Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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– Le habrás dado cuatro guantazos, para que aprenda.

– Todo lo contrario.

– ¿Todo lo contrario qué?

– Para que un soldado tenga moral le has de proponer no el ejemplo de un cobarde, sino el ejemplo de un héroe. Yo he aprovechado un informe que tenía de un uso indebido de tarjeta de crédito. Eso es verdad. Pero… ¡coño!… lo que me ha costado montar la historia. Lo que me puede costar mantenerla en el futuro, aunque para entonces el Medina ya se habrá curado.

– O sea que es una historia falsa.

– Sí.

– Eres un cabrón, Méndez. Además, no sé de dónde coño has sacado todo eso.

– Pues de dónde se sacan las mentiras -dijo Méndez-, de una historia real. Lo que os voy a contar sucedió en la guerra civil española.

– Eso fue en tiempos del Arca de Noé.

– Te parece a ti, pero mucha gente que la sufrió aún vive, y mucha gente que murió en ella aún sigue dejando un recuerdo en las esquinas. Sucedió al final de la guerra civil, digo, cuando, según tú, Noé estaba en el arca, y cuando el ejército republicano había perdido toda esperanza. Por eso muchos soldados desertaban, y hubo uno que en la retirada pasó por su pueblo, donde podía haberse escondido perfectamente, pero se despidió sencillamente de sus padres y siguió luchando en primera línea. Era un soldado con un hermano gemelo al que había dejado herido en la batalla del Ebro después de una acción heroica. «He de seguir luchando porque eso es lo que haría mi hermano gemelo», explicó el soldado, «porque es lo que me está pidiendo desde su cama del hospital. Porque quiero ser digno de él».

– Es una historia ejemplar -susurró uno de los policías-. Vaya si lo es. ¿Pero y qué?

– Nada -dijo Méndez-, sólo que cuando esto sucedía el hermano gemelo ya no existía, ya había muerto.

LAS MEDALLAS

Señor Jefe Superior de Policía – Barcelona

Excelentísimo e ilustradísimo señor:

El que suscribe, Ricardo Méndez, inspector de policía, con destino en la Comisaría de Atarazanas, dedicado especialmente a la persecución de chorizos primerizos y a la búsqueda de bolsos de la compra desaparecidos, tiene el honor de solicitar de usted la gracia que sigue: Que se conceda una medalla a la heroica guardia urbano que murió al caerle encima una caja de caudales, cuando procedía a multar a un coche aparcado en lugar prohibido. El firmante ignora qué tipo de medalla puede corresponderle, pero seguro que alguna habrá: Medalla del Talonario, Cruz de la Matrícula u Orden de la Sanción Urbana. Otrosí pido: que al tiempo que se premia a la urbano que tan abnegadamente cumplía con su deber, se conceda otra medalla a la persona que dejó caer inadvertidamente la caja de caudales desde el terrado de la finca. Porque esa persona, don Nemesio Álvarez, al que fallaron las fuerzas cuando estaba junto a la baranda, sólo pretendía ayudar a la mujer que acababa de sustraer la caja y que, claro está, era incapaz de transportarla. Resulta evidente a todas luces que don Nemesio Álvarez actuó movido por un limpio impulso de caballero español, doctrina según la cual las señoras no deben soportar ningún peso, salvo el peso del cuerpo de los caballeros (a poder ser, españoles). ¿Qué distinción no merece el que sólo trata de ayudar no a un prójimo, sino a una prójima? Otrosí pido: que se conceda la Medalla de la Revolución, u otra de las muchas similares, a doña Lourdes Cela, que sustrajo la citada caja del domicilio de su padre e intentó llevársela por el terrado ya que su contenido -diez millones de pesetas-, ahorrados céntimo a céntimo por el avaro de su padre, pensaba destinarlo a ayudar a los niños de Nicaragua. Y, en fin, que Usted o la Cruz Roja premien oportunamente a don Carlos Cela, padre de la interfecta, quien había ahorrado el dinero peseta a peseta para ayudar en la lucha contra el cáncer. Puede sorprender que se soliciten medallas, y no prisiones, en un caso de robo con un muerto, pero el policía que suscribe cree que todos los partícipes no fueron más que unos celosos cumplidores de su deber moral, aunque tal vez les hubiera valido más dedicarse a la masturbación o a mirar la tele. Otrosí: pido el relevo del caso y beso a usted respetuosamente los pies y la pistola.

