Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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– Sí -suspiró Méndez-. Sí…

– Pero hay un hecho claro, un hecho básico. La mujer a la que han amenazado no lleva tanto dinero encima.

– Por descontado que no lo lleva.

– ¿Entonces qué plazo le han dado para pagar?

– Me está usted haciendo las mismas preguntas que yo me he hecho, Galán, pero celebro que sea así porque me sirve para repasar la situación. En efecto, Clara Alonso y los dos hombres que la acompañan no tienen tanto dinero aquí. Lo pueden tener en El Cairo.

– No es posible, al menos me lo parece a mí, una evasión de divisas tan rápida y tan gigantesca, Méndez.

– ¿Y a mí qué me explica? Yo sólo estuve una vez en Gibraltar y evadí una cajetilla de Ducados. Pero le he preguntado a Cañada lo mismo que usted me pregunta, claro que sí. Y me ha contestado que tiene paquetes de acciones en compañías extranjeras. Puede venderlas por medio de un banco cuando lleguemos a El Cairo.

– Eso significa que han tenido que darles un plazo razonable para pagar.

– Razonable según cómo se mire -dijo Méndez-. Esta vez el hijoputa que mueve la tramoya tiene mucha prisa. Nosotros, una vez hayamos visitado Luxor, vamos todavía en el barco hasta Denderah y Kena, para regresar aquí y tomar el avión hasta El Cairo. Allí nos hospedaremos en el Hotel Marriott. Dicen que es un sitio de narices y donde también tienes que tocártela con un papel de fumar.

– Es un viejo palacio que construyeron para los dignatarios que iban a inaugurar el Canal de Suez -dijo Galán, tan versado en sitios de lujo como Méndez en tabernas-. En efecto, Méndez, más vale que allí ni siquiera se la toque. Pero ¿qué dice el mensaje sobre el Hotel Marriott? ¿Recibirán allí alguna noticia más?

– En efecto, pero sólo disponen de veinticuatro horas para reunir el dinero.

– Difícil conseguirlo, ¿no?

– Difícil, pero no imposible.

– ¿Dónde lo han de depositar?

– Ya se lo dirán en el Hotel Marriott.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo -susurró Méndez.

Galán dejó que en sus labios flotase una sonrisa burlona.

– Entonces Clara Alonso tiene muchas bazas por jugar -opinó-. En El Cairo, esa mujer puede ser protegida de lleno por la policía egipcia e incluso por el embajador español, si es que un embajador español ha protegido alguna vez a un español. Puede no salir de su habitación en el Hotel Marriott e instalar ante la puerta a cuatro o cinco gorilas venidos de Nubia. No sé si ha oído usted, Méndez, en sus conversaciones de fumadero de opio, que los antiguos romanos se hacían traer de Nubia gladiadores para el circo. Eran personas de una fuerza física parecida a la de un elefante y una mala leche parecida a la de un procónsul. Es de suponer que esos viejos luchadores habrán tenido tataranietos.

– Sí -dijo Méndez, entusiasmado-. Y convenientemente entrenados, pueden atrapar al asesino en la puerta de la habitación y empitonarle entre cuatro.

– Basta con que lo empitone uno -dijo Galán.

– Bueno, es lo que decía yo. Uno empitonando y tres sujetando.

– Lo que trato de dejar claro es que en el barco, o incluso en ciudades como Luxor, a la pequeña la tienen acorralada, pero en El Cairo no. En El Cairo puede estar protegida, e incluso tomar cualquier avión. Ya no hablo de Iberia o de Egyptair, hablo de las docenas de compañías que tienen vuelos regulares con las pirámides. Salir de la ratonera será un juego de niños. Por lo tanto me parece que esta vez el asesino va a fallar el golpe.

– Cierto -susurró Méndez-, todo esto deja un margen, pero yo no estoy tan seguro de que dispongamos de las ventajas que usted dice, Galán. Por eso pido su ayuda. Lo que necesito es que, mientras estemos en el barco, ni a Clara Alonso ni a la niña les pueda ocurrir nada. Ah… Y que observe lo que sea, Galán. Usted está acostumbrado a observar.

Galán cerró un momento los ojos.

Pensó que aquella misma noche iba a cometer un crimen.

Y le estaba pidiendo ayuda un policía.

