Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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– Me hago cargo de la situación -dijo Méndez-, pero no consigo aclarar nada. ¿No ha visto nunca al señor Marcos fuera de aquí? ¿Nadie sabe dónde vive?

– No debe de ser tan difícil. Yo le tuve que llamar una vez no sé por qué, y está en la guía telefónica.

– Ya lo sé. Pero lo malo es que de esa residencia fija ha desaparecido.

– Pues usted verá -dijo la Marina, alta y fuerte como una estatua griega-, pero ya no puedo ayudarle más. Y ahora permítame, pero es la hora de que me llegue un cliente fijo. Y conste que es un cliente con el que siempre nos acabamos peleando.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– El pintor que me puso tres tetas. Pero conste que las dos de verdad no dejo que me las toque. Sólo dejo que me toque la que él se inventó.

Y casi tumba una lámpara de pie al girar, mientras iba hacia la puerta. La Raquel pensaba que Méndez venía para otra cosa. Experta en resucitar muertos, hizo «Chup, Chup» con la lengua al entrar en la habitación, y luego preguntó:

– ¿Qué, chato?…

– De chato nada, nena. Yo soy sexualmente difunto.

– Eso habría que verlo.

– Puedo demostrarlo, muñeca. La defunción de mi pene salió en las esquelas del ABC y La Vanguardia , y creo que hasta dieron la noticia en una televisión autonómica.

– Pues entonces para qué coño has venido aquí.

La Raquel era muy directa, y por lo visto no había entendido las explicaciones de Madame. Hay indicios de que Madame no sólo la empleaba para dejar baldados a los clientes, sino también para limpiar objetos de plata con la lengua. Méndez le tuvo que explicar que él era un policía con gran porvenir, al que encargaban casos dificilísimos, como por ejemplo buscar a un tal señor Marcos, que se dedicaba a robar bragas de señora en los grandes almacenes. Al menos eso la Raquel lo entendió.

– Los hombres están llenos de manías -dijo-, y siempre se les levanta con lo que menos piensas. Por ejemplo, los últimos modelos de hábito para monjas. Hay tío que imagina levantarles el hábito por detrás, y va y se empalma. Pero no creo que el señor Marcos fuera de esos. Al señor Marcos le daba por la jodienda amarga.

Explicó a Méndez que venía para encontrar conversación, y que hablaban de la vida y la cultura de la Raquel, en vez de hablar de la lengua de la Raquel, que era lo importante. «Porque ha de saber, señor, que los políticos y nosotras vivimos de la lengua, pero sólo nosotras la usamos para el bien del país». Un día se asustó al saber que la Raquel no leía nada, y con todo el desinterés del mundo le dijo que le prestaría libros. «Pero qué coño de libros me iba a prestar un tío como él. A lo mejor me traía la vida de Santa Teresa escrita por la Pasionaria, de modo que le dije que podía regalarle los libros a un obispo, con tal de que no fuera cliente mío. Sí, ya sé, a veces soy algo brusca. Madame siempre dice que lo que tengo de bueno con la lengua lo tengo de malo con la lengua. Pero el caso es que el señor Marcos no se enfadó».

Méndez susurró:

– Me empieza a gustar ese tío.

– Dijo que, si tan difícil era elegir unos libros para mí, podría elegirlos yo misma. Y una tarde, con permiso de Madame, metimos un polvo en su casa, un polvo que fue un desastre, pobrecito señor Marcos, a pesar de la buena voluntad que yo puse. Lo cierto es que su casa consistía sólo en dos habitaciones, pero estaban llenas y llenas de libros. Yo me quedé pasmada. Un tío lee todo eso y por lo menos agarra el sida.

– Hay algo que no cuadra -reflexionó Méndez-. El domicilio que nosotros conocemos del señor Marcos tiene más de dos habitaciones.

