Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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Los libros de arte suelen reproducir algunos de esos picaportes, lo cual permitió barruntar, incluso a un hombre como Méndez, que tienen un cierto valor histórico. Ahora comprendía por qué tenía que vagar por tiendas de anticuarios y cafés de la tercera edad donde un coleccionista puede capturar una buena presa. Gracias a la denuncia pudo saber en qué portal habían robado el picaporte y en qué consistía este. Se trataba de una pieza muy complicada: dos manos, una de hombre y otra de mujer, enlazadas. «Hay que ver», pensó malignamente Méndez, «Romeo y Julieta llamando a la misma puerta, donde tal vez había un piso por alquilar».

Con su peculiar dinamismo, Méndez estuvo un par de horas visitando los cafés de la zona y decidiendo qué hacer. Luego fue a un anticuario para preguntarle qué podía valer un picaporte semejante.

– Es difícil decirlo: todos tienen más o menos la misma antigüedad, pero depende del material con que estén hechos y del artista que los terminó. Alguno hay que incluso lleva firma. De todos modos, una pieza así sólo le puede interesar a un coleccionista.

– Puede que exista algún anticuario especializado en ellos -sugirió Méndez.

– Más que anticuarios, se trataría de almacenistas que compran piezas de casas en derribo: viejas puertas modernistas, cristaleras, chimeneas de mármol y hasta pedazos de parquet donde aún están marcados los tacones de una damisela. El pasado sentimental de la ciudad, Méndez, descansa en esos cementerios a los que no lleva flores nadie.

Deseando justificar su vida, el anticuario añadió:

– Nosotros desenterramos esos cadáveres, los pulimos, los maquillamos, les damos dignidad y los devolvemos a la vida.

Adicto como era Méndez a las viejas cosas y a las viejas damas con corsé, le dio la razón al anticuario. Luego visitó a los almacenistas de que le había hablado este, aún sabiendo que la casa en cuestión no había sido derribada. No encontró la pieza, pero en cambio encontró por las cercanías bares con calamares fosilizados, croquetas de mamut y caracoles pasados por la piedra en algunos de los mesones más próximos. Eso le demostró sin lugar a dudas que, a pesar de las multinacionales, Barcelona aún seguía viva.

Antes de que se produjesen los primeros síntomas de envenenamiento si comía todo eso, Méndez volvió a la casa y contempló el portal austero, desnudo, al que habían robado el picaporte, su último detalle de humanidad. Haciendo una radiografía social del edificio, Méndez averiguó que en él tenían su residencia dos multinacionales de tipo cultural (una dedicada a distribuir fotos de Diana de Gales y otra a publicar las biografías de los maridos de Elizabeth Taylor); un abogado especializado en incobrables; un despachito donde se cambiaba de ropa el Cobrador del Frac; un tratante no de blancas, sino de negras, que tenía ficha en la policía; una madame dedicada a clientes de la tercera edad; un médico que trabajaba en el Clínico pero también atendía a los clientes de la madame; un matrimonio joven en el que trabajaban los dos veinte horas al día para pagar el alquiler de un piso en el que no estaban nunca; un padre soltero y un bebé abandonado que berreaba todo el día; una pensión de inmigrantes sin papeles cuyo dueño había solicitado una subvención por Incremento del Turismo; un gestor que tramitaba los papeles a los sin papeles; el dueño del inmueble, que vivía de sus rentas en compañía de una criada opulenta que había sido sobrina de un cura; y, en fin, un modesto pintor de interiores que esperaba alcanzar la gloria reproduciendo mosaicos gastados por los pies, manteles gastados por las salivas, puertas grises con un pomo de delgadez espiritual, cristales con la huella de un suspiro. Y también toda la tristeza de los patios de atrás, donde se tendía la ropa, se soñaba en un pedacito de cielo, se acoplaban dos gatos y se espiaba la llegada de un rayito de sol que en realidad era una burla.

Méndez sabía que en esas baldosas gastadas, esos cristales empañados, esos patios de atrás está escrita la historia de la ciudad que no se escribe nunca.

