Francisco Ledesma - Méndez

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El inspector Ricardo Méndez, hijo de los barrios bajos de Barcelona, cree más en la verdad de las calles que en la de los tribunales. Arrastrando la nostalgia de su antiguo mudo, helo aquí caminando por las miserias de su ciudad, con su mirada capaz de sondear los resortes de los delitos, la cara oculta de los poderosos y la historia enterrada en la casa de una madame. Veintidós destellos de humor y virtuosismo, veintidós joyas esculpidas por el gran maestro de la novela políciaca española.
¿Acaso es necesario presentar al inspector Méndez

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– Está usted divagando otra vez, Méndez. Y aún no me ha dicho por qué una persona sana como Quijano tuvo ese ataque.

Ya en la puerta, el viejo policía se detuvo otra vez.

– Me lo acaba de contar su médico, jefe: la verdad es que él no podía imaginar eso. Cuando le extrajeron la esquirla de plomo, nadie se dio cuenta de que también había penetrado en Quijano un pedacito de hueso de la columna vertebral de su mujer. Ese pedacito de hueso quedó enquistado, pero con el tiempo se fue moviendo. Y llegó al corazón. ¿Lo entiende ahora, jefe?

– Coño… Sigue siendo una historia romántica. Pero si fuese cierta habría como para creer en Dios, Méndez. Un Dios cojonudo.

– Pues la verdad es que sí, aunque no tengo el gusto de conocerlo.

– Oiga… No aceptará escribir esa biografía, digo yo… Siendo enemigo de Quijano y encima con semejante tema…

Méndez, sin volverse, dijo antes de salir:

– No se preocupe, jefe. Ya he dicho que no a la oferta. Nadie escribirá esta historia.

EL LADRÓN DE RECUERDOS

– Tengo un trabajo cojonudo para usted, Méndez -dijo el jefe de servicio, haciendo con dos dedos la señal de la victoria-. No se me vuelva a quejar nunca más de que sólo le encargo buscar perros perdidos, gatas de buena familia que han cometido adulterio y virgos de sacristanas. No se lo merece usted, pero le voy a dar este trabajo porque es un amante de las cosas antiguas, los museos cerrados y los bidés rescatados de la Revolución Francesa. Usted mismo, ahora que lo pienso, es un museo en trance de derribo, Méndez.

– Gracias, señor jefe de servicio. Supongo que será un trabajo difícil y lleno de responsabilidades.

– Pues claro que sí, Méndez. Y además, pesadísimo. Tendrá usted que andar sin descanso por las calles de la vieja burguesía barcelonesa, preguntar en hogares de jubilados, empresas de seguros funerarios, arquitectos que levantaron su última casa en 1910, peluquerías caninas y bares antiguos de toda clase, principalmente los que se llamen «El último descanso».

– Todos los han derribado -dijo Méndez.

– Razón de más para estar atento a los que queden. Mire, su zona principal de trabajo estará en la calle Caspe, que como usted sabe es lugar de almacenes textiles, cajeras con gafas que numeran hasta sus polvos (y algunas ya están en el dos y medio) y empresarios que se ahorcan de vez en cuando con una sábana fabricada por la competencia.

– Pues claro -se atrevió a decir Méndez-. Saben que las suyas no resistirían el peso.

– Le veo muy poco respetuoso con la clase textil del país, Méndez.

– Yo sólo soy respetuoso, señor jefe de servicio, con esos bares antiguos que aún quedan, cuyo primer dueño se ahogó en vino de Cariñena y cuya mujer le ponía los cuernos dentro de un tonel vacío. Y también de esas tabernas donde rebajan el precio de las albóndigas por liquidación de existencias, o sea las únicas tabernas que velan por la alimentación de las clases bajas de la ciudad. Hecha esta declaración de principios, dígame qué me va a encargar. ¿Un robo en el Museo Picasso? ¿La voladura de una caja fuerte en la Generalitat? ¿La desaparición de un barco cargado de droga? ¿La sustracción de la agenda de una madame, con los nombres de todo un ministerio?

– Coño, Méndez, no sé qué se ha creído usted. A lo mejor piensa que lo voy a enviar a Washington para investigar sobre una mamada en la Casa Blanca.

– ¡Qué menos! -sugirió Méndez.

– Pues más vale que se vaya desengañando. Lo que le voy a encargar está de acuerdo con sus facultades, o sea que no se haga ilusiones. Se trata de algo muy sencillo.

