Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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Historia de Dios en una esquina: краткое содержание, описание и аннотация

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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– Todo consiste en pegarse a él. Situarse un instante a su espalda y… basta. Un estilete en el corazón no te deja ni gritar. Y aunque grite, ¿qué? Yo diría que mejor aún. En la oscuridad, el tumulto será inenarrable. Resultará materialmente imposible identificar al hombre que haya movido el arma.

– Lo sé.

– Pues trabaje, Galán. Es su momento.

Galán le dirigió una sonrisa lejana mientras iba hacia la puerta. Una vez allí, cuando ya tenía la mano en el pomo, se detuvo.

– Durante todo este tiempo no he hecho más que esperar una buena ocasión. Ahora la tengo -susurró.

– Pues aprovéchela, Galán. Usted es un profesional.

Sonó el chasquido de dos dedos.

Luego nada. No se pudo oír ni siquiera el sonido de la puerta.

Galán había salido.

Luxor es como una gran calle, pensó, es realmente una gran calle. Una sucesión de joyerías, una hilera interminable de escaparates siempre iluminados, una procesión de coches de caballos, un cielo siempre impasible donde está, seguía pensando Galán, el techo de la Historia. Había oído decir que las primitivas casas de Luxor estaban sin cubrir, es decir, no tenían tejado. ¿Para qué, si nunca llovía? Hasta un hombre como él, que no creía en nada, comprendía que los egipcios hubiesen adorado al sol. Miró de soslayo los escaparates mientras pensaba en otras ciudades, en otras épocas, mientras pensaba en las tiendas de Kowloon, en el Gran Bazar de Estambul, en los tugurios de la Séptima Avenida de Nueva York, en todos los lugares iluminados por los que él se había deslizado como una sombra, con el solo objeto de matar a un hombre que ni siquiera le conocía. En este caso era distinto, porque Gandaria sí que le conocía. ¿Y qué? Era mejor así, porque podía esperarle a la entrada del templo, justo antes del espectáculo, y fingir que se tropezaba con él. Luego sería todo muy sencillo, porque Gandaria no había traído a sus guardaespaldas. El no cometería el error de Torres, el error de creer que seguían en el bar del Palace cuando en realidad habían ido a proteger a Gandaria por otro camino. Torres, en el fondo, se había comportado como un maldito novato.

El no iba a hacerlo.

Se detuvo ante uno de los escaparates.

Quería comprobar si alguien le seguía.

Sus ojos acerados recorrieron la multitud que aprovechaba la suave temperatura nocturna, los ocupantes de los landós, los que se habían detenido ante los escaparates, como él, y hasta los dependientes de las tiendas. Como si su cerebro fuese una máquina fotográfica retrató los rostros, las expresiones, los gestos. Logró una instantánea en la que cabía toda la calle y en la que no había, sin embargo, la menor posibilidad de error. Por eso lo vio.

Nunca hubiera sospechado ver entre la multitud aquel rostro que era como una mancha blanca. No hubiese imaginado que Méndez hubiera podido seguirle con tanta rapidez con aquella sinuosidad de serpiente.

Méndez también parecía una sombra.

Se detuvo junto a él.

– Maldita ciudad -dijo-, no hay ni una taberna.

– ¿Qué quiere que haya aquí?

– No sé, pero la verdad es que he tenido un desengaño. No me quedará más remedio que echar un trago en un hotel, pero tiene que ser un hotel viejo, con un camarero que esté allí desde el día de la fundación y con una reserva de botellas que se vaya bebiendo poco a poco la querida del dueño. ¿Usted cree que encontraré alguno así en Luxor?

– Quizá lo haya. Luxor es, al fin y al cabo, una ciudad muy vieja.

– De acuerdo, seguiré buscando.

– Y una leche, Méndez.

– ¿Por qué me dice eso?

– ¿Y usted por qué me sigue?

Méndez alzó apenas uno de sus cansados párpados.

– ¿Se me nota?

– Maldita sea, Méndez, nunca lo habrá hecho peor.

– Hay que ver. Un día que tomo todas las precauciones. Sólo me ha faltado ponerme gafas negras.