Firmado, suyo afectísimo:

Méndez.

EL REGALITO

El comisario jefe estuvo a punto de tener un tembleque cuando vio que Méndez, muy serio, envolvía perfectamente en una bolsa para regalo nada menos que un revólver y un libro. Y encima, el revólver era de esos que a veces circulan por las comisarías: un arma clandestina y sin marcar.

– Pero, ¿qué pasa, Méndez? -preguntó-. ¿Va a hacer un regalo con eso?

– Claro que sí -contestó Méndez-, aunque reconozco que hoy día, tal como se están poniendo las cosas, resulta casi más civilizado regalar una pistola que regalar un libro. Pero es que la situación resulta más complicada de lo que usted cree. Tengo una historia.

– ¿Qué historia?

– Verá… A lo peor, ni usted ni yo lo entendemos, pero en el fondo de la vida moderna late una oculta desesperación: no tenemos tiempo para nada. El hombre que quiere ser culto no puede asimilar todos los conocimientos, todas las noticias, todas las sensaciones y todos los libros que llaman continuamente a su puerta.

– ¿Y quién leches le manda ser culto?

– Bueno, pues tengo un amigo lleno de otoños interiores y de ilusiones muertas que quiere serlo. En realidad hay mucha gente así. Allá ellos, digo yo. Que les den por el saco. Pero ese hombre, como tantos otros, compró libros desde niño, los cuidó, los leyó, los amó, hasta que llegó a tener mil libros, pero sólo dos ojos y veinticuatro horas. Y más tarde dos mil libros, pero sólo dos ojos y veinticuatro horas. Recuerdo que un día me explicó que había llegado a una conclusión aterradora: contando los años probables de su vida, ya no le quedaba tiempo para leer todo lo que tenía, ni dinero para comprar más libros. Sin embargo el final será hermoso, le dije yo:

– Te morirás en paz y con el tiempo justo para leer tu último libro.

– Me parece bien -gruñó el comisario jefe-. Sobre todo me parece bien que esos pelmazos se mueran.

– Pues las cosas no marcharon así, jefe. Mi amigo se hundió en una especie de angustia cósmica. Dejó de comprar más libros porque ya era inútil. Cada uno que terminaba era como un reloj. Repetía sus cálculos, hablaba con sus médicos, y la fecha final quedaba fijada como una sentencia. «Además», le decían sus banqueros, «será mejor que se muera, porque encima estará sin blanca».

– Coño, Méndez.

– ¿Qué?

– Lo estoy adivinando, maldita sea. Fue entonces cuando usted, que es un cabrón, le prometió regalarle ese día un revólver, para que se fuera sin sufrir.

– Pues sí, es cierto -reconoció Méndez con sonrisa de conejo-. Ya sabe todo el mundo que soy un impío, y encima partidario de que mis amigos se mueran a gusto.

– Y ahora ha llegado el momento…

– Sí.

– Me cago en todos sus muertos, Méndez. Lo voy a detener y dejarlo incomunicado.

– Aún no puede acusarme de nada.

– Es igual. Lo acusaré de comunista.

– Como en los buenos tiempos. Pero deme una oportunidad, jefe. Ha pasado algo terrible.

– ¿Qué?

– Mi amigo no se ha muerto en el plazo previsto. Sus cálculos y los de los médicos fallaron, pero no los de sus banqueros: está sin blanca y sin libros, pero vive. Y no puede comprarse nada más. Por eso…

– ¿Por eso qué?…

– Le llevo un libro y un revólver. Es su última oportunidad para morir dignamente.

– Es usted un cabrito, Méndez.

– Voy mejorando. Antes me ha llamado cabrón.

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