– ¿Qué?

– El robo de un picaporte. Nada más que eso.

Méndez, hombre mezquino como se sabe, pensó enseguida que le habían encargado aquello para sacárselo de encima. Efectivamente, si tenía que dar vueltas y vueltas por la Barcelona burguesa, comprobando el censo de picaportes, no le verían por Comisaría ni a la hora de cobrar. Sospechaba que ese era el deseo oculto de al menos las dos últimas promociones de la Escuela de Policía.

Pero el encarguito tenía sus dificultades, eso sí. En primer lugar, vaya usted a saber lo que es la Barcelona burguesa. Arquitectónicamente -barruntaba Méndez- era el Ensanche, o sea las cuadrículas de lldefons Cerda que van de la plaza Catalunya a la Diagonal, y que el genial urbanista concibió como manzanas abiertas en cuyo interior hubiera un jardín público, o tal vez un bosquecillo, donde pudieran jugar los niños burgueses, hacer pipí los perros burgueses y leer el periódico los señores burgueses, mientras miraban de reojo a las chicas de servicio y planificaban un polvo burgués. Cosa difícil, seguía pensando Méndez, porque ahora ya no hay chicas de servicio, y las que quedan lo hacen encima de una moto, o sea que el polvo burgués, con toda su ceremonia, ha desaparecido.

Además, los propietarios no quisieron perder la riqueza de los interiores de manzana y los edificaron, creando despachos de notario, oficinas de brokers , centros de marketín, almacenes de stockage y antros de fast food , o sea que el idioma de Cerda, si vamos a mirar, también ha desaparecido, ya no figura en el software , ha quedado outdoor.

Pero esta referencia arquitectónica, al parecer tan exacta, tampoco le servía a Méndez. Porque si burguesía significa riqueza, o al menos aproximación a ella, la verdad era que en aquellos edificios se daba el mayor porcentaje de miseria oculta de la ciudad. Viudas de médicos, de abogados y de arquitectos que un día tuvieron chicas de servicio (con las que planificaron mucho y no hicieron nada) vivían ahora de una pensión miserable, disimulando que sólo cenaban un yogur y no podían hablar más que con su canario, el cual, naturalmente, estaba en constante peligro, tanto que intentaba pasar desapercibido y no cantaba a fin de mes.

Las señas de identidad, sin embargo, estaban allí bien visibles, para alimentar los sueños urbanos de Méndez: los portalones anchos, con puertas de madera tallada, los enrejados de artesanía, donde los obreros de otro tiempo se habían dejado las manos, y los ascensores amplios, nobles, calculados con holgura, para que la señora propietaria no se dejara su culo en la puerta. Los arabescos de piedra, las remotas fechas de construcción y sobre todo las tribunas sobre la calle, los cristales modernistas, los tiestos que recibían un rayo de sol, los gatazos que recibían una caricia y las chicas solitarias que esperaban recibir un pellizco. Todo esto, al menos, lo imaginaba Méndez, todo esto le extasiaba, lo cual permite imaginar, puestos en plan traidor, que Méndez quizá, en el fondo, era un burgués fracasado.

Pero le habían señalado en especial la calle Caspe, de modo que acabó dirigiéndose hacia allí. Es lugar noble pero en decadencia, porque en ella estuvieron, durante la gran época de los fabricantes textiles, los enormes montones de telas tras las que cada 31 de diciembre, al hacer balance, aparecía el tenedor de libros con su secretaria. La secretaria nunca era la misma, pero el tenedor de libros sí. Ahora los almacenes se habían ido transformando en locales donde se vendían saldos a tanto la pieza y en parkings a tanto la hora. En los álbumes de viejas fotos de la ciudad se ven caballeros con bombín saliendo de esos almacenes, damas con falda hasta los pies y detrás de ellos obreros que las miran, no se sabe si imaginando sus culos o soñando en la revolución pendiente.

En las viejas fotos también se ven los picaportes de las casas, nobles instrumentos de llamada hecha a mano, trabajada y personal, dotada incluso de firma, cosa que no tendrán jamás los porteros automáticos. Unos representaban una mano de oro (con preferencia una mano femenina que era como una promesa), otros un aro de metal, unos terceros un puñal rematado con una bola, y hasta alguno hubo con cabeza de león, cara de guardia civil y concha de peregrinación compostelana.

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