– No me venga con historias. Usted quería que le viese, Méndez. Quería hablar conmigo fuera del barco.

– Tal vez.

– Dígame lo que busca. Pero no intente ofrecerme dinero por mi culo. Es ya demasiado viejo, y encima no está en venta.

La mirada de Méndez se endureció.

Se hizo dañina y concreta.

– Usted es un guardaespaldas -dijo-. No me venga con mandangas. Usted es del oficio y protege a Salomón, ese cabroncete.

– ¿Y qué?

– Necesito que me ayude -dijo Méndez.

– ¿Por qué razón?

– Ha vuelto a suceder. Acabo de saberlo.

– ¿Qué es lo que ha vuelto a suceder?

– Han seguido a Clara Alonso hasta aquí. Parece mentira, pero la han seguido hasta aquí. Empecé a tener la seguridad después de la muerte de Quílez, porque Quílez ha muerto, aunque no sé si usted conoce la noticia. Y ahora le han pedido una suma de dinero. O la paga o esa pequeña que viaja con ella, Olga, morirá.

Galán también alzó un párpado que de pronto parecía tan cansado como el de Méndez.

Y Méndez añadió:

– Clara Alonso pasó ya por una prueba terrible. Su otra hija adoptiva murió asesinada.

– Conozco a Clara Alonso -dijo Galán secamente.

– Mejor.

– ¿Cuánto le han pedido?

– El doble que la otra vez.

– ¿Alguien tiene ese dinero líquido en España?

– Pregunte usted a algunos banqueros. Pregunte usted a algunos gobernantes -dijo ambiguamente Méndez.

– ¿Clara lo tiene?

– Digamos que sí.

– ¿Y cómo se lo han pedido?

– Usted tiene una ventaja, Galán, maldita sea. No hace comentarios, hace preguntas. En eso se nota la gente del oficio. Bueno, le contestaré. Ha encontrado en su camarote una cinta magnetofónica llena de música. Llena menos en un pequeño sector. En ese sector estaba el mensaje grabado.

– ¿Con qué voz?

– Voz de hombre, pero muy deformada. Resulta imposible identificarla.

– Qué coño va a ser imposible. Hay medios técnicos para eso.

– No aquí, en el Nilo. No aquí, en Luxor. Puede haberlos en El Cairo, aunque lo dudo, pero en todo caso, cuando la cinta sea analizada en El Cairo, la niña ya habrá muerto.

Como si aquel fuese un lenguaje que entendiera muy bien, Galán ni se inmutó.

– ¿Usted la ha oído? -preguntó.

– Acabo de oírla porque acaban de encontrarla.

– ¿Dónde?

– En la cama del camarote. Alguien la dejó allí.

– ¿En qué idioma está el mensaje?

– En castellano. Es lo lógico.

– O no tan lógico -susurró Galán, adivinando los pensamientos que Méndez no había expresado aún-. Pudieron haber grabado el mensaje en otro idioma para despistar. Pero en fin… Sí, es lógico que sea en castellano. ¿Aunque con qué acento?

– Yo no he notado ninguno -explicó Méndez-, aunque tendría que oírla varias veces para estar seguro. De todos modos, ya le he dicho que la voz está muy desfigurada. Imita el lenguaje que podría tener un robot. Y por debajo de esa voz se capta una leve música de fondo que la desfigura más aún.

Galán volvió la cabeza con un gesto brusco. Miró las joyas que se exhibían en el provocativo escaparate. «Los musulmanes te convencen por la abundancia -pensó-. Amontonan los tesoros unos sobre otros, al contrario que los europeos, que tendemos a individualizarlos. En nosotros está viva la figura de Shylock; en ellos está viva la figura de Alí Baba.»

Como siempre que estaba preocupado, Galán pensaba en otra cosa, por ejemplo en un crucigrama, para dejar que su instinto obrase.

– Cuando ha aparecido ese mensaje, ¿la gente ya había empezado a bajar del barco? -preguntó.

– Sí. Y habían pasado a través del Nile Dream los pasajeros de otros dos barcos atracados a su costado.

– Entonces ha podido ser cualquiera… Hacerse con el duplicado de la llave de un camarote es fácil.

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