Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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Y se largó sin que su jefe pudiera impedirlo. Y no pudo impedirlo porque en aquel momento traían entre cuatro a un atracador que intentaba romperlo todo a puntapiés. Méndez, que apenas corría, escapó esta vez como una liebre. Pero volvió sólo dos horas más tarde.

– Mierda -dijo.

– ¿Y ahora qué pasa, Méndez?

– Mi amigo, el que le decía. Resulta que el cabrito es él. Ya no le importa morir en paz y cuando quiera. El tío le ha vendido el revólver a una empresa de seguridad para comprarse diez libros.

ACOSO SEXUAL

Maldita sea, el entorno de Méndez, o sea la Calle Nueva de la Rambla, había sido inventado por segunda vez. El primer invento lo hizo, según se dice, un capitoste llamado Conde del Asalto, amante del orden, la paz pública y se supone que de las mujeres llenitas, porque las delgadas pertenecían entonces a las clases revolucionarias. El invento consistió en una calle recta y lo bastante ancha para que por ella pudiese cargar un escuadrón de caballería y, sable en mano, darles lo suyo a los obreros en huelga, los anarquistas que no creían en Dios (y además lo decían), las mujeres de los revolucionarios (que no tenían ni seguro de viudedad, las muy burras) y las putas que no podían trabajar porque aquella semana tenían la regla. El invento urbanístico del señor Conde del Asalto, que permitía correr a sablazos a los obreros desde la Rambla al Paralelo, fue muy elogiado por fabricantes, banqueros y obispos de toda clase que iban en peregrinación a Roma.

Pero las ciudades y las calles necesitan ser inventadas, pensaba Méndez, y no las inventan los urbanistas ni los coroneles de caballería: las inventan los seres más o menos desamparados que viven en ellas. Y así la calle Conde del Asalto -ahora calle Nueva de la Rambla- la inventaron con su hambre los jornaleros de las fábricas del Raval, con sus trampas los dueños de las timbas, con su coño las putas de las cercanías y con su esperanza los poetas y las niñas de las academias de baile.

Bueno, eso era la calle Nueva de la Rambla, pensaba Méndez mientras iba sigilosamente hacia su lugar de trabajo.

Pero ahora, maldita sea, había sido inventada otra vez, lo cual -la verdad sea dicha- no disgustaba del todo a Méndez. Ahora había más luz, más casas nuevas, más duchas y más encuentros de cama entre tía y tío (o entre tía y tía o entre tío y tío) realizados en condiciones sanitarias. Pero la historia estaba siendo expulsada de la calle. Ya no había, como antes, ratas centenarias ni madames centenarias aferradas al retrato de su abuela, que fue la primera que hizo la calle y contribuyó, por tanto, al sosiego de la ciudad. Ya no había bares donde se consumieran peces del neolítico ni hoteles para parejas donde el marido y la esposa hacían lo posible para no coincidir a la misma hora.

Los urbanistas habían ¡do arrinconando las viejas casas y dejando sin espacio a actividades tan saludables. Habían ido eliminando también la Seguridad Social, consistente en las mercerías dé barrio por las que las putas retiradas habían ahorrado céntimo a céntimo durante toda su vida, sustituyéndolas por portales donde se trapicheaba con droga y supermercados donde se vendía comida pakistaní. De todos modos, lo que de verdad molestaba a Méndez era la sustitución de la vieja y tronada Comisaría -donde las ratas, los delincuentes y los policías también eran centenarios- y desde cuyo balcón él había vigilado durante tantos años los crímenes del barrio. Eso le había acabado dando -pensaba Méndez- una gran cultura urbana, porque conocía a todos los delincuentes dignos de pasar al fichero y todas las tetas de matrona dignas de pasar a la historia.

Ahora -seguía pensando Méndez- en la nueva y mastodóntica Comisaría no había ficheros ni tetas ni culos. Sólo unos ordenadores que nunca funcionaban y unas débiles posaderas de nenas-policía que estaban haciendo régimen.

