Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Entiendo, Méndez. Pero ¿qué sistema utilizó Marquina para «hacer caer» a Martín?
Méndez explicó en pocas palabras lo de los vestidos con la etiqueta del fabricante. Seguro que Martín no se había fijado en ese detalle o, en caso de fijarse, había confiado en Marquina. Si Marquina hacía las cosas así, es que estaban bien hechas.
– Por ahí obtuve la primera pista -terminó Méndez.
– Dios mío…
– Y la persecución terminó con la muerte de Ángel Martín. Pero hay algo más. Marquina también murió. Y no fue Martín el que lo hizo. Se utilizó a dos mercenarios con cuyo paradero no sé si daremos algún día. Pero en el fondo no me importa demasiado, ¿sabe? Fueron simples instrumentos.
– ¿Qué mercenarios?
– Un hombre y una mujer. La mujer era una putilla o fingía serlo. Su trabajo resultó fácil. Primero, abrirse de piernas en el piso de Marquina, o al menos dar a entender que se abriría de piernas. Segundo, hacerle salir con cualquier pretexto al balcón que daba al Paralelo. Allí estaría el segundo mercenario, metido en un coche y armado con un rifle de precisión.
Méndez se balanceó un poco en la silla, mirando la cinta cada vez más oscura del río, y añadió:
– Este solo hecho ya debió hacerme comprender que había alguien por encima de Marquina, alguien que lo tenía calculado todo y había fijado el precio. Y la verdad es que lo comprendí. Pero como planeaba cazar a Ángel Martín vivo y hacerle hablar, ese pensamiento pasó a segundo término. Además, los acontecimientos se precipitaron. Ángel Martín fue cosido a navajazos ante mis ojos, y yo tuve que acabar de matarlo para… para ayudar a un amigo.
– ¿Qué significa eso?
– Nada que le importe, Manrique. Son cosas de la calle. Pero de la calle Unión, la calle del Cid o la calle Nueva de Barcelona, no la calle Serrano de Madrid. Por lo tanto, no me entendería. Olvídelo. Lo importante es que Martín, mientras intentaba huir, me estuvo ofreciendo un trato.
– ¿Y usted no lo aceptó?
– Y una leche voy a aceptarlo. Quería la libertad. ¿Iba yo a darle la libertad al asesino de una niña? Yo no quería darle la libertad al asesino de una niña. Yo no quería darle la libertad. Yo quería darle por el saco. Martín mantuvo su oferta hasta el último momento, pensando que yo la aceptaría. Mientras tanto, para demostrarme que sabía cosas y no hablaba en vano, me fue dando algunos detalles.
– ¿Qué detalles?
– Hay un dato previo, amigo Manrique. Martín se había quemado las pestañas estudiando historia del antiguo Egipto. Era la única afición cultural que se le conocía, aparte, claro, la de tocarle las ancas a algún monaguillo de buena fe.
– No empiece, Méndez. No sea digno de su fama. Dígame qué significa eso de la historia del viejo Egipto.
– Pues que Ángel Martín me fue dando pistas usando los conocimientos, por otra parte nada especiales, que tenía. Bueno, nada especiales para un técnico. Para un profano como yo, sí que eran unos conocimientos bastante serios, tanto que entonces no llegué a entender lo que me decía. ¿Y por qué me dejó esas pistas, si podemos llamarlas así? ¿Qué necesidad tenía de eso? Yo he estado dando vueltas al asunto y pienso que le movieron dos razones. La primera, y seguro que más importante, fue excitar mi curiosidad para que al fin me aviniese a hablar con él, cosa que tenía difícil. La segunda razón fue señalarme que el peligro seguía existiendo para nosotros. Que Marquina había muerto y él podía morir, pero el verdadero cerebro seguía vivo. Yo pienso que Martín no conocía de ninguna manera el nombre de ese cerebro; de lo contrario, es posible que me lo hubiera dicho, al menos por venganza. Pero dentro de lo posible, me fue señalando una dirección.
– ¿Qué dirección?
Méndez hizo un gesto ambiguo, cargado con toda la elegancia decadente de un marica retirado.
