Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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«Hasta a software recién instalado huele el aire (¿o será hardware ?). Bueno, es igual: toda la gente honrada sabe que esos productos son cancerígenos de siempre».

O sea que Méndez no era feliz, y además temía por su vida. Le habían enviado a la parte noble de la Diagonal, donde hay rascacielos negros, tiendas que venden bolsos de caimán comunista, joyerías con anillos de boda y de divorcio y chiringuitos financieros cuyo dueño afirma, por lo menos, que van a nombrarle embajador de Panamá. Todo aquel mundo de la Nueva Economía le desbordaba. Para que nada faltase, el aire era demasiado limpio y no traía ningún olor de confianza; seguro que de vez en cuando lo desinfectaban, y el Ayuntamiento cobraba por ello una tasa municipal.

Méndez se ahogaba cuando llegó a las flamantes oficinas de la World Internet Association. Sus pulmones echaban en falta los productos tónicos de toda la vida, como el olor a cigarros toscanos, a aliento de inmigrante y a coñac directo de fabricante, o sea acabado de fabricar por el tabernero. Las piernas empezaban a fallarle y hasta había perdido toda la seguridad moral que a ratos le daba su placa de policía.

Sin duda el edificio en que acababa de entrar albergaba diversos negocios de importancia mundial, uno de los cuales se hundía y lo notaba a los diez minutos la Bolsa de Tokio. Las empleadas iban vestidas a la moderna: llevaban uniformes con pantalón que no enseñaban nada, botones con el águila norteamericana y pañuelos de colores como los que usaron los jinetes del general Custer. Estaban tan delgaditas que no merecieron la menor atención de Méndez. Sin duda las pesaban antes de darles el empleo, y si engordaban un kilo las despedía el propio comité de empresa.

Una recepcionista le atendió de una forma familiar y castiza:

– Your name, please ?

– Méndez.

– Just a moment .

Tecleó en un ordenador que debía de haber sido traído de Cabo Kennedy, porque despedía lucecitas de colores. Aparecieron en la pantalla al menos diez tablas, ninguna de las cuales, al parecer, servía. Por fin dio con una que debía de ser absolutamente definitiva. No obstante cabeceó con gesto de duda.

Sumida en profundas reflexiones, musitó:

– You are not in the program .

– ¿No podría hablarme en español o en catalán, por favor?

– Ni el español ni el catalán son idiomas de negocios, mister . Están out . Aquí todos nos entendemos en el inglés de la Chicago University, que es la que selecciona el personal. He querido decirle que nos es usted desconocido.

– Claro que sí, puesto que no había venido nunca. Pero tal vez podría haber ahorrado tiempo preguntándomelo.

– Es el programa el que pregunta, mister , no yo. Así todo queda informatizado. Tendrá usted alguna identification card , supongo.

Méndez mostró su placa de policía, que solía ser el terror de los barrios bajos, pero que aquí no pareció causar impresión alguna. La empleada anotó en el ordenador el número y la fecha. Luego preguntó:

– Any International pólice association?

– Si el ordenador no dice lo contrario, yo creo que debería usted poner «FBI».

– De acuerdo.

El ordenador no dijo lo contrario, porque la empleada pudo terminar el laborioso proceso. Al fin preguntó:

– ¿A quién quiere ver? Mejor dicho, ¿a quién quiere detener?

– Gracias por hablarme en un idioma de mi país. -No debería hacerlo. Aquí causa mal efecto.

– Ya.

– Conteste, por favor: ¿a quién quiere detener?

– ¿Y a usted qué le importa?

– No es por mí, es por el ordenador -dijo la chica con perfecta indiferencia-. Aquí ha de quedar registrado todo.

– Pues ponga que quiero detener al director de la World Internet Association, que sin duda debe llamarse señor Internet. Si el jodido ordenador no le acepta el nombre o no lo tiene en su programa, ponga que quiero detener a su secretaria. Y ahora haga el favor de permitirme hablar con la señorita Barrios.