De modo que Méndez no estaba lo que se dice optimista esta mañana ni veía porvenir alguno para su miembro viril, a decir verdad dormido desde los años cincuenta, pero que el día menos pensado resucitaría.

Fue entonces, al entrar, cuando vio algo extraordinario.

La Comisaría estaba llena de mujeres que sin duda lo esperaban a él.

Pero estas no eran como las otras.

Pese a la prohibición todas fumaban (una de ellas en pipa), ponían los pies sobre las mesas, usaban una especie de uniformes que parecían haber sobrado del conflicto de Sarajevo o de una subasta de las fábricas Renault y disimulaban sus contornos femeninos (o lo que quedaba de ellos), de modo que no tenían caderas, nalgas, rajitas ni tetas.

Méndez sintió que su pesimismo crecía.

Al adivinar que le esperaban a él, farfulló:

– Hostia.

– Le estábamos aguardando -dijo la que se encontraba más cerca de la puerta.

– Pues ustedes me dirán, señoras. Perdón por mi retraso, pero no sabía que nadie me esperase.

– En primer lugar, no nos llame «señoras». Esa es una palabra ofensiva y que pone de manifiesto una relación con el macho.

– Si es por eso, no se preocupen -susurró Méndez-. Yo tengo muy poca relación con las actividades del macho. Pero entonces díganme cómo puedo llamarlas.

– Somos el Colectivo Feminista y Vecinal «Las Luchadoras del Barrio».

– Ah…

– Tenemos unos Estatutos debidamente aprobados y que usted debería conocer. Hemos pedido que se nos declare Asociación de Interés Cultural, lo que representaría recibir una subvención. No sabemos si entiende lo que significa eso.

– Claro que lo entiendo. Precisamente he pedido que una parte de mi cuerpo que no quiero mencionar sea declarada cuanto antes Objeto de Interés Histórico. Y ahora díganme en qué puedo serles útil.

Una de las mujeres, la que fumaba en pipa, le apuntó con la cazoleta.

– Ante todo díganos por qué un policía que no tiene nada que hacer, como usted, ha llegado tan tarde. Llevamos media hora esperando. No han querido dejarnos pasar de aquí ni decirnos dónde está su mesa.

– Justo al ladito de los lavabos -informó Méndez-. No tiene pérdida.

– Podían haberlo dicho. Pero la culpa es suya, por llegar tarde.

– Lo siento, pero es que he estado visitando a un viejo amigo en el hospital. Me han dicho que está al borde de la muerte.

Otra de las mujeres apagó su cigarrillo y se acercó a Méndez, acariciándose con la derecha su cabeza cuidadosamente afeitada.

– Déjese de monsergas y de visitas al hospital. Ahora hay compromisos más importantes, Méndez. Tiene que hacer algo. El comisario nos ha dicho que usted es el más indicado.

– ¿Yo? ¿Por qué?

– Porque tiene usted un aspecto silencioso y gatuno.

– ¿Y eso qué utilidad tiene?

– Mucha. Entra en los sitios y no se le ve.

– Ya lo procuro. Es que, si me ven, me echan -se defendió Méndez-. Bueno, ya me dirán qué demonios tiene que investigar un tipo como yo.

– El acoso sexual -dijo la mujer-soldado.

Méndez se encogió instintivamente, porque unas palabras así le asustaban. Seguro que acabarían acusándole de algo.

La mujer de la pipa también le apuntó.

– No se asuste. No vamos a por usted, Méndez. Por lo que nos han dicho, se le puede acusar de gandul, anticuado, machista e intoxicado con vinos legionarios, pero de eso otro no.

– ¿Y por qué no?

– Porque para practicar el acoso sexual ya nos dirá de dónde sacaría usted el sexo.

– No haga caso -dijo Méndez-. La mayoría de los cabrones que se dedican a eso tampoco lo tienen.

En el fondo se sentía tranquilizado. Menos de bujarrón, a Méndez habían acabado acusándole de todo, y una reunión de tantas mujeres en pie de guerra podía acabar mal. De todos modos, dio un paso atrás cuando una de las combatientes avanzó hacia él en línea recta.

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