Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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– Y hay que añadir la semioscuridad.

– Eso es evidente.

– ¿Usted los podría identificar, señor Gandaria?

– ¿Yo…?

– Es verdad, ya comprendo que en esas circunstancias no pudo fijarse en nadie. Pero una pregunta como ésa es la que siempre tiene que hacer un policía como yo, rutinario y oficinesco.

– Comprendo que cualquiera me la hubiese hecho.

– Nadie conoce todavía esta noticia, imagino. Me refiero a conocerla fuera de aquí.

– Pero ¿qué dice…? -Gandaria le miró como si no le entendiera-. ¿Tratan de matar a un hombre como yo en medio de una multitud y en uno de los lugares más famosos del mundo y pretende que no se sepa? Pero ¿en qué mundo vive usted, Méndez? Luxor es un primerísimo enclave cultural. Hace media hora ha venido a verme un periodista de la agencia Reuter.

– ¿Y usted se lo ha contado todo?

– ¿Por qué iba a mentir? Además, ya había interrogado a media docena de personas de las que estaban conmigo en el templo de Karnak. Puede decirse que lo sabía todo.

– Comprendo que es lógico.

– Lo único que no sabía, porque eso les suena a chino, era que yo estuviese amenazado por ETA.

– ¿Usted se lo ha dicho?

– ¿Y qué inconveniente hay en eso?

– Claro. Es la verdad.

– Tampoco le he dado demasiados detalles -dijo Gandaria secamente-. A la agencia Reuter no le importan.

– Eso es razonable. Pero, a pesar de todo, ETA obtendrá en el mundo entero una formidable propaganda. Me imagino los titulares, y eso que yo no leo los periódicos. Yo sólo leo el Playboy . Pero, como le digo, imagino los titulares: «ETA LOGRA PERSEGUIR A UNO DE SUS AMENAZADOS HASTA EL FIN DEL MUNDO». El temor que inspira esa banda armada crecerá. Nadie podrá tomársela a broma.

– No he querido aumentar el dudoso prestigio de ETA -dijo Gandaria penosamente-. Imagínese… Sólo he querido decir la verdad.

Méndez le puso una mano en el hombro. Pensó que era la primera vez en su maldita vida que ponía en plan protector la mano en el hombro de un auténtico millonario.

– Está claro que no podía hacer otra cosa -dijo-. Ah… Y le agradezco lo que está haciendo por Galán. Parece que ha sido usted el que ha procurado que lo atendieran enseguida.

– Me ha salvado la vida, aunque haya sido involuntariamente. Por eso estoy dispuesto, además, a correr con todos los gastos de curación. Me parece un deber.

– Creo que ha pensado usted bien, señor Gandaria. En estas situaciones es cuando tiene que definirse un hombre. Pero ¿y su hermano Salomón? ¿No ha dicho nada?

– ¿Por qué había de decirlo?

Méndez se encogió de hombros.

– No sé… Galán viaja como su ayuda de cámara, o algo así. Pero todo el mundo que haya tomado el tren una vez, aunque sea hasta Calatayud, sabe que es su guardaespaldas.

– Quizá no se ha enterado de lo ocurrido.

– Me extrañaría… Sería una sorpresa que, después de un retraso tan grande por parte de Galán, Salomón no hubiera preguntado. Pero en fin… Curioso tipo, ese Salomón Gandaria. Supongo que no se ofenderá si le digo a usted que es un hombre que no me gusta.

– Mientras no le insulte, no se preocupe. Las opiniones son libres. Además, con Salomón nunca nos hemos entendido muy bien.

– ¿Por qué?

– Él representa digamos que a la parte tradicional de la familia Gandaria. Yo soy más liberal.

– En fin… -Méndez volvió a tocarle alentadoramente un hombro-. Me gustaría ver a Galán, si es que su estado permite una visita.

– Por fortuna, la permite.

Claro que la permitía. Galán estaba consciente y con el cuerpo tenso. La habitación era modesta y mal equipada, como Méndez siempre había supuesto que debía corresponder a un hospital del Nilo Medio. Una enfermera silenciosa estaba repasando los vendajes, y se retiró sin una palabra al entrar Méndez.

Galán le miró, hundió la cabeza y dijo en tono de disculpa:

– Ya ve.

– Celebro no encontrarlo embalsamado, Galán. De ser así, le aseguro que hubiese recogido firmas para que le hicieran el honor de enterrarle, al menos, en el Valle de los Reyes.

