Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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– También nos ha dicho el comisario que es usted el más indicado por lo que pasó hace un mes -declaró.

– Hace un mes, hace un mes… -trató de recordar Méndez-. Alguna misión importante tendría, pero no sé cuál. Ah, si… Buscaba un perro pequinés que se le había escapado a la esposa del Jefe Superior. Esas misiones tan delicadas siempre me las acaban encargando a mí.

– No es eso, Méndez. Usted le rompió los dientes con un cenicero a un tío que despidió a su secretaria de diecisiete años porque ella no quería dejar que se la tirase.

– Y tengo un expediente por eso -suspiró Méndez-. Ahora ya no puedo aplicar como antes, en el barrio, la justicia directa.

Y volvió a suspiran

– Antes eran grandes tiempos.

– El caso es que usted, inspector, odia a los acosadores sexuales, eso está claro.

– Sí, pero no me sirve de nada. Luego los jueces los dejan libres diciendo que eran las chicas las que provocaban. Menos mal que en este país todavía fabrican buenos ceniceros.

La de la pipa le volvió a apuntar.

– De todos modos, es usted un hombre antiguo y pasado de moda, Méndez. Sepa que ninguna de nosotras necesita la protección del macho. Nunca pidas protección a tu enemigo. Primero, véncelo.

– Pues si lo has dejado hecho polvo no hace falta que te proteja -susurró Méndez-. En fin, como yo soy un macho absolutamente derrotado, podemos continuar. Díganme, por favor, dónde se está dando ese acoso sexual tan escandaloso, supongo que con rotura de cristales y de virgos.

– En la Mireia, fábrica de corsés, sostenes, fajas elásticas y derivados.

– Está cerca de aquí-admitió Méndez-. Lo conozco. Lo regenta una antigua madame que hizo fortuna. La llamaban El Coño de Oro. Estuvo a punto de ser concejal en el primer ayuntamiento democrático.

– Pues razón de más. Ojo con ella -dijo la de la pipa-. Yo también la conozco: no ganó las elecciones por un pelo. En la propaganda que enviaba por las casas, prometía, prometía y no paraba de prometer.

– Recuerdo la época -murmuró nostálgicamente Méndez-. Hubo un tío que prometió aparcamiento inmediato y gratuito para todos los coches de Barcelona. No entiendo cómo al muy cabrón no lo hicieron alcalde por aclamación popular. Eran los tiempos en que se hablaba de cotos de caza y campos de golf exclusivos para obreros, pagados con subsidios del gobierno. Madame Costa estaba de acuerdo con eso, pero encima prometió algo más.

– ¿Qué?…

– El polvo subsidiado.

– ¡Esos, esos tendrían que mandar! -masculló un guardia que bajaba por las escaleras-. A ver por qué tienen que follar siempre los mismos.

Hubo un abucheo general al que se sumó Méndez, quizá porque él tampoco follaba. Aunque el poli uniformado desapareció, tragado por la puerta de unos lavabos, el orden constitucional tardó en restablecerse. Méndez se atrevió entonces a pedir:

– Díganme de una vez qué pasa en la Mireia.

– Pues casi nada. Que allí trabajan veinticinco mujeres y un solo hombre, que encima es el enlace sindical. Imagínelo: ¡un acoso sexual absoluto! ¡Un harén! ¡Un acoso permanente! ¡Un solo cabrón haciendo sobre ellas el desfile de la victoria! Una de las trabajadoras lo ha denunciado, de modo que tiene que hacer algo, Méndez. Detenga a ese joputa y llévelo al juzgado antes de que nuestro Colectivo intervenga. Póngale las esposas en los huevos, porque si actuamos nosotras ya no le quedará sitio donde ponérselas. ¡Venga! ¡Muévase!

Y las mujeres del Colectivo fueron poco a poco hacia la puerta, no con un fru-fru de faldas y un taconeo bizantino, como hubiese querido Méndez, amante de todas las artes caducas, sino con un roce de jeans pasados por la piedra, un sisear de zapatillas de basket y hasta la amenaza de unas botas claveteadas. La última de aquellas mujeres advirtió:

– Demuestre quién es, Méndez.