Enseguida sospechó de ese inquilino.

Encontró al pintor comiendo sencillamente un poco de pan y vaciando una lata de atún, porque al parecer aún no le había llegado la gloría.

– Ya me está diciendo qué puñetera necesidad tenía de robar el picaporte. Podía pintarlo sin sacarlo de su sitio -le apremió Méndez.

– No sé por qué cree que lo he robado yo. Yo no he tocado nada.

– Lo ha robado para pintarlo.

– Yo no pinto esas cosas.

– Pues entonces para comérselo.

– O sea para venderlo, quiere usted decir. La verdad es que paso hambre, Méndez, pero sin llegar a ese extremo. Ah… Y por él tampoco me hubieran dado gran cosa.

– Depende del interés del coleccionista. Tengo ya fichado a uno que cantará, pero sería mejor para usted que ayudara espontáneamente a la grandeza de la Ley y a la santidad de la Justicia.

– ¿La santidad de queeeeé?…

– Bueno, será mejor dejarlo. Si no quiere ayudar, allá usted. De momento, voy a echar un vistazo por el piso.

El piso, al margen de la única sala con luz, que era el taller, consistía en dos habitaciones con una sola ventana, una cocinita sin otro material que un abrelatas y un sobre de Nescafé, un cuarto de baño cuya ducha goteaba y un recibidor tapizado de cuadros del glorioso artista. Ni rastro del picaporte. En una de las dos habitaciones había una de esas camas tristes que jamás conocieron mujer. En la otra, más cuadros y un extraño ramo de flores ya muertas colgando de la pared, una especie de tumba puesta en el aire, un homenaje funerario a alguien que se había ido, un amor que se había ido, un tiempo que se había ido, pero que seguía prendido en el tallo de las flores color de piso.

Méndez nunca había visto nada igual. Gruñó educadamente:

– ¿Pero qué leches?…

– Le juro que ya estaba aquí cuando alquilé el piso -dijo el pintor-. Tal como lo ve estaba, señor Méndez, con su cinta morada y sus florecitas hechas polvo. Sólo faltaban la viuda y la lápida.

– Joder, pues es como pagar alquiler por un piso con derecho a cementerio.

– Sí, eso mismo he pensado a veces.

– ¿Y por qué no lo quita?

– Primero porque no necesito la habitación, y segundo por respeto. Yo soy un artista, señor Méndez. Yo vendo sueños, y alguien dejó aquí colgado un sueño.

– Por lo que veo, más valdría que alguien dejase colgado aquí un jamón. Pero vamos a ver: supongo que le preguntaría al anterior inquilino.

– Al anterior inquilino no lo vi, porque ya se había ido. Se ve que no podía pagar el alquiler, de modo que era algo así como mi hermano del alma, lo comprendí enseguida. Por eso también respeté sus cosas. El piso me lo alquiló de la noche a la mañana el dueño del inmueble, el mismo que vive aquí con una pintura de Utrillo, un sofá de Valentí y una criada tetona. Se lo juro, señor Méndez: yo no robo nada, yo lo respeto todo. Lo único que robaría sería el coño de la criada, pero sólo para ejercer el derecho de uso.

Esa última idea le pareció tan sugerente a Méndez que despertó su inteligencia. Le preguntó al pintor:

– Me han dicho que fue sobrina de un cura.

– Sí, señor. Y a veces veo que tiene colgadas fuera una camisita de organdí y unas braguitas de seda negra. Pero se las pone de distintos colores, según el santo del día.

– Pues debe de ser la hostia.

– Y tiene su mérito, señor Méndez. Hoy día ya no quedan mujeres que sepan seguir los ciclos religiosos del año.

– Ni miembros -gruñó el viejo policía, hablando por sí mismo-que resuciten triunfales el Sábado de Gloría. Pero vamos a lo práctico: jure decir verdad y comuníqueme dónde vive ahora el anterior inquilino, sin excusa ni pretexto alguno.

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