Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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El señor Boada echó a andar por un pasillo que olía a café de recuelo, a sopa de sobre y a verdura del día anterior. Penetró temblorosamente en un dormitorio de madera marrón, tipo años cincuenta, con un cobertor gastado y un SantoCristo cansado de dar el espectáculo, un dormitorio en el que sólo faltaba una placa con la fecha del último polvo: 1939, Año de la Victoria.

Unas manos temblorosas sacaron de un cajón del tocador diez cartas, diez, todas en papel barato pero distinto, todas con membrete de empresas distintas, todas con un texto distinto, pero que en realidad no era distinto. Méndez las leyó. Tuvo que tragar saliva dos veces. Abrió la boca.

– Pero, oiga, todas estas cartas están dirigidas a usted mismo…

– Sí, señor, pues claro. Sólo así servían.

– ¿Servían para qué?… Coño, aquí no se pide dinero a nadie, no se ofrece trabajo, no se ve la estafa… ¿Qué ganaba con esto?…

– Léalas otra vez, por favor, señor Méndez. Piense que antes yo me había presentado en todas esas empresas pidiendo trabajo y alegando que soy parado sin subsidio, porque la Casa de donde yo era contable cerró. Estas son las cartas de respuesta de las empresas, falsas naturalmente. Las que preparaba yo.

Méndez volvió a leer. Con distintas palabras, cada carta decía lo mismo: «Lo sentimos. En las pruebas realizadas ha obtenido usted una excelente calificación, por lo que debemos ante todo elogiar sus cualidades. Pero necesidades internas de esta

Empresa nos obligan a dar el cargo a otra persona más joven. Agradecemos su oferta y pensamos que tal vez en otra oportunidad…». Etc., etc.

Méndez soltó las páginas, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, y farfulló:

– Bueno, pero con todo esto usted no ha conseguido un duro, sino al contrario… Vamos a ver: ¿qué gana?

– Que mi mujer siga teniendo fe en mí -dijo el presunto-. Así cree que estoy a punto de salir del atolladero. Así ella me respeta.

Méndez, a pesar de que estaba con el bolsillo vacío por ser últimos de mes, susurró:

– Vamos, amigo. Abajo hay un bar. Creo que le debo una copa.

LAS GOLONDRINAS

Méndez, el tronado policía de los barrios bajos, que nunca obtendría un ascenso ni un aumento de sueldo, le dijo al comisario, que era mucho más joven que él:

– Usted no puede imaginarlo, jefe, pero desde esa casa tan podrida que se ve a un lado del callejón, esa casa tan sucia y encima ya vacía, porque van a derribarla para ensanchar la calle, se veía llegar la primavera.

El comisario miró la casa desde lejos, con un gesto de incredulidad. Vio un portal afianzado con unos tablones para que no se hundiera, unas ventanas sin postigos y una pared ya derribada, dejando ver un laberinto de tuberías, los restos de una cocina y un dormitorio empapelado por alguien que sin duda ya estaba muerto. «Cojones con la primavera», pensó. Para lo único que podía servir aquella casa era para que en ella pudiera tomar el sol un cadáver.

Miró aprensivamente a Méndez.

– ¿Pero qué dice?… -masculló-. ¿De qué coño me habla? Mírela bien: a esa casa, metida entre patios vecinales asquerosos, nunca ha llegado la luz, de modo que de primavera nada. Sólo el polvo, la tristeza y la orina del vecino de arriba, que a lo mejor estaba recomendada por el médico.

– Casi todo el barrio era antes así -reconoció Méndez-. Ahora, con tanto derribo y tanto edificio nuevo, puede que lo cambien.

– El que no cambia es usted, coño. Siempre se pasa la vida en las calles y deja los asuntos para el día siguiente. Olvídese de la maldita casa, que dentro de poco no existirá, y acuérdese de detener a la Betty, que de momento existe.

– Sí, ya sé que tengo que detener a la Betty, la carterista fugada de la cárcel de mujeres, pero usted, jefe, no me ha acabado de entender.

– Es que a usted no lo entiende ni su madre, Méndez.