– Lo haré, no se preocupen. Pero antes he de volver al hospital. Necesito hablar otra vez con el amigo moribundo por cuya causa he llegado tarde.

Y se largó a través de avenidas cuyos embotellamientos llegaban hasta los primeros pisos, enjambres de motos aparcadas en las ramas de los árboles, nubes de palomas a las que daba de comer una viejecita hambrienta y parterres tan amarillos que parecían regados exclusivamente con orina de alcalde. Llegó al hospital para ver al amigo moribundo que seguía moribundo. Méndez lo sacudió antes de que el otro cogiera el rigor mortis .

– Pero por qué no te escapaste, desgraciado. Por qué no cambiaste de empleo. Todo el día con veinticinco mujeres… Así te tenía que ver.

El otro abrió un solo ojo, porque para abrir los dos quizá no tenía fuerzas.

– Tiene razón, Méndez… Debí darme a la fuga y buscar otro empleo, aunque fuera en el servicio de cementerios… ¡Veinticinco mujeres maduras y desesperadas, divorciadas, separadas del marido, con hijos en la Legión!… No me dejaban vivir. Me acosaban. Ni hacer un pipí solo podía, porque el único lavabo es unisex, es decir de ellas… He tratado de que ninguna se enfadara conmigo, y ya ve… Y encima me denuncia la única que era amiga de mi mujer.

– Pues más vale que huyas a Portugal disfrazado de moro, amigo mío, porque van a venir a por ti.

El otro cerró los ojos, y Méndez añadió, con un suspiro de desesperanza:

– Pero no sé si valdrá la pena intentarlo. Al fin y al cabo, si vuelves al empleo, tampoco vas a salir de esta.

ENGAÑAR A LA MUJER

«El amor se ha hecho para la eternidad, pero el sexo no».

Así pensaba Méndez mientras deambulaba por las calles de su distrito con la mirada perdida, deteniéndose en portales donde no estaba demasiado rato, no fuese que los vecinos llamaran a la fuerza pública. «Por eso el amor, que se ha hecho para la eternidad, tiene poetas, mientras que el sexo, que nace y muere cada día, no tiene apenas poeta alguno», seguía pensando Méndez, que se convertía en un provocador cuando no le encargaban ningún caso, o sea que lo dejaban sin trabajar.

«Esa es la razón», seguía pensando, «de que engañar a la mujer se haya convertido en un arte noble y antiguo, que han practicado hasta los Papas. Aquí están los pequeños hoteles-meublé del distrito, cuyas camas fueron financiadas por el abuelo y rotas por el nieto. Aquí los retratos de mujeres soñadas, que nadie habría reconocido, pero que en un día tuvieron una mirada penetrante y un culo histórico. Aquí los espejos ante los que tantos hombres casados han pedido: "Sobre todo, no se lo digas a nadie'. La historia, los negocios y los amores eternos de la ciudad se han mantenido merced a algo que nadie agradece, que es el secreto de las camas.

Pero Méndez, hombre maligno como se sabe, iba más allá. Todos los secretos se daban entre un hombre y una mujer, de modo que el viejo y noble arte de engañar a la mujer era también el viejo y noble arte -este más artístico aún- de engañar al marido.

Lo que Méndez no sabía entonces era que iban a encargarle el caso de un tío que engañaba a su mujer. Pero la verdad es que las cosas, al principio, no rodaron de esa manera.

Su jefe más inmediato (eso no resultaba difícil, porque, en la Comisaría, cualquiera era jefe inmediato de Méndez) le hizo sentarse ante su mesa.

– Oiga, Méndez.

– Oigo.

– Me han dicho que usted no cree en la Ley.

– Es verdad. No creo del todo.

– Pues por este camino no ascenderá.

– Gracias por el consejo: me encuentro bien como estoy. Pero lo pensaré, y puede que me ponga a ascender a partir de ahora.

– Me han dicho también que últimamente está usted sin trabajo, y por lo tanto se dedica a pensar.

– También es cierto.

– Pues cuando usted piensa, peligra toda la cultura occidental. Además, conviene a la Justicia que usted trabaje.

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