Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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Un hombre se acercó silenciosamente. Llevaba un casco de los que se utilizan en las obras y unos planos bajo el brazo. Debía de ser el encargado del derribo de la casa, y los gatos le conocían. Se largaron inmediatamente de allí.

– Me han dicho que usted es el inspector -susurró el hombre.

– Sí. Me llamo Méndez.

– Le he oído el nombre en el barrio. Bueno, siento conocerle en unas circunstancias así.

– La verdad es que no son agradables, sobre todo por la edad de la muerta. Aún era una mujer joven.

– Es verdad.

– ¿La conocía?

– Lo que se dice conocerla-conocerla, no. En el sentido legal, se entiende. No sé ni cómo se llamaba.

– O sea que sólo la tenía vista.

– Sí, y le explicaré por qué. Yo soy el encargado del derribo, y puede decirse que estoy aquí a todas horas, porque hay que tomar muchas medidas antes de empezar el trabajo. Ella venía bastante por aquí, ¿sabe?

– ¿Y a qué venía?

– Y yo qué sé. Cosas de mujeres, supongo. Todo empezó cuando pusimos el cartel de que la casa iba a ser derribada, y entonces ella me pidió verla. La dejé, porque uno es de carácter blando, y así no se llega a ningún sitio. Pensé que era una chiflada de las muchas que hay por este barrio.

– Sí, claro. Podía serlo.

– Volvió al menos un par de veces. Yo la dejé hablar, sobre todo porque me di cuenta de que eso la tranquilizaba, y así me fui enterando de cosas.

– ¿Qué cosas? -preguntó Méndez.

– Pues que ella y su novio alquilaron esta casa para casarse, hará de eso unos cinco años, y luego no pudo ser. De los motivos no tengo idea, pero no pudo ser. Aunque resulta que ella había medido el espacio para los muebles, para las cortinas, para la nevera, para todo. Ya en aquel tiempo lo tenía medido al centímetro. Incluso se ve que en la habitación más pequeña, donde apenas cabía nada, lo había calculado todo para la cuna de un niño.

Méndez le miró a los ojos.

– Un niño que no había nacido, claro -musitó.

– No, pero seguro que estaba previsto que tenía que nacer. Yo he visto muchas cosas así, con los años que llevo en esto de los edificios.

– Por fuera, las casas están hechas de ladrillos -dijo Méndez, dejando de mirarle-, pero por dentro están hechas de sueños, de humo y de tiempo que ha de venir. Mucha gente no lo sabe.

– Claro. Quizá por eso la mujer no soportaba la idea de que fueran a derribar el edificio. Ya ve… ¡Qué cosas!

– Seguro que el novio murió -susurró Méndez-. Hala, ya podemos avisar al juez. Yo quiero estar aquí para que traten con respeto a la víctima.

Fue hacia la puerta. Allí estaba un hombre con los ojos desorbitados, mirando el cadáver. Se dio cuenta de que Méndez le cortaba el paso.

– No tengo nada que ver con esto… -se defendió-. Si estoy aquí es porque soy el ex-inquilino de la casa. Venía con mi mujer a retirar unas últimas cosas, antes del derribo. Oiga, yo conocía a esa de ahí… Quiero decir que conocía a la muerta. Fuimos… Fuimos…

Méndez no le dejó terminar la palabra «novios».

– Procure no volver a cruzarse en mi camino nunca, porque lo lamentará. Y ahora váyase a tomar por el culo, que dicen que en los días como este es la mar de sano. ¡Váyase!

LA RUTINA DE LA HISTORIA

La casa de putas de Madame Kissinger pasaba por ser una de las más selectas, discretas y minoritarias de Barcelona. El nombre auténtico de Madame Kissinger no lo sabía nadie, pero ella se hacía llamar así en homenaje al ex-político norteamericano, el premio Nobel de la Paz que más guerras ha originado en este mundo, y feroz anticomunista. Eso era justamente lo que fascinaba a la Madame: ella era anticomunista por legítima convicción propia, por legítima defensa de su negocio, ya que jamás había conocido a un comunista que pagase por follar.