– Verá: lo que he querido decirle es que la primavera no dependía aquí de la luz que llegaba por los patios de atrás, entre otras cosas porque apenas llegaba luz alguna. Dependía de las golondrinas, ¿sabe?, las golondrinas. Cada año eran las mismas las que sobrevolaban este laberinto de callejas, sin equivocarse nunca, y se metían en la galería del piso principal, que yo conocía porque una vez hice allí un registro. Construían en la galería su nido. Un milagro, oiga, un milagro. Muchos vecinos que no tenían otro medio para enterarse de que había cambiado el color de la luz, decían: «Mira, ya está aquí la primavera».

– Espero que no lo diga por usted. Porque usted ha vivido en muchas pensiones podridas del barrio, pero en esa casa nunca.

– Ya le digo que la registré una o dos veces, y entonces los vecinos me contaban cosas. Ahí vivía el Mangas, que compraba objetos robados. El Mangas era el padre de la Betty. Yo había visto a la Betty, cuando ella tenía diez o doce años, mirando obsesionada el nido de las golondrinas, en el techo de la galería, porque ellas le anunciaban la primavera. Hay que vivir ahí para apreciar el valor de las cosas sencillas, jefe. Una vez hasta lloró, porque eso significaba que un rayo de luz llegaría hasta su cama muy pronto, y porque le maravillaba que las golondrinas pudieran llegar desde tan lejos, sin perderse nunca.

– Pues ahora la Betty debe de tener al menos veinte años, y seguro que no llora nunca.

– Es verdad, jefe. Seguro que ya no llora.

El comisario hizo un gesto de hastío y volvió la espalda a la casa.

– Bueno, usted a lo suyo, Méndez. Ocúpese de detener a la fugitiva y déjese de primaveras. Además, ¿puede saberse para qué ha venido a esta casa, si sabe que la van a derribar? Creí que ya estaba trabajando en Comisaría y me lo encuentro parado aquí, como un pasmarote.

– Ya sé que la van a derribar y que esto no sirve de nada, pero es una maldita curiosidad. Tengo una llave maestra del principal y voy a abrirlo para ver si las golondrinas han vuelto también este año. Aunque ellas no lo saben, será la última vez.

– Pues las avisa por escrito.

– Si me entendiesen, lo haría. Bueno, serán sólo cinco minutos.

– De acuerdo, haga lo que le dé la gana. ¡Vaya manías de viejo! Voy a tomar una copa en ese bar de ahí, porque me hacen buen precio. Le esperaré si quiere.

– Gracias, comisario. Un trago gratis no lo rechazo nunca.

Y Méndez subió, arriesgándose a que los peldaños se hundiesen. Abrió en silencio la puerta del principal, tras la que estaban todos los olvidos fabricados por los hombres y todos los miedos fabricados por los niños. Fue hasta la galería como una sombra.

Y era verdad. Las golondrinas habían vuelto. Pero había algo más.

Betty, la fugitiva, estaba allí, de espaldas a él. Las miraba en silencio. Méndez hubiese jurado que -también por última vez- ella estaba llorando.

Méndez descendió de puntillas y fue al bar. El comisario gruñó:

– ¿Qué? ¿Ya está satisfecho? ¿Ya se ha hecho una golondrina a la brasa?

Méndez se encogió de hombros.

– ¡Qué tristeza! -susurró-. ¡Qué piso tan vacío! Este año ni las golondrinas han vuelto.

NADIE ESCRIBIRÁ ESTA HISTORIA

A Méndez no solían invitarle a comidas ni fiestas, pero en cambio solían invitarle a entierros. Aquella tarde llegó con más retraso que de costumbre a su Comisaría de la calle Nueva de la Rambla, en el corazón del barrio bajo, porque dijo que había tenido que acudir a uno de ellos.

Eso no era extraño, porque Méndez (aparte de sus entierros innumerables) solía llegar con retraso siempre, en especial desde que la piqueta municipal estaba destruyendo las casas antiguas para renovar el barrio. Él no había estado nunca en París, pero imaginaba lo que sentirían los veteranos de la capital si alguien derribara, por ejemplo, la rué Lepic. Por eso se detenía a veces a contemplar las ruinas, como si quisiera hablar con los fantasmas que aún habitaban en ellas: malas lenguas decían que los fantasmas también querían hablar con él.

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