– Sí, ya sé, el de la calle Provenza, el que está en la guía. El señor Marcos me explicó que aquello fue antes el despacho de una agencia de noticias, o algo así, y que se lo dejaban ahora poco menos que gratis, porque él fue socio de esa agencia. Pero el otro, el de los libros, sólo lo conozco yo, porque no le he dado la dirección ni a Madame. Ha sido siempre algo así como el refugio del señor Marcos, donde él metía sus libros y hasta los leía, el pobre. Yo eso no lo entiendo, oiga. Que te enamores de una mujer pase, porque una mujer sólo ocupa sitio mientras la tienes en la cama, pero que te enamores de una pila de libros que te llenan la casa y encima crían polvo y mierda, eso sí que no lo entiendo ni lo quiero entender. Y es que hay gente que está de la azotea, créame. Donde debería tener los huevos, no tiene más que el coco. No hay mujer que los aguante.

– Eso ha pasado -dijo Méndez.

– ¿Cómo?

– Yo conocí a un hombre casado que tenía tantos libros como el señor Marcos. Los tenía no sólo en la biblioteca, sino también en el comedor, los pasillos, la cocina y el cuarto de baño, en una tarima encima del bidé. ¿Y qué pasó? Pues que la santa esposa se cagó en el tío y la madre del tío, quiso separarse y dejó de usar el bidé. «O los libros o yo», parece que le dijo. Y el tío contestó: «Los libros». Alquiló un piso más amplio y dejó que se fuera la mujer. De modo que les puso un piso a varias toneladas de papel, cuando lo lógico, lo justo y hasta lo cristiano hubiera sido ponerle un piso a una tía con varias toneladas de tetas.

– Me acaba usted de definir al señor Marcos -dijo la Raquel-. En su casa movías la lengua y, sin darte cuenta, estabas lamiendo las tapas de un diccionario. Pero no le he contado lo peor: cuando estábamos hablando de la historia de las chicas de esta casa, el señor Marcos se me puso a llorar como un niño. Me pagó el doble, aunque no pude terminar la faena. Y es que créame, señor: los hombres que valen te pagan por repetir, y los que no valen te pagan por su vergüenza.

La dirección que la Raquel le dio correspondía a un piso del barrio de Santa María del Mar, que hoy está lleno de bares de copas como antes estuvo lleno de bares de poetas. Lo primero que el señor Marcos le dijo a Méndez fue: -Mire esta ventana.

En efecto, desde una de las ventanas de la biblioteca -que era toda la casa- se distinguían las torres de Santa María del Mar, la hendidura de una calle muerta, un cielo lleno de palomas y varios terrados, en uno de los cuales ladraba su verdad un perro solitario. También se distinguía una bruma lejana, una insinuación del punto en que la basura de la ciudad se unía a la basura del mar.

– La Raquel había metido algún polvo aquí -confesó el señor Marcos.

– Sí, ya lo sé, pero, la verdad, veo difícil que usted y yo podamos meter un polvo juntos.

Las paredes no sólo contenían libros, según constató Méndez, sino también fotos, muchas fotos grises o amarillentas, recortadas, envueltas en su propia vejez, donde se había sentado a descansar la historia de España. Fotos, sin embargo, del mismo tema: el de la sangre, la lucha y el olvido. Ningún joven, pensó Méndez, hubiera reconocido aquellos rostros, pero Méndez los reconoció: el Campesino en la batalla de Guadalajara, Modesto en la batalla de Brúñete, Tagüeña en la Sierra de Pándols, Lister en el cruce del Ebro. Y hasta había otra más lejana: Cipriano Mera en la conquista de Sigüenza, vieja ciudad de obispos piadosos, que daban la absolución a los corderos antes de comérselos.

Junto a todos estos personajes, padres de todas las lejanías, estaba siempre un hombre joven que se parecía al señor Marcos, pero que no era el señor Marcos, que llevaba una boina obrera con la hoz y el martillo, una camisa caqui, un correaje y una máquina de fotografiar. Iba sucio y llevaba barba de varios días, pero sus ojos brillaban y saludaban a una promesa de victoria. Incluso en el Ebro, cuando el pueblo ya estaba derrotado, aquel hombre creía en la fuerza del pueblo.

– Era mi padre -dijo el señor Marcos-. Él había vivido en este barrio.

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