En su Casa se pagaba, y mucho, aunque -decía Madame-dentro de unos límites razonables y de acuerdo con la economía del país. Era selecta porque exigía a los clientes buena educación, al menos tan buena como la que exigía a sus señoritas, lo cual quiere decir que allí se follaba en silencio. Y era minoritaria porque cada vez resulta más difícil encontrar gente que sea educada en el salón y en ambos bordes de la cama. Madame siempre decía que su Casa era el último reducto de la cultura, y que la lógica de las cosas haría que le acabasen dando una subvención del Ministerio, o al menos una subvención autonómica.

«Al fin y al cabo», advertía, «la mitad de las subvenciones autonómicas se gastan en mi Casa».

El piso tenía de todo, porque según Madame lo único que en todo caso podía faltar eran los virgos. El recibidor cambiaba constantemente de aspecto, ya que su dueña era muy aficionada a sustituir unos muebles por otros: pero siempre nobles, macizos y artesanos, último testimonio de una España que se iba. Las flores naturales abundaban, y abundaban también las alfombras regionales, los estantes con cristalerías, las acuarelas marinas y hasta unos curiosos cuadros representando guerreros del siglo XIII, cosa en verdad rara y poco excitante, porque jamás se ha conocido a un caballero que follase con armadura.

Méndez, al entrar de nuevo allí, encontró muchos cambios en la decoración, aunque, si se miraba con detalle, la atmósfera del recibidor y del salón eran las mismas. Saludó educadamente, pensando que Madame Kissinger no lo reconocería.

– Buenas tardes nos dé Dios, señora.

– Usted siempre tan clásico y tan respetuoso, señor Méndez. Lo celebro, porque los tiempos cambian, pero para nosotros no han cambiado.

– Creí que no se acordaría de mí. Hace unos cuantos años desde la última vez.

– Nunca me olvido de los clientes, aunque usted no sea cliente. Pero además, ¿cómo no voy a acordarme de aquel día? Usted vino a ver a Sandra, a la que su antiguo chulo amenazaba. Tuvo que hablar con ella aquí porque este era el único sitio donde la chica se sentía segura. Le dio una serie de datos, usted se hizo cargo de la historia, buscó a aquel tío y el tío no volvió a molestarla más. ¿Qué le hizo? Siempre he tenido curiosidad por saberlo.

Méndez contempló las alfombras, los muebles, las flores, los cuadros de los guerreros, que vete tú a saber si también llevaban acorazado el pene, por elemental prudencia. Se preguntó si Madame aún conservaría su manía de años anteriores, que consistía en decorar las habitaciones con cuadros de vírgenes y otras mujeres santas.

– Lo detuve por extorsión y no pasó a disposición judicial hasta las setenta y dos horas. Setenta y dos horas son muchas, en una celda que apesta y donde los otros detenidos te roban hasta los calcetines. Por el robo de los calcetines supimos que aquel arcángel tenía un dedo hinchado por un ataque de gota.

– ¿Y qué?

– Un amigo mío le pisó aquel dedo. El amigo mío pesaba cien kilos. Fue un desgraciado accidente, por el que luego se le pidieron disculpas. No le volvimos a ver más.

– Prestó usted una gran ayuda a aquella chica, señor Méndez. Y un gran servicio a la Ley.

– No lo hice por la Ley. Yo había conocido a la madre de Sandra.

Había otra alfombra en el pasillo. «Crevillente», pensó Méndez. Un más que hermoso ramo de flores con una cinta: «A Mamá Kissinger, de sus nenas». Y hasta una mesita con un ordenador, instrumento indispensable, siguió pensando Méndez, para anotar los polvos hechos, y sobre todo los polvos a medio hacer.

– Tenía la esperanza de verle otra vez por aquí, señor Méndez. Pensaba agradecérselo con alguna de mis señoritas, pero usted, nada.

– Ay, señora… No sé si sabe que ahora soy un hombre famoso. Sobre mi impotencia se han hecho tesis doctorales no sólo en la Clínica Dexeus, que como usted sabe es un instituto ginecológico famoso en toda Europa, sino también en el Instituto Pasteur y en la Universidad de Alabama. Me es imposible aceptar la compañía de una de sus chicas, porque no podríamos dedicarnos a otra cosa que no fuera revisar la guía telefónica. De todos modos el otro día recibí una oferta que me elevó la moral.

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