– Maldita sea su estampa, Méndez.

– Veo que está mejor de lo que pensaba.

– ¿Qué le hace creer eso?

– El viejo refrán.

– ¿Y qué dice el viejo refrán?

– «Me cago en tu padre, luego existo.»

Se sentó con timidez junto a la cama de Galán y le espetó de repente:

– ¿Por qué estaba tan pegado a él?

Galán ni le miró. Con la mayor naturalidad, dijo:

– Todo el mundo estaba pegado a todo el mundo.

– Lo supongo. Esos actos multitudinarios tienen su parte buena. Me estremezco al pensar en un espectáculo de luz y sonido en Karnak para un solo cliente. ¿Cómo iba vestido usted?

– Tal como me vio ante el escaparate de la joyería donde estuvimos hablando. Ropa más bien oscura. ¿Por qué?

– Por nada. ¿Y el señor Gandaria?

– Con la misma ropa que lleva ahora. Ha entrado a verme hace poco.

– ¿Salomón no se ha movido del barco?

– No. Estoy seguro de que no. Pero ¿por qué me pregunta todo eso, Méndez?

Sin contestar, el viejo policía susurró:

– Estoy seguro de que se salvará.

– Eso mismo me ha dicho el médico. Orificios limpios de entrada y salida, sin complicaciones especiales. Pero de no ser por Gandaria quizás hubiese muerto, porque estaba perdiendo mucha sangre. El me sacó, pagó un taxi y me trajo hasta aquí.

Méndez susurró dulcemente:

– Ya ve… Ahora voy a sentirme un poco huérfano. De verdad confiaba en usted.

– ¿Para lo de la niña?

– Con franqueza, sí.

Galán se mordió el labio inferior.

– Me temo que ya no soy más que un trasto inútil -musitó-. Lo he estropeado todo.

– ¿Qué culpa tiene usted, Galán? Ha sido una desgracia.

– Tal vez sí. Pero ¿sabe qué estoy pensando, Méndez?

– No lo haga. Pensar es malo para la salud.

– Es que no puedo quitármelo de la cabeza. Entre una cosa y otra, esa niña cada vez está más sola. Nadie va a poder defenderla.

– Es cierto -reconoció Méndez mientras se daba cuenta, con angustia, de que sus solas fuerzas no bastarían para gran cosa.

– Y el que quiere, o los que quieren matarla pueden estar en cualquier parte. Uno cree que esto es el fin del mundo y no es verdad. Ya ha visto a los de ETA.

– Claro que sí, Galán, claro que sí… Pero tiene que olvidarse de todo esto, ¿sabe? Tiene que olvidarse. Aquí no va a pasar nada, y en El Cairo esa pequeña estará mucho mejor protegida.

– De verdad, en eso confío.

Méndez se encogió de hombros.

– Parece mentira, ¿verdad? -susurró-. Dos grandes hijos de puta, como usted y yo, preocupándose por la vida de una niña que nunca va a saber multiplicar. ¿Aunque para qué ha de saber multiplicar? Eso ya lo hacen unas maquinitas que, total, valen diez euros. Es curioso, Galán, que para crear seres que no mienten, la Naturaleza haya tenido que crear seres imperfectos. Pero todo esto, en resumen, es la mar de desconsolador. ¿Sabe lo que me preocupa?

– ¿Qué…?

– Que a lo mejor usted y yo no servimos para nada. A lo mejor usted y yo no somos ni siquiera unos hijos de puta. Hizo una mueca y añadió:

– Trabaja toda la vida para llegar a esto.

– Váyase, Méndez.

– Eso voy a hacer. Y diré que se vaya también Gandaria, que a la fuerza ha de estar deshecho. Usted descanse, Galán, y si la enfermera trata de tirárselo, defiéndase con todas sus fuerzas.

Cerró y avanzó hacia Gandaria, que seguía postrado en el mismo banco del pasillo.

Galán, al quedar solo, lanzó un débil gemido.

En presencia de Méndez no había querido dejarse vencer por el dolor, pero la verdad era que el dolor le estaba doblando. Sentía las piernas muertas y le parecía que no iba a ser capaz de volver a mover las caderas alguna vez. Además, tenía que cerrar los ojos, porque la habitación empezaba a dar vueltas en torno suyo. La fiebre estaba subiendo.

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