Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Así, con los ojos cerrados, lo pensó confusamente.

No iba a ser capaz de matar a Gandaria.

Él no podía matar a un hombre que le había utilizado como parapeto, eso sí, pero involuntariamente. Y que luego había corrido como un loco para salvarle la vida.

Además, con los ojos cerrados, la vio de nuevo.

Su mujer.

El pequeño piso cercano al Campo del Moro.

El sol en las baldosas.

El sol de las horas muertas.

Algún día alguien sabrá explicar -pensaba Galán- que hay un sol de los pisos pequeños, de las habitaciones desordenadas, de las baldosas baratas y de los días sin esperanza. Algún día alguien sabrá explicar -pensaba Galán- que las ciudades tienen en exclusiva un sol que lo pudre todo, un sol de domingo prestado, de rectángulo blanco que se va agazapando después del coito inútil, de la mujer insatisfecha y hastiada, del reloj parado, el silencio y la siesta. Galán se llevó las manos a los ojos porque aún creía tener delante ese sol, esa etapa de su vida en la que él pudo ser un hombre tan distinto, pero que había terminado en una bolsa de basura, una calle solitaria y quién sabe si un llanto de la hija perdida. Retiró las manos de los ojos y tensó el cuerpo porque ya no sentía dolor. Sin darse cuenta, había llenado sus venas del mejor anestésico que existe. Las había llenado de odio.

Méndez, desde cubierta, miró el paisaje y pensó:

– Denderah.

Aguas abajo de Luxor, la antigua Tebas, el Nilo forma una gran curva donde hay dos puentes: uno enlaza Kena y Denderah, el otro, Dabba y Nab Hammadi, camino de Abydos, el maravilloso templo que desde hace tres mil quinientos años conserva el prodigio de la memoria de Seti. Denderah, en cambio, pensaba Méndez, intentando recordar lo que había leído, es mucho más moderno, puesto que fue iniciado por Cleopatra y continuado por Cesarión, el hijo que tuvo con Julio César. Quizá por eso Denderah sugestionaba a Méndez, ya que le parecía mucho más interesante un templo fundado por una dama de vida agitada que una catedral fundada por un arrepentido capellán castrense. Pero mucho más sugestiva le parecía Kena, que había visitado en coche de caballos previo atento estudio de los antecedentes de éstos. En Kena le fascinaban los viejos edificios coloniales, antaño habitados por piadosas damas victorianas condenadas a medio polvo y por rudos coroneles condenados a media paga. Hoy esos edificios se derrumbaban, habían adquirido el color del desierto y exhibían una nostalgia que para Méndez era más importante que la de las diosas egipcias: la de las mujeres europeas que habían vivido prisioneras en ellos, que habían visto desde sus ventanas la muerte que el Nilo les iba trayendo poco a poco. El olvido yacía en las calles de Kena, en sus cafés parecidos a cuevas y en sus aceras donde los egipcios miraban eternamente el tiempo en la más humana de las posiciones. «No la fetal -pensaba el impío Méndez- sino la fecal.» Por las noches, junto al puerto, silenciosos hombres de turbante jugaban partidas interminables mientras el río y la noche cantaban su eternidad, el barco dormía y Méndez pensaba, quizá por primera vez, en la inutilidad de su vida.

Pero ahora navegaban hacia Denderah antes de regresar a Kena. Méndez observaba la gran curva del río, los palmerales de Disna, los minaretes que se alzaban en los campos y las espaldas de los campesinos que seguían trabajando como en tiempos de la Biblia. Había en ellos una mágica dignidad, pensaba, que los ligaba a las promesas de la tierra y no a los tornillos de una máquina.

Tenía los ojos entrecerrados.

Su vida le seguía pareciendo corta, vacía y absolutamente inútil. No había creído en Dios, no había creído en las mujeres y no había creído ni siquiera en la gran verdad de un pedazo de tierra. Porque, ¿qué tierra era la suya? ¿La tierra de todos? ¿La de las aceras urbanas escupidas desde el día de su colocación? ¿La de las esquinas de la Barcelona vieja? ¿La de las barras de los bares donde te está acechando el gran tiempo colectivo, el tiempo que ni siquiera es tuyo, sino de la gran ciudad que te está viendo morir? ¿El de los restaurantes baratos donde tu cuchara no es la de las boquitas pintadas, sino la de cien bocas que ya no existen?