La vida tiene bromas que uno no se atreve a contar ni a los amigos, porque no las creerían.

– Puestos a observar -dijo, mientras intentaba que su rostro siguiese pareciendo de piedra-, ¿cuál es la música que contiene la mayor parte del casete?

– Una música deliciosa -aseguró Méndez-. Son tangos. Historias de chicas que acabaron seducidas por el tendero de la esquina mientras el novio tocaba el acordeón en la Boca.

– No me gustan nada los tangos -susurró Galán-, tienen un mal final.

– Porque a los autores de la letra les falta imaginación. Para los tangos de antaño, yo tengo una serie de finales posmodernos. Por ejemplo, el caso que estoy diciendo: un buen final sería que la cándida paloma le pegase al tendero una blenorragia.

– Le veo a usted cantando tangos en la calle Nueva, Méndez.

– Sería mi final dorado.

– Bien, imaginemos que la cinta conteniendo los tangos haya sido comprada en cualquier sitio. ¿Usted ha mirado eso?

– Sí. Está comprada en España.

– Lógico. Y con una sencilla manipulación y valiéndose de un aparato normalísimo, puede borrarse una parte de la cinta y grabar en su lugar el mensaje con la voz desfigurada. Es de suponer que esa parte ha sido grabada en el barco o en alguna de las escalas. Por ejemplo en Edfu. O en Esna. En cualquier sitio donde el manipulador haya podido aislarse.

– Natural -afirmó Méndez.

– Lo cual indica que la música que sirve de fondo para disfrazar la voz también ha sido grabada durante el viaje -murmuró Galán-. ¿Qué música es esa? ¿Es música enlatada? ¿O tal vez grabada del natural?

– Ya he pensado en esa pista -dijo Méndez-. Es una voz humana. Una canción árabe.

– ¿Cantada por un profesional?

– Yo diría que no. Está llena de defectos. Más bien parece una de esas canciones espontáneas que uno suelta mientras trabaja. La totalidad de las casas que figuran en el censo inmobiliario de España han sido construidas gracias al impulso laboral que dan el vino tinto, las canciones de esa clase y los culos de las ciudadanas que pasaban por el lugar. No sé si usted me entiende, Galán. Mientras nuestro amigo o nuestra amiga grababa el mensaje, se oía la voz muy suave de alguien que estaba cantando.

– Ésa es una buena pista, Méndez.

– Lo sé y pienso seguirla.

– También yo pienso ayudarle en lo que pueda. Y ahora relájese, Méndez. ¿Se da cuenta de que estamos en las entrañas del viejo Egipto? ¿Ya ha pensado que tenemos nuestros pies sobre la antigua Tebas?

– Tenemos nuestros pies sobre un bazar -dijo Méndez-. Y no me extraña, puesto que estamos en la orilla de levante, la orilla de los vivos en todos los sentidos de la palabra. En la orilla de poniente, según el curso del río, está el cementerio llamado el Valle de los Reyes, o sea el mundo de los muertos.

Galán hizo un leve gesto de asentimiento, mientras la palabra muertos le hacía recordar que no podía permitirse el lujo de perder la oportunidad de aquella noche. Un Gandaria que estaría en la oscuridad, sin sus guardaespaldas y sin esperar el golpe… ¿Cuándo volvería Galán a tener una ocasión así?

– Le ayudaré, Méndez -dijo-. Me ocuparé del asunto apenas regrese al barco esta misma noche. Y ahora, si usted me lo permite, voy al templo de Karnak, porque quisiera ver el espectáculo de luz y sonido. Además de un guardaespaldas, soy un hombre de una extraña cultura. Yo mismo me asombro cuando me miro al espejo.

Si bien el templo de Luxor está situado relativamente cerca de los muelles, el de Karnak requiere desde éstos una larga caminata. Galán la hizo solo, confiando en sus piernas todavía ágiles y elásticas, mientras miraba los escaparates de los innumerables bazares y desdeñaba los ofrecimientos de los conductores de coches de caballos que querían llevarle a su destino. Sabía que disponía de tiempo suficiente para tomar posiciones antes de que llegase el autocar que transportaría a Gandaria junto con unas cuantas docenas de pasajeros del Nile Dream . Podría situarse perfectamente a su espalda y esperar el segundo exacto para pasar a la acción.

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