– La señorita Barrios es una de nuestras directivas -dijo la chica respetuosamente.

– Pues llámela por e-mail.

La señorita Barrios no llegaría a los treinta y cinco años, pero tenía el aspecto decidido de los que saben que un día, sin duda alguna, fundarán por segunda vez la Universidad de Harvard. Era delgada, tan delgada que debía de contar al menos con tres doctorados extra: en zumos de frutas y batidos de zanahoria, en filetes a la brasa hechos con carne de nativo y en hacer lavar vestidos de la talla 38 para que encojan. No tenía tetas, o al menos había que calcular su posible emplazamiento por sistemas trigonométricos. Sus piernas eran dos palitos. Su culo era simplemente una pared lisa y dura, de modo que podía causar serias lesiones al pene que lo embistiera.

En cambio su cara era decidida, tenía una mandíbula enérgica y sus labios formaban una línea irregular, como esos gráficos que registran las subidas y bajadas de la Bolsa. Méndez pensó enseguida que una sesión de cama con aquella mujer había de ser terrorífica. Mejor dicho, imposible, porque ella no follaría encima de una cama, sino encima de un ordenador.

– Pase -le dijo al inspector.

Entraron en un despacho en cuya puerta una placa decía: MISSIS BARRIOS. GERENCY ASSISTANT. Era un despacho amueblado a la antigua, con sillones de piel, mesas macizas y diplomas, un poco como los que tienen los senadores yanquis que lamentan en el fondo no haber nacido en Europa. Estaba todo tan limpio, cuidado y pulcro que Méndez, huésped de una pensión barata en el fondo de un bar, se creyó obligado a elogiarla:

– Me da usted envidia -confesó-. Está todo cuidadísimo.

– Tengo una mujer de limpieza para mí sola.

– Ah…

– Mi cargo me permite eso.

– Me da usted más envidia aún, porque el mío no me lo permite.

– Justamente de esa mujer de la limpieza tengo que hablarle.

– ¿Por qué? Al menos su trabajo veo que lo hace bien.

– Sí, muy bien. Es pegajosa y todo. Después de cada visita viene a ordenar mi mesa y cambiar el cenicero. Hasta al teléfono le saca brillo. Hasta cafés me trae sin que se los pida. Hasta tabaco, si me ve nerviosa. No la soporto.

– Pues no veo por qué -susurró Méndez-. Ya no quedan empleadas así.

– Es pegajosa, repito.

– Pues hágale una advertencia y ella obedecerá. La clase obrera española lleva muchos siglos de obediencia.

– Voy a despedirla.

– Quizá le cueste una indemnización, señorita Barrios.

– Ni eso. Tiene un contrato-basura.

– Lo que faltaba.

– No la compadezca. Ella lo aceptó, mejor dicho, lo pidió. Pero le he llamado, mejor dicho he llamado a la Comisaría, para que esa tía salga de aquí para ir a la cárcel. Mejor dicho, a una penitenciaría bien lejos de Barcelona. Mejor dicho, a…

La importante señorita Barrios se estaba poniendo nerviosa. Hasta repetía las palabras y tartajeaba. De pronto gruñó, mirando con hostilidad a Méndez:

– Dijeron que me enviarían enseguida un inspector. Pero, con franqueza, no imaginaba que fuera tan viejo.

– Siempre me encargan los casos importantes -se defendió Méndez-. Señoras que han perdido su perro, señoritas que han perdido su támpax y honrados padres de familia que han perdido su corbata en una casa de putas. He detenido a docenas de carteristas ciegos y centenares de tironeros cojos, de modo que mi hoja de servicios es brillantísima. Pero puedo mejorarla deteniendo a una mujer de la limpieza.

– Sospecho que usted no ha triunfado en la vida -dijo desdeñosamente la señorita Barrios.

– Mire por dónde, yo también lo sospecho -susurró cabizbajo Méndez.

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