. Por cierto, no se llama Merche, que es nombre de guerra, sino Pepita. Lo que son las cosas: parece que con una Pepita no se ponga tanta ilusión al follar. Digo que no habla de su padre porque seguro que no lo conoció, y a su madre no la debió de conocer apenas. En todo caso, ni le importa ni le da la gana. ¿Qué coño hace preguntando un viejo como yo? Pero oiga, Méndez…

Méndez cabeceó resignadamente.

– De acuerdo, de acuerdo… Favor por favor. Usted se presentará como testigo en ese juicio y yo me encerraré con la pequeña. Supongo que Madame me hará un precio especial. Por cierto, me tendré que repasar la historia de Napoleón Bonaparte.

– ¿Repasarse esa historia? ¿Para qué?…

– Se la contaré entera cuando estemos en la habitación. En algo hay que pasar el rato.

Madame Kissinger dijo sentenciosamente:

– Está usted más joven, Méndez, seguro que sí. Después de una hora tendría usted que salir hecho polvo, y sale como si nada.

– Milagros de la edad -susurró Méndez-. A veces uno se recupera.

– Pues sí, señor, milagro, porque la Merche es una fierecilla. ¡Y tan joven! Lo único que a veces molesta a los clientes es el lunar en ese sitio, supongo que usted lo habrá notado. Es demasiado grande. Yo no lo comento con nadie porque la perjudicaría, aunque a algunos, ya ve, un lunar en ese sitio les hace gracia. Bueno, entonces todo bien, ¿eh? Todo bien.

– Sí, Madame, todo bien, pero hay una cosa.

– ¿Qué?

– Me parece que esa chica no tiene documentación, y si la tiene puede ser falsa. Se lo digo como viejo policía. Ocurre mucho con las menores de edad.

– ¡Oiga, que yo con eso no juego! ¡Ella ya tiene los dieciocho! ¡Justos, pero los tiene! Estaría bueno, coño.

– No se fíe tanto. Una fecha falsificada y se mete usted en un lío, créame. Tiene un follón que no la saca ni el Cardenal Primado. ¿Qué necesidad hay?… Mejor para usted si la Merche se va a trabajar a otro sitio o deja el oficio.

Madame se encogió de hombros.

– Bueno, bueno, si usted lo dice… No crea que no lo he pensado a veces, y encima esa chica… ¡Tiene una tristeza encima!… A veces no me sirve. Hablaré con ella, y si se va, mejor. Hasta con esa juventud podría estar, creo yo, en otro trabajo. Bueno, en fin, que es posible que los clientes no la vean más, señor Méndez.

– De todos modos le he dicho antes, Madame, con su permiso… le he dicho a ella dónde me puede encontrar, por si les vienen líos. Una chica así siempre puede tener necesidad de ayuda.

– Diga que sí, señor Méndez. Y no todo el mundo se ofrece tan desinteresadamente, se lo digo yo. Bueno, de todos modos no crea que me alegra, porque a la gente le coges cariño.

Fue hacia la puerta, arreglando de paso las flores de un jarrón, y añadió:

– Son cosas de cada día, que una ha de resolver. Son… ¿Cómo le diría yo?

Méndez musitó:

– Son la rutina de la Historia.

Y salió de allí como una sombra, sin querer mirar a ninguna parte.

El caducado señor Marcos seguía allí, viendo cerca los libros y a lo lejos el mar, los terrados que parecían hundirse y las palomas blancas. Parecía mentira que hubiese pasado una semana ya. Miró a Méndez con miedo en los ojos.

– Celebro que venga, porque muy pronto me iré. Justo después de la declaración me destinarán a otro sitio. Oiga…

– ¿Qué?

– ¿Me pudo hacer ese favor?

Méndez intentó reír, mientras se encogía de hombros.

– ¡Pues claro que sí! Y le juro que la historia de Napoleón se la tragó toda.

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