– Le he dado dos razones para explicar la conducta de Ángel Martín -susurró-, pero no desdeño una tercera. No desdeño que el fugitivo, ante la inminencia de su fin, intentara hacer la única obra artística que había hecho en su puñetera vida. Pero usted me ha preguntado qué dirección me señalaba. Bueno, pues me señalaba la dirección de Egipto. Y me indicaba que nuestro auténtico enemigo -o enemiga- aún vivía. ¿Cómo? Mire, en una reproducción de un cuadro donde había unas mujeres -por cierto muy llenitas y en su punto- a una de ellas le dibujó un dedo de un pie más largo que los otros. Es el famoso «dedo egipcio», una característica racial que se aprecia en las momias. Y se hizo retratar como una estatua de faraón, pero con el pie izquierdo adelantado . ¿Sabe exactamente lo que significa eso, Manrique?
– Sí. Que cuando se levantó la estatua, el faraón estaba vivo. Cuando la estatua aparece con los dos pies juntos, es que estaba muerto. Pero ¿qué quería decirle a usted Ángel Martín?
– Pues eso: que el faraón estaba vivo.
– Dios mío…
– Y aún hubo otro detalle. El más extraordinario de todos.
– ¿Cuál?
Méndez hizo un gesto de incomodidad y fue a encender un faria. Al fin se arrepintió y apuntó con él a Manrique, mientras lo sostenía en el aire.
– A Ángel Martín le interesaba huir -dijo.
– Sí, claro. Eso lo supongo.
– Para huir necesitaba ayuda. Y las ayudas más importantes las tenía en el lado izquierdo de la ciudad. Aunque vamos a ver si me explico bien, Manrique: el Ensanche de Barcelona está dividido en dos mitades, la derecha y la izquierda, por la Rambla de Cataluña. Como le digo, las principales ayudas las tenía en el lado izquierdo. Sin embargo, se mantuvo siempre en el lado derecho. El confiaba en huir igualmente, pero se mantuvo en el lado derecho.
– ¿Y eso qué significa?
– Piense en Egipto.
– ¿Y qué…?
– Las necrópolis siempre están en la parte izquierda del Nilo, en el lado oeste. Ahí están, por lo tanto, los muertos. Es el lado por el que se pone el sol. En la parte derecha están las antiguas ciudades. Es el lado de los vivos, el lado por donde el sol nace.
– Repito, ¿y qué…?
– Demonios, Manrique. Ángel Martín no fue al lugar de los muertos. Se quedó en el lugar de los vivos. Eso significaba que el hombre que le dirigía estaba vivo también. Que el peligro continuaba. Que atacaría otra vez.
– Y ese «cerebro», si es que vamos a seguir llamándole así, sabía que veníamos a Egipto.
– Sí.
– ¿Sabe lo que significa eso, Méndez?
– Naturalmente que lo sé. Clara Alonso tiene a su cargo otra peque ña. Y sigue teniendo posibilidades de pagar millones de euros.
– ¿Pretende decir que a esa niña también la… la…?
Méndez entornó los párpados.
En sus ojos volvía a brillar la mirada de la serpiente vieja.
Pero ahora era una serpiente veterana y cabrona. Era una serpiente de lujo que había hecho un máster reptando entre las tumbas. Era una cobra.
– Sí, Manrique -musitó-. Sí.
– Aquí no pueden. Este es el lugar más seguro del mundo. Por eso nos embarcamos en Egipto.
– No hay nada seguro. Nada. Por eso conviene que observe muy bien en torno suyo. Yo diría que la vida de la pequeña Olga está pendiente de un hilo.
Miró hacia el río y añadió con voz amarga:
– Más exactamente, yo diría que está pendiente de un Nilo.
Y se volvió.
Había rostros indiferentes en cubierta, rostros que ni siquiera les miraban. Esa viuda a la que su marido dejó unos cuernos grandes como la catedral de Burgos, pero también una fortuna que ella está gastando meticulosamente. Ese notario castellano, acostumbrado a escribir las últimas verdades, y que busca en el Nilo la primera verdad. Ese editor retirado, ya demasiado viejo, que se emborracha cada tarde para olvidar que éste puede ser el último viaje de su vida. Esa putilla que tuvo un buen golpe de fortuna, es decir un buen golpe de cama. Ese funcionario que se acaba de jubilar y al que no le importa nada el viaje: sólo habla con su mujer de la virtud de los chorizos de Castilla. Ese hombre de la silla de ruedas, el sorprendente hermano de Gandaria. El guardaespaldas que le acompaña, y en cuyos ojos ha sabido encontrar Méndez una serpiente más venenosa aún que la suya… Todos son sospechosos, todos, incluso los camareros que pueden haber sido comprados antes de salir de Asuán. Después de la muerte de Quílez, Méndez sabe que está solo y que nadie le podrá ayudar.
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