Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Pero había cosas importantes, más urgentes que resolver, y la primera de ellas era la seguridad de Olga. Por lo tanto sugirió a Cañada que, como medida elemental, contratase a dos matones para vigilar la puerta.
Los dos matones llegaron apenas una hora después. Parecían dos antiguos gladiadores de los que no sólo destrozaban a su rival en el Coliseo, sino que luego, pensaba el cultivado Méndez, aún tenían fuerzas para darle por el saco al emperador con todo respeto. Iban vestidos a la manera occidental e incluso con cierta elegancia, pero las costuras de sus trajes reventaban. Parecían el boxeador Tysson vestido de etiqueta. Hombres discretos sin duda, exhibían, cada vez que cambiaban de postura, el mango de un cuchillo entre la camisa y el pantalón y la culata de un Magnum por un lado de las solapas. Méndez felicitó a Cañada por la elección y por la finura, disimulo, clase y saber estar de los dos guardaespaldas.
Con aquellos dos gorilas en la puerta y no saliendo de la habitación -pensó Méndez- era imposible que a Clara Alonso y a la pequeña les ocurriese nada malo, siempre y cuando tuvieran corridas las cortinas para que no les dispararan desde el edificio frontero. Cuando limpiaran la habitación o sirviesen alguna comida, uno de los guardaespaldas entraría con el empleado del hotel, y si éste intentaba algo, sería convenientemente despellejado, hervido y servido como exquisitez a la hora de la cena.
Quedaba el momento peligroso del regreso a España, pero eso también lo tenía previsto Méndez. Clara Alonso y Olga saldrían del hotel materialmente rodeadas para meterse inmediatamente en un coche blindado y rodar hacia el aeropuerto sin dilación alguna. El coche blindado se podía alquilar. Una vez en el aeropuerto, la vigilancia se mantendría hasta que ambas hubieran ocupado sus asientos en el avión. Ni un jefe de Estado, pensaba Méndez, podía aspirar a estar mejor protegido.
Todo esto hizo que el bofia se reconciliara con el Destino. Fuese quien fuese su misterioso enemigo, él conseguiría que no pudiera dar un solo paso. Dentro de lo difícil que era vigilar un hotel como el Marriott en una ciudad imposible como El Cairo, él habría conseguido crear un bunker que ningún arma podría perforar. Clara Alonso no tendría que preocuparse ni siquiera de nuevas amenazas.
Sin embargo, como Clara Alonso no podía ver esas medidas de seguridad, hacía falta explicárselas y pedirle que respetara una norma elemental, como era no descorrer las cortinas de la ventana. De modo que Méndez entró en la habitación, se sentó ante el lujoso escritorio, puso a la pequeña Olga sobre sus rodillas, se aseguró de que nadie podía fotografiarle a él, un hombre duro, en posición tan vergonzosa, y detalló todo lo que Manrique, Cañada y él habían dispuesto. Clara Alonso le escuchó en silencio, impasible, sin mover un músculo de su cara, que tenía una extraña serenidad esa tarde.
– Parece que todo es perfecto -dijo ella al fin-. Lo único que lamento es que voy a tener una horrible sensación de estar prisionera.
– Durará poco, y además le aseguro que no queda otro remedio. He dado vueltas a todas las soluciones y al final me he decidido, claro, por la menos imaginativa, lo cual me demuestra que yo podría ser un excelente jefe de gobierno. Pero las soluciones medievales, es decir puertas y gorilas, suelen ser las más eficaces.
– Lo comprendo.
– Cuando alguien entre para un servicio de la habitación, por ejemplo la limpieza, estese usted siempre quieta en el mismo sitio con la niña. Uno de los guardaespaldas permanecerá fuera y otro se quedará dentro, vigilándolo todo, hasta que las dejen a ustedes solas otra vez. Por descontado, no debe recibir ninguna visita.
– Eso va a ser un poco desagradable. He hecho bastantes amistades durante el crucero y todas se alojan aquí, en el Hotel Marriott. Querrán verme.
