Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Galán giró sobre sí mismo.
Pensó absurdamente en la muerte de Fernando Torres.
Pero no fue lo mismo. Fue exactamente lo contrario. El propio Gandaria se arrodilló junto a él y le sostuvo la cabeza mientras gemía con lágrimas en los ojos:
– No se preocupe, usted no va a morir… Yo le sacaré de aquí…, amigo.
28 MANUAL DE FELICIDAD PARA INFELICES
Méndez estaba con la pequeña Olga en sus brazos cuando se lo dijeron. La niña se había dormido, sentada en sus rodillas, mientras Méndez contemplaba las luces de la ciudad desde cubierta. Un hombre vestido de blanco, pero cuya americana parecía contener todas las manchas de grasa de todas las cocinas de Egipto, se detuvo ante él.
– Usted es el inspector Méndez, de la policía española -dijo.
Méndez susurró:
– Aún no me han echado.
– Yo soy Hakim, de la policía de Luxor.
– Esperaba que vinieran. Tengo que hacer unas declaraciones oficiales sobre la muerte de un hombre de Kom Ombo.
– No he venido para eso. Se trata de otro asunto.
El dificilísimo castellano del policía egipcio no impidió a Méndez comprender que algo absolutamente nuevo acababa de ocurrir. Y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar su sorpresa y no acabar despertando a la niña.
– ¿Qué dice…?
– Han herido a un hombre de este barco.
– ¿Quién…?
– Le han reconocido todos los otros pasajeros. Se llama Galán.
– Pero ¿qué dice? ¿Y dónde ha sido…?
– En el templo de Karnak, durante el espectáculo Luz y sonido. Ya tengo los detalles esenciales, aunque mis compañeros siguen con la investigación. -Se pasó un pañuelo por la sudorosa frente, porque había venido a toda prisa-. ¿Me permite que me siente?
– Claro que sí. Pero, por favor, no despierte a la niña.
– Bueno… -el otro siguió secándose la frente y explicándose en su difícil español-. Por lo que nos ha dicho un pasajero llamado Gandaria -consultó el nombre en una libretita-, él ya venía amenazado desde España por una organización independentista que tienen ustedes, una cosa que me parece que se llama ETA.
– Eso es verdad -dijo Méndez.
– El pensaba que aquí se encontraría a salvo.
– También es lógico.
– Pero no ha sido así, amigo Méndez, no ha sido así… ¿Usted se lo explica?
– Hay una explicación bastante sencilla, y es que algunos miembros de ETA han estado, o aún están, en ciudades de África. Desde cualquiera de ellas es fácil llegar a Luxor escapando a todo control.
– Pues así ha tenido que ser, señor Méndez. En la oscuridad del templo, dos hombres han disparado contra Gandaria mientras lanzaban un grito extraño. Los españoles que estaban cerca lo han entendido. ¿Podría ser «Gora ETA»?
– Sí. En efecto. «Gora ETA.»
– También han entendido la palabra cabrón .
– No me extraña. Es la primera palabra que enseñan en las escuelas públicas.
– Lo que ha pasado ha sido muy rápido, y la gente lo explica de diferentes maneras, pero más o menos es esto: el señor Gandaria ha visto venir a los atacantes y ha dado un salto atrás. Resulta que el señor Galán estaba muy pegado a él, tan pegado que no me lo explico. Y al darse la vuelta el otro, él ha quedado delante. Total, que le han metido dos balas.
Los ojos de Méndez se nublaron un momento.
Por su memoria pasó la imagen de otros atentados. De otros fracasos que antes no hubieran ocurrido nunca.
– Los tiempos están cambiando -dijo en voz muy baja-. Antes, ETA era, por lo menos, una máquina de matar segura. Nunca erraba el blanco. Pero ahora contratan a cualquiera, digo yo. A cualquier piernas que esté dispuesto a ganarse unas monedas. Así no es extraño que ETA tenga tantos fracasos. Quieren matar al dueño de una fábrica, y matan al guardacoches.