Méndez se llevó la derecha a los párpados.

Nunca olvidaría aquel viaje a Egipto. Nunca olvidaría su gran lección, que era la de haber podido atisbar un segundo, por un agujerito insignificante, el sentido del tiempo.

Mientras tenía su derecha levantada, unos dedos infantiles se posaron en su mano izquierda.

– Un beso.

Olga tiraba de él. Olga le sonreía con su boca tal vez demasiado grande, con sus ojos oblicuos, con toda su piel de nácar. Allí estaba Olga con su verdad tan pequeña, tan sincera, tan auténtica que no necesitaba ni siquiera el disfraz de las verdades eternas.

– Un beso.

Seguía tirando de él. Siempre que llegaba a cubierta, siempre que entraba en el comedor, buscaba por los pasillos o aguardaba en el bar, sabiendo que aquel mundo no era el suyo, sus ojos se cobijaban en los de Méndez, su cuerpo se abrazaba al del viejo policía adivinando que éste no trataría de imponerle las verdades de un mundo hostil, que ella no tenía ningún interés en conocer.

Méndez no trataría de imponerle ninguna verdad -intuía la niña- porque no creía en ellas. O porque las verdades en las que Méndez creía estaban ya usadas. La niña adivinaba que Méndez no trataría de destruir su mundo.

El la besó.

– ¿Me quieres? -preguntó ella.

Méndez destruyó su mundo.

– Esa es una pregunta muy importante -dijo.

– ¿Qué?

– Es quizá la única pregunta importante que existe.

La niña rió.

– No te entiendo.

– No hace falta que me entiendas, pequeña -Méndez la encerró en sus brazos, la apoyó en sus rodillas mientras mantenía los ojos perdidos en la línea del río-. No hace falta que entiendas el sentido de las palabras te quiero , ni su significado profundo, con tal de que sientas que debes pronunciarlas. Pero qué tonterías está diciendo Méndez, ¿verdad? Si pudieras pensar en eso, tampoco lo entenderías. Y la verdad es que no hace falta, Olga. Hay muchas cosas que, por suerte para ti, nunca tendrás que entender. Y muchas verdades que, por suerte para ti, nunca tendrás que olvidar o destruir. Tú nunca tendrás que vender tu honor, tus fidelidades o tu cuerpo por un ascenso, por unas pesetas o por estar una línea más arriba en una lista que ya se habrán comido las polillas antes de que tú mueras. Nunca conocerás la maldad. Nunca sabrás lo que es, en un barrio alto y lleno de luz, ver vender a una mujer por una influencia. Nunca sabrás lo que es, en un barrio bajo y lleno de sombras, ver vender a una hija por unas monedas. Nunca conocerás las calles donde se han petrificado tres cosas: la miseria, la fetidez y el olvido. Y si las conoces, a ti te parecerán hermosas. No te pasarás la vida diciendo lo que te conviene, sino diciendo lo que sientes. Nunca entrarás en habitaciones cerradas donde un hombre venido de no se sabe dónde compra a la vez a una madre y a su hija venidas de no se sabe dónde. No sabrás que hay un sol para las ventanas anchas, un sol para las ventanas sórdidas. No conocerás los pasillos que no llevan a ninguna parte, las hileras de puertas cerradas, las alcobas empapeladas por el abuelo ni las graduaciones de la luz en las escaleras por las que se sube -es curioso, se sube- al infierno. Y si conoces todo eso, Olga, si la vida te lleva hasta allí, no lo analizarás en todo su horror: te parecerá una gran casa de juguetes a punto de ser destruida. No te arrimarás, como yo, a las barras de los bares donde hay hombres felices para los que el mundo empieza y termina en cada temporada de Liga y hombres desdichados que beben en la copa su propia mirada quieta. No te sentarás, como yo, en la sórdida comisaría donde entran drogatas vomitando, chicas manchadas de semen que acusan a sus padres, maricas folloneros que no se pueden ni sentar y putas ladronas cargadas de medallas de la Virgen. No conocerás la maldad, la hipocresía, la mentira, el dinero y el sexo que forman la historia de las calles. Ésa dicen que será tu infelicidad, Olga, pero yo creo que será tu suerte. No habrás de tratar con hombres como yo ni analizar mi mundo. Nunca, por suerte tuya, necesitarás hablar con el cabrón de Méndez.

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