– Pues que se aguanten. Les atiende, como máximo, por teléfono, sin permitir a nadie, absolutamente a nadie, que entre aquí. ¿Con cuántas personas ha estado en contacto usted? ¿Con unas sesenta? Pues las sesenta son sospechosas, y eso sin contar las que no han hablado con usted nunca. Le he dicho antes que mis planes no tienen ninguna clase de imaginación. Pues muy bien. Mejor. No hay nada tan seguro como una puerta que esté cerrada siempre. Échele en cambio imaginación al asunto y le harán llegar una bomba aunque sea por medio de una paloma mensajera.
– ¿Hay alguien que le disguste especialmente, Méndez?
– Todo el mundo. Porque la muerte puede estar en manos de alguien con quien no nos hemos cruzado ni una sola vez. Pero ya que me pregunta, le diré que no me gusta Salomón Gandaria. ¿Por qué? Porque es un tío extraño. Porque no tiene ninguna lógica que esté aquí. Y porque lleva un veneno dentro, eso se nota. Lástima que usted no pueda mirarle a los ojos. Le juro que es un tío que lleva un veneno dentro. Y otro que no me gusta es Galán, ¿sabe? Aparentemente está de nuestro lado, pero no me gusta porque es un profesional frío y hermético. Y un profesional frío y hermético acepta cualquier clase de encargo con tal de que le dé dinero.
– Acaba usted de decir algo importante, Méndez -susurró Clara Alonso, que no perdía palabra-. Si el que hace todo esto actúa por dinero, significa que los que tienen dinero largo no pueden ser sospechosos de ninguna manera.
Méndez pareció desconcertado por un instante. Dio la sensación de que hasta entonces no había pensado en eso.
– Es verdad… -reconoció-. No resulta lógico que Ismael Gandaria pida millones, puesto que tiene eso y mucho más. Yo no sé cómo son los negocios de su hermano Salomón, pero supongo que también es muy rico. También lo son sus dos padres, señorita Alonso.
Ella tensó el cuello bruscamente.
– ¿Por qué los relaciona con esto? -preguntó.
– No, si yo no los relaciono… Solamente digo que son muy ricos.
– Pues ni eso tenía que haber pensado.
– Perdone usted a un viejo policía apegado a las tradiciones, Clara Alonso. Para mí todo el mundo es sospechoso menos el cajero, y eso por la sencilla razón de que si detengo al cajero no cobraré. Pero reconozco que su argumento es bueno: no debo sospechar de según quién. Y ahora voy a hacer una cosa: voy a volver al barco.
Ella pareció un poco desconcertada por lo que acababa de oír. Movió la cabeza.
– ¿Al barco para qué? -preguntó-. ¿Va a volar hasta Luxor?
– Sí. Ya lo he calculado todo. Puedo ir y volver en pocas horas, si consigo una buena combinación de aviones. Ya ve: yo, una rata de ciudad que nunca se había movido del Barrio Chino barcelonés, convertido de repente en una especie de dios Horus. Horus es el de la cabeza de halcón volador, ¿no?
– Creo que es ése. Pero ¿por qué quiere volver al barco, Méndez? ¿Qué ha olvidado allí?
Méndez sonrió.
Su sonrisa era barata y mezquina.
– El Nile Dream partirá muy pronto en dirección a Asuán -dijo-, en un nuevo crucero con nuevos tipos y nuevas tipas. A mí me interesa mucho revisar los camarotes, ¿sabe? Y no podía hacerlo mientras los antiguos pasajeros, es decir los de nuestro grupo, estuvieran todavía allí.
– ¿Y por qué ha de hacer ese registro?
Méndez la miraba fijamente.
¿Percibía Clara Alonso esa mirada? ¿Es verdad que los ciegos notan que los están mirando con fijeza porque sienten un misterioso calor en la piel?
– Uno de los antiguos pasajeros olvidó algo -susurró Méndez.
– ¿Y cree que ese algo aún estará allí? El pasajero de quien habla, ¿no se habrá dado cuenta de su olvido?
– No -dijo Méndez.
– ¿Por qué?
– Porque lo que olvidó no era una cosa material.
– ¿No? ¿Pues qué era?
– Algo que estaba en el aire -dijo Méndez en voz baja-. Y él o ella no saben que yo lo encontré en el aire.
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