– Todo puede haber sido causado por la oscuridad -musitó Hakim-, y por el rápido movimiento del señor Gandaria. A primera vista puede parecer un atentado fácil, pero sin luz y con tanta gente, era en realidad un atentado muy difícil.
Méndez tragó saliva.
La niña se acurrucó aún más entre sus brazos.
Era como un animalillo perdido y en busca de protección, pero que se había equivocado de sitio.
Hakim musitó:
– De todos modos, si el atentado no resultaba tan fácil, la huida sí que lo era. La Sala de las Columnas de Karnak es un laberinto, y desde allí se llega fácilmente a la salida del templo. Si piensa usted en los gritos y la confusión, comprenderá que los dos hombres de ETA han podido escapar.
– ¿Alguien puede describirlos?
– Ya me he ocupado de eso.
– ¿Y qué?
– Nadie puede.
Méndez cabeceó afirmativamente.
– Lo entiendo -dijo-. ¿Son graves las heridas de Galán? ¿Cree que puede vivir?
– Lo han llevado al hospital. Bueno, lo ha llevado el propio señor Gandaria. El señor Gandaria está muy… muy… ¿cómo se dice?
– Muy jodido.
– Eso -dijo Hakim-. Creo que voy a aprender muy bien el español. Usted me enseña las palabras exactas.
– Oh… -susurró Méndez-, no tiene ningún mérito.
– Una de las balas se le ha clavado en la cadera, y la otra en un muslo. Supongo que los dos hombres de ETA no han fallado. Pero es que no podían entretenerse demasiado en apuntar, y además el señor Galán se ha movido muy rápido. Yo creo que, dentro de todo, ha podido esquivar lo peor.
– Perdone que le haga una pregunta rutinaria, Hakim. Esos dos tipos, ¿cómo podrán escapar de Luxor?
– Si tienen los pasaportes en regla no será difícil, amigo mío. Y supongo que han tomado la precaución de tenerlos en regla. Además, puede que ni se molesten en escapar, porque les interesa más fingir que están haciendo un crucero por el Nilo. Aquí se han juntado hoy más de diez barcos, y en cada uno de ellos es seguro que hay pasajeros españoles. ¿Entonces, qué hacemos? ¿Detenerlos a todos para un interrogatorio…?
Méndez comprendió que eso no llevaría a ninguna parte. Seguro que los dos hombres contratados por ETA ni siquiera tendrían acento vasco. Seguro que ya no llevarían encima las armas con las que habían hecho los disparos. Seguro que sus coartadas serían al menos tan buenas como las de todos los españoles que habían llegado hasta aquel rincón del Nilo. De modo que se encogió de hombros y susurró:
– Por favor, acompáñeme a ver a Galán. Pero antes tengo que devolver a su dormitorio a la niña.
Olga se despertó con el movimiento de Méndez al levantarse. De una forma maquinal le dio un beso, y Méndez se lo devolvió.
Con infinito cuidado, como si transportara una carga preciosa, anduvo con ella a lo largo de la cubierta.
El policía Hakim susurró:
– Se nota que tiene usted hijos, señor Méndez. O nietos.
Méndez apenas volvió la cabeza para decir:
– Y una leche.
Gandaria estaba sentado en uno de los bancos que había en los pasillos del hospital. Estaba tan abstraído, tan hundido en sus pensamientos que Méndez ni siquiera se dio cuenta de que los dos hermanos se parecían en algo, porque Ismael Gandaria, al igual que Salomón, tenía ojos de pez.
– Ha sido horrible… -balbució-. Aún no me explico cómo estoy vivo…
– Supongo -musitó Méndez- que es cuestión de suerte.
– Me he dado cuenta a tiempo del movimiento de aquellos dos hombres. Y además Galán estaba materialmente pegado a mí, no sé por qué, de modo que al volverme para esquivar lo que veía venir, él ha quedado en primera fila. De lo contrario, no estaría ahora hablando con usted.
– Supongo que los tiradores tampoco eran los hombres de primera clase que antes tuvo ETA.
– Cierto -dijo Gandaria-, ya no son los de los primeros tiempos.
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